querubinne Tamine Rasse Cartes

Romántica, sensual y con gusto a tristeza. 'Danza la Mar' es un relato breve basado en la Pincoya, un personaje de la mitología Chilena. Si de amores imposibles se trata, este relato te rompe el corazón en unos pocos párrafos.


Короткий рассказ Всех возростов.

#magia #romance #fantasia #mitologia
Короткий рассказ
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Danza la Mar

Por años, la pescadería de los Ramírez había sido la más exitosa de la región; sus truchas eran las más grandes y sus salmones los más rosados. Por años, la gente del pueblo se había dirigido hacia el antaño modesto local que hacía poco habían repintado de amarillo, sabiendo que allí encontrarían lo que necesitaban, y que si eran clientes frecuentes (y todos lo eran) se llevarían uno que otro regalito por parte de la casa ("hay que ser agradecidos" decía Ramírez padre, y además, las finanzas lo permitían). Por años, Jo Ramírez -que era el menor de cuatro hermanos y no alcanzaba a ser llamado "Ramírez hijo"-, había sido enviado una o dos veces por semana a sentarse a las orillas del mar a observar la cabellera rubia de una hermosa mujer dorada que bailaba al ritmo del oleaje nocturno.

Pero las cosas llevaban demasiado tiempo saliendo bien, y algo tenía que fallar pronto. ¿Han oído cómo siempre una cadena se rompe por su eslabón más débil? Pues Jo Ramírez era aquella pieza destinada a arruinarlo todo, lo sé porque es difícil vivir quince años con uno mismo y no darse cuenta que siempre estarás destinado a echar todo a perder.

Tenía siete años la primera vez que vi a la Pincoya.

Mi padre tenía la esperanza de llevarme a pescar con él y mis hermanos por primera vez pronto, así que me había llevado a la playa al anochecer para enseñarme a lanzar redes de pesca en la arena. Ramírez padre era un hombre grande y bonachón, pero había dos cosas que se tomaba con absoluta seriedad: la pesca y la disciplina, y para él, el hecho de que mi yo de siete años fuera nefasto lanzando una red incluso en la arena, era falta de disciplina y no de talento, y puedo asegurarles que no iba a dejar que "me saliera con la mía".

Recuerdo que la noche parecía extenderse para siempre, sentía que la marea no cambiaba y que el tiempo no pasaba nunca, mis manos, por el contrario, bastante sentían el desgaste de la piel contra las cuerdas y fue a través de dos tímidas lágrimas que vi brillar por primera vez su cabello dorado.

-¡PAPÁ MIRA! -grité, él estaba desenredando las redes después de un intento particularmente desastroso y no me prestaba atención, pero yo necesitaba que viera lo que yo estaba viendo- ¡PAPÁ, MIRA! ¡MIRA!

-¿Qué? ¿No ves que estoy ocupado? -me preguntó, todavía no me hacía caso.

-¡Mira! -le supliqué.

Y lo hizo. Pero no vio nada.

-Déjate de molestar -gruñó, apartándome a un lado. Al menos estaba guardando las redes.

-Papá, mírala, ¡mira como baila! -la mujer se balanceaba lentamente, movía los brazos en la dirección del viento y miraba hacía el horizonte. Apenas podía ver su cuerpo, pero tuve la impresión de que tras esa inmensa cabellera, estaba desnuda.

Eso fue suficiente para que mi yo de siete años apartara la mirada avergonzado.

No hablamos más esa noche. Ni una palabra sobre la mujer danzante, ni sobre las redes, ni sobre mí, ni sobre mi padre. Creo que ese fue el día que el hombre comenzó a darse cuenta de que quizás no podía arreglarme, y desde ese entonces, con la excepción de lo estrictamente necesario, casi hemos dejado de hablar del todo.

