masalinascebo Miguel Angel Salinas

El inspector Castro está hecho un lío. Una reunión con el comisario le sugiere pensar en su futuro y una charla con Beatriz intenta proyectar su plan de jubilación. Quizás sea hora de abandonar el cargo.


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#aventuras #misterio #asesinatos #policíaco #detectives #familiar
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Mirando al futuro

Acabó de departir con el comisario en torno a las seis. Las reuniones con su superior obedecían en la forma a un fin profesional pero casi siempre derivaban en conversaciones personales. El inspector Castro no recordaba cuánto tendría que retroceder en el tiempo para localizar la fecha en la que conoció al comisario. Un par de décadas quizás. Ni él era inspector ni su jefe comisario. Esa larga relación se forjó a base de simpatía, confianza y horas de insomnio.

La palmaria conclusión de su entrevista tan solo dejó un punto claro, ambos se sentían cada vez más cansados, hastiados y desencantados de su profesión. Se preguntaban con más frecuencia de la debida el sentido de perseverar en sus puestos, qué les ataba a esos despachos y donde residía la verdadera razón que les impedía prejubilarse. Qué motivo los encadenaba tan férreamente a su profesión. En silencio ambos coincidieron en la misma respuesta, se consideraban excelentes profesionales y creían que sus horas de esfuerzo alcanzaban en la medida de lo posible un objetivo fundamental, imponer la ley y el orden y ayudar a que se hiciera justicia en su ciudad.

El inspector Castro no obedecía a horarios. Su jornada de ocho horas se extendió a veinticuatro en el momento en el que juró el cargo. Entró en su despacho, se sentó delante de la mesa atiborrada de papeles y cinco segundos después se incorporó, se enfundó la americana, el abrigo y el sombrero y abandonó el edificio.

Beatriz ya no se sorprendía de verlo aparecer o esfumarse a cualquier hora. No preguntaba. Aprendió años ha que si quería mantener una correcta relación con su marido policía, debía de acatar ciertos singulares aspectos de ella; erradicó las preguntas y los horarios de su vida en común.

El inspector entró en el salón y saludó a Beatriz que, sentada en el sofá, trataba de establecer cierto orden a una caja repleta de fotos caóticas y rebeldes.

—Voy a darme una ducha y bajo. ¿Qué tal todo? Noto un sospechoso silencio que me preocupa.

—He castigado a las niñas en sus cuartos. No pueden salir hasta la hora de cenar.

En inspector Castro no preguntó. Lucía y Paola, adolescentes e indomables, no había día que no la montaran por la razón más peregrina. No quiso saber del asunto.

Bajó enfundado en un astroso chándal y anunció a su mujer que leería un rato antes de cenar. No le apetecía leer, tan solo refugiarse en su estudio. Se sirvió una generosa copa de brandy y se sentó en su sillón de lectura. Apoyó la copa en la mesita auxiliar y se colocó en el regazo el libro apenas recién estrenado, como conveniente tapadera. Necesitaba pensar, avanzar en su plan y si acaso, llegar a una conclusión plausible y valiente. La conversación con el comisario lo animó a decidirse.


Esa tarde de viernes pasó con más pena que gloria. El inspector durmió mal, intranquilo, no cesó de dar vueltas y de mojar la cama con un excesivo sudor. Beatriz, que no se apercibió de su malestar, se despertó relajada y de buen humor. Halló a su marido tomándose un café con leche en el reducido jardín que daba a la parte trasera de la casa.

—¡Estás loco! Entra que te va a dar un pasmo.

—Necesito despejarme. He dormido fatal.

—¿Algo va mal en el trabajo?

—No, qué va. Lo de siempre.

Beatriz creía que “lo de siempre” era malo, pero no lo dejó caer.

—Acaba el café y entra, por favor. No me hagas sufrir.

El inspector, con bastante poca predisposición, obedeció a su esposa.

