La superficie del planeta estaba cubierta totalmente de hielo, por lo que el aterrizaje no pudo ser más violento. Solo la cabina, cuyo diseño estructural de absorción de energía, tuvo la capacidad de no destruirse por completo durante el impacto; ninguno de sus tripulantes, a juicio del único sobreviviente, su capitán Gugumatz, había quedado vivo.
Cuando abrió los ojos, en medio de los destrozos del accidente, un sonido, un lamento como surgido de un teclado electrónico, emotivo y espacial, le machacaba los oídos, transportándolo, en su psiquis, a una dimensión extraña y llena de incertidumbre, impulsada, además, por la aparición de dos soles ubicados de manera lineal frente a su mirada.
La gravedad del planeta era parecida a la de la luna terrestre y, una vez que recuperó la consciencia, no se le hizo difícil el darse la vuelta para buscar heridas en su propio cuerpo. Milagrosamente, estaba indemne. El horizonte, aunque lleno de una luz solar débil, era oscuro, sin atmósfera visible, y muy plano. No recordaba nada más que una melodía especial que le resonaba en el lóbulo frontal:
“En el faro de tu amor
en el regazo de tu piel
me dejó llevar al sol...”
Entonces recordó por qué estaba en ese lugar. Pronto un sin fin de imágenes le coparon la cabeza: a él dándole un beso a su chica, Pilar, en el compartimiento próximo a la cabina, a ella sonriéndole, llena felicidad, y la visión tétrica y dolorosa de una celda donde una bestia mitológica, un “argerna”, un cibernético bárbaro y poderoso de la Galaxia de Andrómeda, luchaba por romper las puertas, para entonces descubrir horrorizado el despliegue de luces rojas por las alarmas y el alboroto de los demás miembros de la tripulación, del copiloto, el ingeniero de máquinas, a todos siendo despedazados por un rayo de la muerte surgido de los brazos de aquella bestia inmunda que había conseguido liberarse a pura fuerza y violencia.
“Es que no hay nadie como tú
que me haga sentir así
en un arrullo de estrellas, ah-ah-ah...”
Se le volvieron a humedecer las cuencas cuando recordó los ojos azules y brillantes de Pilar, la chica originaria del planeta Comuna, aquel bello objeto celeste poblado de seres humanos cuerdos y libres de egoísmo. Se internó entre los restos de la nave y, desesperado, mientras recordaba el intenso ardor que le abrasaba por dentro, buscó a la comunera hasta que cayó muerto del cansancio; no la encontró; la lloró amargamente; hurgó de nuevo con su mirada, como si fuera un último adiós, hacia la cabina y se dio cuenta de que la mayor parte de la nave —las cámaras de suspensión animada, los módulos de carga, las celdas para prisioneros y los sistemas de propulsión—, había caído unos treinta kilómetros atrás. Existía, felizmente, la posibilidad de que ella y sus compañeros cosmonautas continuaran con vida.
Comenzó a creer que la suerte le acompañaba: en la parte interna del casco, pudo encontrar las partes esenciales de un robot, BasiliscoIA, el administrador operativo de la nave. Con estas partes, pensó, armaría una computadora de inteligencia artificial que le ayudaría a encontrar a sus amigos, reparar la nave y salir de aquel planeta geológicamente muerto. La búsqueda, pensaba, no sería larga, puesto que estimaba que la zona de impacto no abarcaría más que un día de camino.
El frío era intenso pasada la noche, pero su traje espacial estaba preparado para mayores exigencias. Con algunas herramientas básicas, pudo reparar a golpes las paredes de la cabina y hacerse un espacio donde trabajar con el BasiliscoIA, al que montó sobre el chasis de un carrito de servicio.
Era difícil caminar y ver por el suelo del planeta helado, cuya blancura y albedo altísimo, dificultaba cualquier intento de exploración. Pero lo imposible para la Humanidad era sinónimo de virtuosismo. Gugumatz le adaptó un asiento al BasiliscoIA, con lo que ganó un control absoluto en la locomoción y conquista de aquella criósfera global. Mientras armaba las piezas y revisaba que todos los engranajes funcionaran a la perfección, se convencía a sí mismo de que todo aquel esfuerzo suyo finalmente valdría la pena en la figura romántica que representaba la salvación de Pilar, que le llegaba anhelante a su mente con sus misterios, epifanías dulces y lacrimosas de la idílica medieval. Esa sola idea lo impulsaba a no detenerse sin dudar.
“Te lo digo desde el alma
y con el corazón abierto,
en un páramo de luz
despojados del dolor
nos volvemos a encontrar…”
Cabalgando sobre el BasiliscoIA, en medio día, Gugumatz llegó a la zona de desastre. En efecto, los compartimientos y el fuselaje se encontraban esparcidos por toda el área, pero el suelo estaba ennegrecido a causa de la explosión de los cilindros de combustible. Su corazón comenzó a palpitar con rapidez y su primer impulso fue el de remover escombro tras escombro en busca de Pilar. Pronto se encontró con un ala de los módulos de suspensión anímica. Se decepcionó: estaban destruidos. Nada ni nadie, excepto por él, podría haber sobrevivido a semejante cataclismo.
