El mar se arremolinaba, llegaba a la orilla transmutándose y quedando como un líquido transparente que rozaba sus pies desnudos produciéndole una punzada de frío. A veces se preguntaba como ese azul profundo e inmenso en la lejanía podía ser la misma agua clara que llegaba hasta ella. Tenía frío, hacía frío, ella era la única alma capaz de pararse en la playa en pleno invierno, descalza, y dejar que el azul la tocara… O al menos la mueca de éste. Su parte cuerda le impedía adentrarse en el mar por el frío, pero el alma le gritaba por verse tan cerca y a la vez tan lejos. Quería andar, andar y andar hasta hundirse, hasta que su corazón azul, su pena azul y esa masa de tinta azulada fuesen uno, que la rompieran las olas claras hasta no ser nada y serlo todo, hasta… No notaba los pies, sabía que debía apartarlos, pero a pesar de que su miedo le impedía avanzar, su tozudez impedía que se apartara. Había llegado hasta aquí, el sol brillaba mas no calentaba, y sólo tenía el pálido cielo y el mar por compañía, los dos a su manera azules como ella. Los días soleados le causaban una melancolía extraña para el resto del mundo, parecía que los cielos pálidos se burlaban de la tristeza, del verdadero azul de la pena, y eso la molestaba dejándola meditabunda y cabizbaja; todo parecía resignado a la felicidad, pero ella jamás era cómplice de eso. El mar lo arreglaba todo, su dolor era profundo y voraz, y con un golpe de viento las olas eran capaces de devorar la playa… Sintió el rugido de dos olas al romperse en la distancia contra unas rocas y quiso ser ellas, no aguantaba más esa duda asfixiante, ¿Acaso dejaba algo en tierra firme? No, nada relevante, y era cada vez más tentador ser uno con el frío, con el dolor, con el azul… Y finalmente con la paz. Habló como si sus palabras fueran pájaros capaces de hacer comprender al océano su dolor.
-Un día escuche la voz
profunda del mar llamarme,
decía murmullos huecos
de tristeza tan gigante
que lograban atraparme.
Yo lo escuchaba atado,
atado en la playa clara,
que no me dejaba hundirme
aunque el mar me reclamara.
Las olas me salpicaban.
¿Quién me ha atado, quién?
A veces la sal quemaba.
Sintió dentro que el mar le contestaba en un idioma perdido, la última ola casi llegó a sus rodillas mojando sus arremangados pantalones de pana y su abrigo. No estaba atada, ella quería estar atada, el mundo la deseaba atada, pero nada le impedía andar. Movió sus pies entumecidos y sintió agujas al dar el primer paso, aguantando el dolor siguió avanzando al fin, sintiéndose libre por una vez. Unos hilos invisibles se rompían a cada avance y el frío parecía una victoria a conquistar. Las olas pararon como si le abrieran paso y la ropa comenzó a pesarle. Se quitó el abrigo antes de continuar caminando hacia el cada vez más profundo azul. Cuando tuvo que comenzar a nadar ya no sentía la mitad del cuerpo y fue extraño mover los brazos como elementos ajenos a ella. Los oídos le pitaban por el agua helada y el dolor le hacía perder el centro y marearse. Las olas volvieron a aparecer pero ya estaba lejos de la orilla y la arrastraban hacia dentro. Con una sonrisa se dejó llevar por esa corriente hasta que una cresta inesperada la golpeó hundiéndola. Sus músculos no respondían y al cerrar los ojos todo era azul y nítido; el dolor por el golpe apenas se sentía como una caricia en su piel entumecida. Abrió los ojos un segundo y sintió el efecto del agua salada, sus manos parecían muertas y a lo lejos veía una luz, tenía sueño. Cerró los ojos y vio de nuevo el color azul resplandeciente de su alma, pero le faltaba el aire y su instinto intentó ascender en vano mientras perdía aquella paz y resignación, y se retorcía indignamente al sentir el agua en sus pulmones. Parecía, estaba segura de que los ojos azules de su padre la miraban y su voz como el rugido del mar le cantaba una canción perdida. Le dolía el pecho y todo pareció fugar a negro salvo aquellos ojos tristes, azules como el infinito… Que la miraron como jueces divinos hasta el último momento
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