He aquí, en mi opinión, la más siniestra de las visiones del
miedo. Es también la más difundida pues creo que se encuentra
en todos los países.
En torno a las charcas estancadas y a los manantiales límpidos;
en los brezales como a orillas de las fuentes umbrías; en
los caminos hundidos bajo los viejos sauces como en la llanura
abrasada por el sol, durante la noche se oye la paleta precipitada
y el chapoteo furioso de las lavanderas fantásticas. En determinadas
provincias se cree que evocan la lluvia y atraen la
tormenta al hacer volar hasta las nubes, con su ágil paleta, el
agua de las fuentes y de los pantanos. Pero aquí hay una confusión.
La evocación de las tormentas es monopolio de los brujos
conocidos como «conductores de nubes». La auténticas lavanderas
son las almas de las madres infanticidas. Golpean y retuercen
incesantemente un objeto que se asemeja a ropa mojada
pero que, visto desde cerca, no es sino el cadáver de un ni-
ño. Cada una tiene el suyo o los suyos, si ha sido varias veces
criminal. Hay que evitar observarlas o molestarlas; porque,
aunque tuviera usted seis pies de alto y músculos en proporción,
lo agarrarían, lo golpearían en el agua y lo retorcerían ni
más ni menos que como un par de medias.
Todos hemos oído con frecuencia la paleta de las lavanderas de
noche resonar en el silencio de las charcas desiertas. Pero no
hay que engañarse. Se trata de una especie de rana que produce
ese ruido formidable. Es muy triste haber hecho ese pueril
descubrimiento y no poder esperar ver la aparición de esas terribles
brujas retorciendo sus harapos inmundos, en la bruma
de las noches de noviembre, a la pálida luz de una pálida luna
creciente reflejada por las aguas.
Sin embargo, yo tuve la emoción de escuchar un relato sincero
y bastante aterrador acerca de este tema.
Un amigo mío, hombre de más talento que sentido común, debo
reconocerlo, y sin embargo un espíritu ilustrado y culto, pero,
debo reconocerlo también, proclive a dejar su razón de lado,
muy valiente ante las cosas reales, pero fácil de impresionar
y alimentado desde su infancia con las leyendas de la
3
región, tuvo dos encuentros con las lavanderas que no contaba
sino con repugnancia y con una expresión en el rostro que
transmitía un escalofrío a su auditorio.
Una noche, hacia las once, en una «traîne» encantadora que
corre serpenteando y saltando, por así decirlo, sobre el flanco
ondulado del barranco de Urmont, vio a orillas de una fuente, a
una vieja que lavaba y retorcía en silencio.
Aunque aquella bonita fuente tuviera mala fama, no vio en ello
nada de sobrenatural y le dijo a la anciana:
-Está lavando muy tarde, buena mujer.
Ella no respondió. Pensó que era sorda y se acercó. La luna estaba
brillante y la fuente resplandecía como un espejo. Entonces
percibió claramente las facciones de la anciana: era completamente
desconocida para él, lo que le sorprendió porque
dada su condición de agricultor, cazador y paseante de la campiña,
no había rostro desconocido para él a varias leguas a la
redonda. Así fue como me contó personalmente sus impresiones
frente a aquella lavandera singularmente retrasada:
-Sólo se me ocurrió pensar en la leyenda una vez que había
perdido de vista a aquella mujer. No pensé en ella antes de encontrarla.
No creía en ella y no sentí ningún recelo al abordarla.
Pero tan pronto como estuve junto a ella, su silencio, su indiferencia
ante la aproximación de un transeúnte, le dieron el
aspecto de un ser absolutamente ajeno a nuestra especie. Si la
vejez la privaba del oído y la vista, ¿cómo es que había venido a
lavar tan lejos, sola, a esta hora tan insólita, a aquella fuente
helada en la que trabajaba con tanta fuerza y actividad? Esto
era al menos digno de observación; pero lo que me sorprendió
aún más, fue lo que yo sentí personalmente. No tuve ninguna
sensación de miedo, pero sí una repugnancia, un asco invencibles.
Seguí mi camino sin que ella volviera la cabeza. No fue sino
cuando llegué a mi casa cuando pensé en las brujas de los
lavaderos, y entonces tuve mucho miedo, lo confieso abiertamente,
y nada del mundo me habría decidido a volver sobre
mis pasos.»
4
En otra ocasión, el mismo amigo pasaba cerca de los estanques
de Thevet, hacia las dos de la mañana. Venía de Linières, donde
aseguró no haber comido ni bebido, circunstancia que yo no
podría garantizar. Iba solo, en cabriolé, seguido de su perro.
Como su caballo iba cansado, se bajó en una cuesta y se encontró
a orillas de la carretera, cerca de un canal donde tres mujeres
lavaban, golpeaban y retorcían con gran vigor, sin decir nada.
Su perro se acercó de repente a él sin ladrar. Él mismo pasó
sin mirar demasiado. Pero apenas había dado unos cuantos
pasos, oyó que alguien iba detrás de él, y que la luna dibujaba
a sus pies una sombra muy alargada. Se volvió y vio que una de
las tres mujeres lo seguía. Las otras dos venían a cierta distancia
como para apoyar a la primera.