Pero sé que esa noche se quedó pensando en lo que le dije que había visto, y sé que quizás con el tiempo –y con la evidencia de sus redes permanentemente llenas-, me creyó. Pasaron unos años antes de que volviéramos a tocar el tema, yo casi hasta me había olvidado del asunto, atribuyéndolo a mi imaginación infantil o al sorbo que le había dado al vino de mi madre esa noche antes de salir con mi padre, porque había visto que eso es lo que siempre hacía él. El punto es, que la Pincoya quedó olvidada hasta que tuve quince años, en un momento en el que el panorama familiar estaba volviéndose cada vez más precario: Mi hermano mayor se había casado y sus responsabilidades recaían ahora con su nueva familia, el local estaba perdiendo –lento pero seguro- algunos de sus clientes más antiguos porque la pesca ya no era tan buena, y para rematar, mis notas en el colegio no eran lo que mi padre esperaba, y atrapado bajo su propia amenaza, estaba enfrentando la posibilidad de verse obligado a hacerme abandonar los estudios y llevarme a trabajar con él.

No creo que mi padre lo haya pensado bien antes de amenazarme con algo así. Él no quería subirme a La Carola (y todos lo sabíamos), porque su bote era un lugar sagrado, un lugar para hombres dignos que se habían ganado el puesto, no para chicos como yo. Él, yo, mi madre, y todo el pueblo, sabíamos que lo único que aportaría a La Carola sería peso muerto. Pero él había esperado que mis notas fueran buenas para nunca tener que cumplir su parte del "trato", y la verdad es que yo también. Sólo que pensé que se daría de forma natural, ya saben, si la vida sabía que no podía pescar, entonces se encargaría de que fuera naturalmente bueno para estudiar, ¿verdad? ¿verdad? ¿verdad?

La verdad es que sí era (o soy aún) un tonto de proporciones colosales, y también un bueno para nada, tanto así, que mi padre no quiso sacarme de la escuela para no tener que meterme a su barco, pero presa de su orgullo, buscó desesperadamente un trabajo para mí, para que su amenaza no quedara vacía.

-Y todas las noches –me dijo con indiferencia, aunque yo lo sentí como si estuviera dictando mi sentencia de muerte-, vas a ir a sentarte a la orilla de la playa para ver a la Pincoya. Todas las noches hasta que la veas, y hasta que la veas bailando hacia el mar.

Mi madre lo miró como si estuviera loco. Yo le dije que estaba loco, nadie creía en semejante estupidez.

-¿Qué nadie cree? Pero si tú la viste –dijo burlón, y con eso zanjó el tema.

Me pasé la primera noche sentado en una rueda vieja y húmeda, tapado con una frazada, mirando el horizonte, que era igual al mar, que era igual a la arena, que era igual a mi mano, porque estaba oscuro y todo era negro. Lo único que se podía ver eran las estrellas, que ya no me causaban nada, porque las había visto toda mi vida. Lo único que se podía oler y oír era el mar, que ya me molestaba un poco, porque lo había conocido toda mi vida. La única compañía que tenía era yo mismo, y ya estaba empezando a odiarme, porque había tenido que vivir conmigo mismo desde el primer día.

Y así pasaron las noches: la oscuridad, el mar, las estrellas, yo, mi manta, la rueda, a veces un lápiz y un cuaderno en el que escribía historias a ciegas. No había ni rastro de la Pincoya, ni de ninguna otra mujer, ni de ningún otro hombre, ni de nadie. Estaba tan aburrido que casi deseaba morirme de un resfriado, pero no estaba teniendo suerte, porque después de diez días, seguía sintiéndome saludable, e incluso me había acostumbrado a dormir en mi rueda, a ir a mi casa de madrugada y levantarme algunos días para ir al colegio si tenía ganas o si me obligaban.

Luego de aproximadamente dos semanas apareció por primera vez. La hora era ya avanzada, estaba helado, silencioso, y cuando vi el brillo de su cabello pensé, por una fracción de segundo, que quizás mi aburrimiento me estaba jugando una mala pasada. Pero la verdad es que habría reconocido esa cabellera adornada con algas en cualquier parte, y me sentí otra vez como un chico de siete años, avergonzado ante la –ahora evidente- desnudez de la chica que bailaba frente a mí. Ya no movía solo sus brazos sino todo su cuerpo, en una danza tanto elegante como frenética, sin despegar jamás su mirada del horizonte. Sin darme jamás una oportunidad de verle la cara.

