Estaba acostada en la cama con él a un lado. Sentía su espalda tibia pegada a mi espalda y me embriagó de nuevo esa sensación de seguridad que hacía que todo lo que pasaba a mi alrededor, como entregar ese reporte a mi supervisora, ir a tramitar mi pasaporte e incluso ir a solicitar mi beca, pareciera simple y sin importancia. Todo se desvanecía en la noche.
Miré por la ventana.
Estaba entreabierta y sentí una fresca brisa rozar mi cara. La habíamos dejado así porque se había descompuesto el aire acondicionado. Un aparato indispensable durante esta temporada en el norte de México.
Volteé hacia el estante de libros y observé la estatuilla que él me había traído de su último viaje a África. Era una figura de una jirafa grande acariciando con la lengua a su cría más pequeña. Me giré en la cama para abrazar a mi novio y al hacerlo le besé el hombro. Pepe dormía profundamente.
De pronto surgió un sonido metálico ensordecedor, como cuando se raspas dos cucharas una contra otra. Me tapé los oídos y miré a Pepe, pero el seguía durmiendo como si nada. Una luz blanca entró por la ventana y unas figuras negras aparecieron a lo lejos.
—Pepe, ¡despierta! —Grité pero él no se movió. Empecé a elevarme en el aire y mi cabeza y mis pies se arquearon hacia atrás y salí por la ventana. Sentí que unas manos frías me tomaron de los brazos y escuché una voz profunda y gutural.
—Todo ha acabado.
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