Beatriz gustaba de disfrutar del hogar. Opinaba que después del esfuerzo que les supuso pagar esa casa, la mejor forma de amortizarla era hacer uso de ella. El inspector no le quitaba razón, pero razonaba que un punto medio sería más adecuado. Un punto medio entre las pocas horas que él la disfrutaba y las muchas que ella permanecía en su interior. Al inspector le complacería que Beatriz fuera más proclive a salir de vez en cuando, a tomar una copa por ahí, quizás a cenar, dar un paseo por las calles. Cualquier celebración contaba sin excepción con el marco hogareño.

Beatriz no se preocupaba en demasía por el estado apesadumbrado en el que se encontraba su marido con bastante frecuencia. Nunca fue visceral y vehemente. Antonio Castro era una persona reflexiva, pero no se podía negar que había conocido mejores tiempos. En los últimos meses llegó a preocuparla. Esa apatía, esa debilidad por encerrarse en su estudio, esas marchas precipitadas a cualquier hora no siempre escondían un motivo profesional.

Beatriz, a pesar de que intentara no enterarse de nada relativo al trabajo de su marido, no podía evitar estar el tanto de ciertos casos, bien por las conversaciones del inspector al teléfono, bien por la prensa, bien por revelaciones directas de él. Su marido, incapaz de abandonar un caso hasta tenerlo resuelto, no paraba de cavilar durante todo el día. Ese machaque mental lo arrastraba todavía más a su soledad y al abatimiento. Beatriz en más de una ocasión le había sugerido un retiro. Él jamás se pronunció ni a favor ni en contra.

Cuando en inspector entró en la casa, Beatriz fue a su encuentro y posando la mano en su mejilla, le dio un tierno beso. Al inspector casi se le cae la taza vacía que todavía sujetaba.

—Hoy nos vamos a comer fuera.

La taza se precipitó y se hizo añicos. Beatriz explotó en una carcajada y la escena provocó un esbozo de sonrisa en el inspector.


Corlan, una ciudad de unos dos millones de habitantes, cuenta con un centro y casco antiguo extensos. La oferta gastronómica va en consonancia con el resto de servicios. Innumerables restaurante ofrecen sus excelencias, y en ocasiones, es complicado elegir. Al matrimonio Castro les gustaba un restaurante sito entre el campus universitario y el parque Luis Ochoa, La Cabaña de Jeremiah Johnson. El sitio ofrecía una carta variada, apetecible y cara. El inspector se comportaba como un niño impresionado por un fantástico regalo. Beatriz de divertía.

Sirvieron el vino y unos entrantes y propusieron al camarero que se demorara con el primer plato, que se lo iban a tomar con calma.

Beatriz estaba muy guapa. El inspector no le había visto nunca ese vestido. Su indumentaria desentonaba en cierta forma un par de puntos por debajo.

El inspector, incómodo, como si fuera la primera cita con ella, sacó a colación a las chiquillas. Beatriz se mostró rotunda,

—No hemos salido de casa para hablar de ellas. Lucía y Paola están bien, tan solo necesitan una mano firme que las sujete. Y no estaría de más que su padre le dedicara más atención y que las pusiera en vereda, pero de eso ya hablaremos otro día —al inspector se le atragantó una aceituna—. Dime qué demonios vas a hacer.

El inspector, a punto de responder, fue abruptamente interrumpido.

—Y no me digas que no sé de qué hablo.

Naturalmente se refería a la jubilación.

—No lo sé. Te juro que no lo sé.

—Tan sólo pensando en tu salud, deberías de saberlo. Cariño, no puedes seguir así. Tú no te ves, pero pareces un fantasma.

El inspector dio un sorbo a la copa para ganar unos segundos.

—Me gusta mi trabajo. Mucho. Soy bueno y la satisfacción de resolver un caso no se paga con nada. Cierto que llevamos una mala racha. Un par de asuntos se nos han escapado de las manos, lo reconozco, pero no es eso lo que me preocupa.

—Dímelo entonces, dime que te tortura.