Me quedé pasmado ante su forma. Su forma de moverse, su forma de brillar, y también la forma de su cuerpo, que era firme, grueso e inevitablemente seductor. No podía despegar los ojos de ella, y a su vez, ella no parecía poder –o querer- dejar de bailar, y así nos pasamos la noche entera, hasta que los barcos de los pescadores comenzaron a divisarse en la línea del mar, y tal como había venido, desapareció.

No volví a verla por otras dos semanas, pero la pesca de mi padre no había sido tan buena en años, y a los pocos días, algunos de los clientes estaban de vuelta, y a las semanas, nuevos clientes comenzaron a aparecer. El hombre estaba de tan buen humor que cuando le dije que todo había sido gracias a la Pincoya, me respondió sin ninguna malicia en su voz:

-Claro que lo es, hijo, claro que sí.

Ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que me había llamado hijo. Comencé a sentir un extraño orgullo creciendo dentro de mí, como si el haber divisado a tan hermosa criatura fuera igual de merecedor de mérito que ser tan hermosa criatura y otorgar abundancia a los pescadores.

La segunda vez que la vi no fue menos apabullante que la primera, si bien ya sabía qué esperar, también lo estaba esperando, y aquel que ha estado esperando algo con mucho apremio sabe a qué me refiero cuando digo que se me hinchó tanto el corazón al verla que sentí que se me reventarían las costillas. Con cada avistamiento, mi sentido de familiaridad y camaradería crecía: sentía que ella se aparecía sólo para mí, y que era mi trabajo estar ahí para verla, quería creer que ambos éramos parte de una complicada cadena de eventos que llevaban a la abundancia de mi familia. Quería creer que yo era importante y necesario también, y la Pincoya siempre me ayudó a sentirme de esa manera.

Pasaron los años y los avistamientos continuaron con cierta regularidad, ella solía aparecer cada diez o quince días, bailaba para mí (siempre mirando al océano) y yo a cambio le daba toda mi atención. Después del primer año, ya no sentía familiaridad sino cercanía, y para el momento en que comencé a narrar mi historia, tres años después de encontrarnos por primera vez, ya sentía que éramos los mejores amigos, y que ella esperaba encontrarme ahí tanto como yo esperaba encontrarla a ella.

Pero como dije antes, las cadenas siempre se rompen por su eslabón más débil. Y amigos, Jo Ramírez siempre fue y será, el punto débil de cualquier operación.

Jamás crean esas mentiras sobre que el amor te hace más fuerte. El amor llevó a mi familia a la ruina, y destruyó algo aún más importante.

Era una noche especialmente fría y también especialmente oscura, de todas maneras, sentía que aparecería la Pincoya, así que me quedé esperando un buen rato enterrado en la niebla, cantando una canción de pesca que era pésima, pero que era la única que se me venía a la mente con tanto frío.

De repente, una voz apareció dentro de mi cabeza, la letra de la canción sonaba dulce y pesada, como si fuera miel, y me calentaba por dentro, desde el cráneo hasta la punta de los pies, concentrándose especialmente en mi pecho. Aparté la frazada de mis ojos y allí estaba ella, bailando suavemente al compás de mi canción.

Apenas podía verla por la niebla, y más que un cuerpo era una silueta dorada que se iba desdibujando y descomponiendo en la luz que la rodeaba. No soportaba sentirla tan incógnita, tan anónima teniéndola tan cerca; por primera vez en tres años, abandoné mi rueda podrida y me caminé hacia la orilla del mar.

A medida que me iba acercando, percibí el calor que sentía ya no estaba dentro de mí, sino que rodeándome, porque emanaba de ella, y que su voz ya no sonaba dentro de mi cabeza, sino que salía directamente de su boca. Una boca que todavía no podía ver. Años. Años y aún no podía verla. Sus ojos, su nariz, sus pómulos, su sonrisa, sus pechos.

-Pincoya –la llamé, y para mi sorpresa, se volteó.

