En pos de ser leal al santo mandato que se me ha impuesto, algunos nombres en este documento serán alterados. Así mismo, deberán saber que miento cuando digo que mi nombre real es “Jairo Ben-Simón”. Soy un sacerdote de la divina capilla de Vishnabur, un pequeño pueblito ubicado en las frías tierras del norte de Canadá. Soy un leal seguidor de las escrituras, y a lo largo de mis cuarenta y cinco años de servidumbre jamás me he sentido provocado por las impías tentaciones con las que se suele tachar a mis hermanos creyentes.
He tenido una vida tranquila «dentro de lo que podríamos considerar como tal» pero esto no quita que haya sido testigo del espectro más oscuro de la humanidad; aquello que los hombres de fe callamos, los pecados que hombres y mujeres ocultan y que vienen a parar a nuestros oídos de mano del divino arrepentimiento. Luego de tantos años, uno empieza a perder la sensibilidad a causa de tales confesiones. Es algo común dentro de nuestro trabajo, pero no quita que los primeros años sean bastante duros de digerir.
Sin embargo, nada me prepararía para lo que fui capaz de oír una ordinaria mañana de domingo. Lo que vengo a contarles el día de hoy no es más que el testimonio de un viejo amigo; un seguidor de la fe que ha contemplado horrores tan grandes como la capacidad del Señor para perdonarlos. Dicho esto, pasaré a ponerles en contexto.
Acababa de dar la bendición semanal, y cada uno de los presentes emprendió su retirada de regreso al día a día. En ese instante, mientras mis manos cerraban el libro con las sagradas escrituras, mi cansada vista se posó sobre el marco de la puerta, y pude reconocer una figura en la multitud; un hombre alto y fornido de corta cabellera dorada, quien vestía un traje tan valioso como elegante.
En el instante en que nuestras miradas se encontraron, le reconocí de inmediato y no pude sino sonreír con una alegría incontenible. Hoy en día, el mundo le conoce por el apodo de “Ángel”, pero fue durante sus primeros años de servicio que vino a mí bajo el nombre “Miguel”. Solía ser un muchacho muy jovial, una persona de fe y buenas intenciones que no dudaba en ayudar a las personas; siempre hablando en alto con ese tono tan feroz y a la vez tan agradable, como un león que se crio en el vientre de una familia humana.
Sin embargo, mi felicidad duró más bien poco. Aquella mirada ferviente y fugaz que una vez iluminó con alegría a tantos hermanos, se había desvanecido. En su lugar, pude reconocer unos ojos apagados, una expresión carente de emociones, que solo portan aquellos que han contemplado horrores sin precedentes.
No fue sino hasta que la iglesia se sumió en el silencio más profundo que pudimos concretar nuestra reunión. Le recibí en uno de los asientos de madera que contemplaban la imagen del Cristo crucificado. Su voz era mucho más grave de lo que recordaba; emanaba una tranquilidad inquietante, impropia del muchacho que alguna vez sobrevoló los hogares de nuestro pueblo.
—Ha pasado tiempo, Jairo —me saludó con una sonrisa.
—Miguel, no esperaba tu visita, y mucho menos en un día como este.
—La agencia me ha tenido ocupado, pero pude encontrar un tiempo para acercarme. Tenía pensado llegar a tiempo para la misa, pero tuve algunos inconvenientes en el viaje.
—El Señor te perdona —enaltecí alegre—. Él conoce bien la bondad en los corazones de la gente, y una persona que ha ayudado tanto al mundo no tiene por qué preocuparse por llegar un poco tarde.
—Sí… el Señor conoce bien mis faltas…
Tras aquellas palabras, su mirada se perdió en el vacío por largos instantes. Su semblante se congeló, manteniendo una sonrisa fría y distante que, no hacía más que erizarme los vellos de la nuca. Fueron minutos pesados, en los cuales tuve que ser yo quien rompiese el hielo.
—¿Te sientes bien, Miguel? Pareces cansado.
—Como dije, la agencia nos tiene atareados a todos —replicó con la frente en alto—. Hace días que tengo una idea extraña rondando mi cabeza; algo que me ha estado molestando, ¿entiendes? Llegué a la conclusión de que… hace años que no confieso mis faltas ante el padre. O bueno, hace años que no toco una iglesia en realidad.
—¿Implicas que quieres mi confesión?
Esa escena me tomó por sorpresa. ¿Uno de los superhéroes más grandes del mundo quiere confesarse? Y peor aún, conmigo, un simple cura de un pueblo perdido en medio de la nada. En retrospectiva, sí puedo llegar a encontrarle el sentido, pero no quita el hecho de que en ese instante quedé algo extrañado. De inmediato traté de refutar, pero las palabras de Miguel se interpusieron ante tal idea.
—Eres el único sacerdote al que le tengo confianza. Podría ir con cualquier otro, pero no conozco a ninguno de ellos, y no puedo estar tranquilo sabiendo que mis palabras podrían perderse en los oídos de cualquier chismoso. Necesito a un hombre de fe, Jairo… Alguien que de verdad quiera oír.
Esas palabras golpearon mi pecho con orgullo. Miguel no era solo un amigo; era uno de los superhumanos más poderosos y nobles que el mundo ha conocido. Salvó a millones de personas, conoció a otras estrellas como Eyelander, Stormbringer, Astromite, e incluso luchó contra criaturas del espacio exterior. ¿Cómo podía siquiera negarme a oírle? ¿Qué podría ser aquello que le llevó, de manera tan repentina, a querer confesarse con un amigo que no veía hace años?
Como dije antes, no había manera de que estuviera preparado para lo que estaba a punto de oír. Dicen que Dios les da las batallas más duras a sus mejores guerreros. Si esto es cierto, creo que no estuve a la altura.
Recuerdo estrechar la mano del héroe a modo de aprobación. Recibí un gesto alegre de su parte, y sin perder más tiempo nos dirigimos a la cámara de confesiones. Realicé los ritos ceremoniales a la par que preparaba el silencio para oír los horribles testimonios de Ángel, y antes que pudiese darme cuenta ya estábamos en ello.
Juré ante Dios y todos los santos que no rompería jamás este pacto de silencio. Pero incluso si eso significa mi condena eterna, debo sacar todo esto a la luz. El mundo debe conocer esta verdad, debe saber todo aquello que ha ocurrido tras bambalinas, solo así podremos estar preparados para… eso…
Dicho esto, comenzaré a narrar lo que Miguel me contó, tal y como él lo hizo. Las palabras que están por contemplar aquí, no son otra cosa que su testimonio. Padre, te pido un último perdón por atentar en tu contra. Ten piedad de mi alma, pero sobre todo… ten piedad de todos nosotros.
Спасибо за чтение!
Мы можем поддерживать Inkspired бесплатно, показывая рекламу нашим посетителям.. Пожалуйста, поддержите нас, добавив в белый список или отключив AdBlocker.
После этого перезагрузите веб-сайт, чтобы продолжить использовать Inkspired в обычном режиме.