—Por un lado tengo miedo. No sabría estar mano sobre hombro todas las semanas que me resten de vida.

—Temes mi compañía.

—No, no es eso.

—Sí que lo es. Si ahora te sientes incómodo y estás como un flan, imagínate todos los días a mi lado.

—Tendría que adaptarme, pasar un periodo transitorio.

—Ya lo creo que sí. Pero bueno, el que vivas en tu casa tiene fácil solución, ya pensaremos en algo. A tu hija mayor se le pueden ocurrir ideas muy perversas. Dime qué es lo otro.

—Pancracio.

—¿Pancracio?

—Bueno, no exactamente él. Su forma de ver las cosas es lo que me intranquiliza.

Fue esta vez Beatriz la que le dio tiempo a proseguir bebiendo un poco de vino.

—Pancracio me ha ido envenenado con el paso de los años. Él no entiende de leyes, de jueces y de policía. Él tan solo contempla lo que considera justo, lo que debería ser bajo su prisma, no bajo el prisma de las leyes, la moral y la ética. Ese veneno se ha ido apoderando de mis entrañas y por dios que me está devorando. Cada vez soy más afín a su forma de pensar. Lo he encubierto y he aceptado como correctas decisiones suyas y maneras de proceder. Sé que hice bien, mi conciencia así lo confirmó en su día. Pero soy policía, ¿no te das cuenta?

Beatriz lo escuchaba y se compadecía de él. Es mala cosa tener conciencia, muy mala cosa.

—Escucha, no te martirices más. Sabes que tus decisiones profesionales no son de mi incumbencia. Te comprendo a la perfección. Tan sólo te diré que muchos policías estarían orgullosos de estar en tu lugar.

»Tal y como lo veo, ambos escollos los podemos resolver de un modo sencillo. El asunto doméstico tiene fácil solución. Puedo buscar un empleo, de ese modo podrás disfrutar de tu soledad, eso sí, hasta que las niñas vuelvan del colegio. En ese momento deberás de hacerte cargo de ellas.

»Cuando te jubiles puedes seguir conservando a Pancracio como amigo. Ya no tratareis asuntos criminales ni compartiréis investigación alguna. ¿Qué me dices?

El inspector Castro no decía nada. Beatriz no iba a encontrar colocación a sus cincuenta y dos años, eso por un lado. Por otro, su relación con Pancracio se forjó y se alimentaba de los casos que compartían. Los unía una sincera amistad, pero fuera del marco policial, esta carecía de sentido. Así es que el idílico plan de su esposa hacía aguas por todos los lados.

El camarero apareció en el momento oportuno. El plato de pasta de ella y los canelones de él los llevó por los derroteros de la gastronomía y los alejó oportunamente de una conversación sin más recorrido que la incertidumbre.

Beatriz sabía que su marido no se jubilaría jamás. El inspector desconocía lo que su mujer pensaba, lo qué él mismo pensaba.

Convencido plenamente de que habían avanzado algo en su situación marital, se propuso disfrutar de la comida, de la compañía de Beatriz y del estado de felicidad que le proporcionaba el vino.

FIN



La serie de relatos del Inspector Castro (ubicados en la imaginaria ciudad de Corlan) ha sido inspirada en las novelas del Detective Pancracio.

23 апреля 2021 г. 5:57 0 Отчет Добавить Подписаться
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Miguel Angel Salinas Una de cada y otra de arena

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«El Inspector Castro»
«El Inspector Castro»

El inefable y carismático inspector Castro vive en la ciudad de Corlan. Es tenaz e infatigable y con un curriculum más que brillante. Adora su profesión pero se siente viejo y cansado. No hay día en el cual no se plantee una merecida jubilación. Su mujer lo anima a ello y cada caso de robo o asesinato lo conduce en dirección contraria. Su amigo, el detective privado Pancracio , es el único que le proporciona distracción y consuelo. Узнайте больше о «El Inspector Castro».