Pero pronto su pesar se convirtió en una pequeña satisfacción. Había encontrado un tanque de embriones del laboratorio, donde estaban almacenadas muestras de esperma y óvulos en nitrógeno líquido. Abrió un compartimiento de su traje espacial y lo guardó.
Seguía, no obstante, adolorido; se dio cuenta de que, finalmente, estaba solo, enteramente solo. Lo primero que lo abatió fue la desesperanza y el amor perdido de Pilar y, enseguida, con las manos empuñadas, las ganas de culpar y matar al maldito argerna. Si pudiera tenerlo enfrente, lo estrangularía con mis propias manos y después lo cortaría a pedacitos. “Esa maldita malformación cósmica me ha arruinado la vida”. Y cuando Gugumatz hablaba de “vida”, se refería a los sentimientos que le provocaban su relación física y afectiva que no hace siquiera un día antes mantuvo por largo tiempo con su amada Pilar, sentimientos que, si se escudriñaba bien, lindaban en un egoísmo puro e infantil. Para él, Pilar era su “vida”, tal como para un bebé su madre era la suya. Y este sentimiento, junto al odio que sentía por el argerna, se mezclaba y transformaba en un dolor psíquico que lo atormentaba, y a falta de hacer otra cosa, en una obsesión, un dolor que necesitaba para sobrevivir pero que debía aborrecer. También recordaba cuando el argerna, resquebrajando el metal de los umbrales, les gritaba con gran ira: “¡Hipócritas, hablan de la santidad de la vida, pero no hacen más que matar a todos aquellos que no son de su especie!”. Ya alzaba su mirada al cielo cuando vio el reflejo de un brillo metálico en la única colina observable de aquel frío mundo.
“Pilar”, se dijo.
Pero el destello metálico no hablaba ni enviaba señales de vitalidad.
—¡Pilar! —gritó luego en una desesperada llamada de auxilio, llorando, y luego en un canto lleno de amor, como si aquel destello haría que el tiempo retrocediera y lo enviara de nuevo a su estado anterior de felicidad—: Entre tus alas dormí y en tu mirada compasiva, crecí; siempre confiaste en todo lo que soñé; me cuidaste y me… Pilar, te lo digo con el alma y con el corazón abierto, mi ángel de la guarda...”
El destello continuaba subiendo la colina. ¿Será posible? No, no lo es. ¿Cómo podría ser? El impacto fue tremendo. Tuve la suerte de que la cabina, al desprenderse del golpe, sacó su amortiguamiento inflable y logró resistir.
¿Y si fuera el argerna? Maldito prisionero. Arrancaré sus armas lumínicas de sus brazos y lo mataré con ellas. A pesar del frío, la sangre le hervía de furia. Iría por ese maldito cibernético, lo cazaría y lo mataría sin piedad alguna. ¡Voy a vengar tu sangre, mi Pilar!
Corrió lo más que pudo montado en el Basilisco, hasta que llegó al pie de la colina. La subió.
No había nada, solo un enorme agujero desde donde salía un vapor de agua que nacía en las profundidades del hielo. Abajo de aquel inmenso y congelado planeta había un océano gigantesco que rebosaba de vida, pero primitiva.
No podía siquiera cobrar venganza. Aquella revelación hizo que Gugumatz se deprimiera y aflorara en él el destino del que ninguno se apartará. Sus últimas esperanzas se esfumaban con su actual testimonio y por ende la futilidad de su existencia. ¿Esto era todo? ¿Para qué sirve la consciencia y el conocimiento? ¿De qué sirve el amor? ¿Para vivir en un sufrimiento continúo? La vida inteligente a su alrededor era inexistente y nadie podría oír sus lamentos ni entender su dolor. Estaba atrapado en la nada, girando en el vacío sin razón alguna, por inercia. No hay más que hacer. Está hecho. Abrió su traje espacial y separó el tanque de embriones. Lo tomó con las dos manos mientras se paraba al borde del cráter que abría hacia el espacio ese océano infinito.
Gugumatz vio cómo el vapor de agua formaba unos trocitos de hielo flotantes que vibraban al contacto del aire y que fabricaban un sonido tan dulce como el arrullo de estrellas, y entonces se dejó caer al abismo acuoso, mientras gobernaban sus pensamientos los felices momentos de Pilar, de su vida azarosa como humano, la contrariedad de la misma y el convencimiento certísimo de que, como ahora él, el Universo mismo iba en camino a su propia autodestrucción, en un ciclo perpetuo de vida y muerte.
“Eres mi amor eterno,
mi ángel de la guarda,
te lo digo desde el alma
y con el corazón abierto
en un páramo de luz
despojados del dolor
nos volvemos a encontrar
al final del infinito
entre ríos púrpura
a la fuente regresar, ah-ah-ah”.
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