-En esta ocasión -dijo- sí pensé en las lavanderas malditas, pero
tuve una emoción distinta a la de la primera vez. Aquellas mujeres
eran de una estatura tan elevada y la que me seguía de
cerca tenía hasta tal punto las proporciones, la cara y el andar
de un hombre, que pensé que tenía que vérmelas con algunos
tipos del pueblo probablemente mal intencionados. Llevaba un
buen garrote en la mano, me volví y le dije:
-¿Qué quiere de mí?
No recibí respuesta y al ver que no me atacaba, no tuve pretexto
para atacarla yo, por lo que me vi obligado a volver a mi cabriolé,
que iba bastante lejos por delante de mí, con aquel desagradable
ser en los talones. No decía nada y parecía disfrutar
teniéndome bajo el efecto de una provocación. Yo seguía
sujetando mi bastón, dispuesto a romperle la mandíbula al menor
roce, y llegué así a mi cabriolé, con mi cobarde perro, que
no decía ni pío y que saltó al vehículo al tiempo que yo.
Entonces me volví y, aunque había oído hasta ese momento pasos
tras los míos y había visto una sombra caminar al lado de la
mía, no vi a nadie. Sólo vi, a unos treinta pasos por detrás, en
el lugar donde las había visto lavar, a las tres grandes diablesas
saltando, danzando y retorciéndose como locas a orillas del
canal. Su silencio, que contrastaba con aquellos saltos
5
desenfrenados, las hacía aún más singulares y más penosas de
ver.»
Si después de haber escuchado este relato, se intentaba hacerle
al narrador alguna pregunta de detalle, o darle a entender
que había sido víctima de una alucinación, él sacudía la cabeza
y decía:
-Hablemos de otra cosa. Prefiero pensar que no estoy loco.
Esas palabras, pronunciadas con expresión triste, imponían silencio
a todo el mundo.
No existe charca o fuente que no sea frecuentada bien por las
lavanderas nocturnas, o bien por otros espíritus más o menos
molestos. Algunos de estos huéspedes son sólo extraños. En mi
infancia, yo temía mucho pasar por delante de cierta cuneta
donde se veían los «pies blancos». Las historias fantásticas que
no se explican respecto a la naturaleza de los seres que ponen
en escena, y que quedan imprecisas e incompletas, son las que
más impresionan la imaginación. Aquellos pies blancos que caminaban,
según decían, a lo largo de la cuneta a determinadas
horas de la noche, eran pies de mujer, flacos y descalzos, con
un trozo de vestido blanco o de camisa larga que flotaba y se
agitaba sin cesar. Caminaba rápido y en zigzag, y si se le decía:
«Te estoy viendo… ¿Quieres escapar?» corría aún más y no se
sabía por dónde había desaparecido. Cuando no se le decía nada
caminaba delante de ti, pero cualquier esfuerzo que se hiciera
para ver más arriba de los tobillos, resultaba inútil. No tenía
piernas, ni cuerpo, ni cabeza, sólo pies. No sabría explicar
qué tenían aquellos pies de terrorífico, pero por nada del mundo
habría querido verlos.
En otros lugares hay hilanderas nocturnas; se escucha la rueca
en la habitación en la que se está y en ocasiones se ven sus manos.
En nuestra comarca, he oído hablar de una brayeusenocturna
que hilaba el cáñamo delante de la puerta de ciertas casas
y dejaba oír el ruido regular de la braye, de una manera
que no era natural. Había que dejarla tranquila, y si se obstinaba
en volver muchas noches seguidas, había que poner una
6
vieja hoja de guadaña a través del instrumento que cogía para
hacer ruido: por un momento trataba de romper la hoja, luego
se cansaba, la arrojaba delante de la puerta y no regresaba
más.
También está la peillerouse o harapienta nocturna, que se sentaba
en la guenillière de la iglesia. Peille es una antigua palabra
francesa que significa guenille, harapo; por eso el porche
de la iglesia en el que se sientan durante los oficios los mendigos
que llevan peilles oguenilles, se llama guenillière.
Aquella harapienta abordaba a los transeúntes y les pedía limosna.
Había que cuidarse mucho de darle algo; de hacerlo, se
ponía alta y fuerte aunque te hubiera parecido achacosa, y te
molía a palos. Un tal Simon Richard, que vivía en la antigua casa
cural y que sospechaba alguna broma por parte de las chicas
de la aldea hacia él, quiso bromear con ella. Lo dejaron por
muerto. Yo le vi el costado al día siguiente, que estaba muy magullado
y arañado, efectivamente. Juraba que sólo había visto a
una anciana, menuda, pero que tenía los puños de tres hombres
y medio.
En vano quisieron hacerle creer que se las había visto con algún
tipo más fuerte que él que, disfrazado, se había vengado
de alguna mala jugada que él le habría hecho. Era fuerte y valiente,
incluso pendenciero y vengativo. Sin embargo, una vez
que se recuperó, abandonó la parroquia y no volvió más, diciendo
que no le temía ni a hombre ni a mujer, pero sí a los seres
que no son de este mundo y que no tienen el cuerpo «como
los cristianos».
FIN
Спасибо за чтение!
Мы можем поддерживать Inkspired бесплатно, показывая рекламу нашим посетителям.. Пожалуйста, поддержите нас, добавив в белый список или отключив AdBlocker.
После этого перезагрузите веб-сайт, чтобы продолжить использовать Inkspired в обычном режиме.