La Pincoya es la mujer más hermosa que jamás haya pisado la faz de la tierra. No importa lo que estés imaginando, es más hermosa aún, y luego un poco más, la imaginación humana no puede hacerle justicia, aún menos las palabras.

Pero lo intentaré.

Sus ojos son tan azules que casi parecen negros y a la vez brillan como la superficie del océano en los días de sol, su forma es redondeada, enorme y expresiva, tanto, que con tan solo mirarlos un segundo sientes que podrías ahogarte en un mar de emociones, todas tan diferentes que para algunas el ser humano no tiene nombre. Su piel es del color de la arena húmeda, y brilla con el resplandor que arroja su frondosa cabellera dorada. Su rostro es el de una diosa, estructurado y a la vez suave, decidido y a la vez amable, con pómulos altos y labios llenos, con una sonrisa apenas perceptible que sin embargo dice aún más que sus ojos. Su cuerpo es algo que me guardaré para mí, porque en aquel primer abrazó en el que me envolvió sentí que me envolvía la vida entera, que una ola me aplastaba la conciencia y por un momento no entendí nada, ¿cómo lo iban a entender ustedes si no lo estaban viendo? ¿si no estaban ahí?

-Pincoya, Pincoya... -seguía diciendo yo, mientras respiraba en su clavícula y ella descansaba su mentón en mi pecho –Pincoya –le decía, y ella no decía nada.

Nos mecíamos al compás de las olas como la había visto hacer por meses, por años, nos mecíamos al compás del latir de un corazón que podía haber sido el mío, el de ella, o el nuestro, y así estuvimos hasta el amanecer, cuando me quedé bailando solo, únicamente con aire entre los brazos.

Cada noche después de eso, la Pincoya apareció. Cada noche, después de la primera noche, la Pincoya bailaba mirando hacia el pueblo, olvidando el mar y de dónde venía; pensando sólo en dónde quería ir. Entonces yo dejaba mi frazada y corría hacía ella, mojándome los pies, los pantalones, incluso el alma, porque sentía que todo lo que ella era –todo el océano- se me metía dentro de las venas, y bailábamos más y más, y decíamos poco, y nos amábamos mucho.

Mi padre comenzó a volver a casa con las redes vacías. Primero una noche, luego dos, luego tres. Le echaba la culpa al clima, o decía que las cosas ya se iban a arreglar. Le daba palmadas amorosas en el hombro a mi madre cuando ésta le contaba que tal y tal señora no habían pasado por la pescadería, y que las había visto caminar cargando paquetes de otra tienda. Los Ramírez no querían creer que la mala suerte había vuelto, así que intentaban ignorarla. Pero hay cosas que son difíciles de ignorar, y una de esas es la falta de dinero, especialmente cuando se tuvo, y ahora no se tiene más.

Por una semana no fui a ver a la Pincoya, creyendo que si no la veía bailar de espaldas al mar, entonces la pesca volvería a ser abundante y las cosas volverían a su orden natural. Pero al corazón no se le puede engañar y al universo tampoco, y la Pincoya seguía bailando en dirección al pueblo, buscándome, extrañándome, y el universo lo sabía y yo también. Así que la pesca siguió siendo escuálida, y yo volví corriendo a buscarla, arrepentido y avergonzado, y dispuesto a terminar todo si eso significaba que ella ya no me buscaría más.

Me gustaría, sin embargo, ver al hombre que fuera capaz de terminar un romance con semejante mujer.

Apenas la vi me sentí nuevamente hipnotizado, y olvidé todo aquello que tan firmemente venía a anunciar. Volé a sus brazos y me olvidé de las danzas lentas y los abrazos tímidos. La besé como nunca antes, y como nunca después. Ella me besó de vuelta, desesperada, como si buscara respirar el oxígeno que había en mi interior; yo la besaba del mismo modo, porque sus labios me quemaban, y sentía que sólo besándola más intensamente podría acallar el dolor.

¿Qué me importaba la pescadería? ¿Qué me importaba mi padre? ¿Qué me importaba nada? Sólo importaba ella, y yo, siempre que ella me quisiera. Viviría en la arena, viviría para las noches, para las danzas y las estrellas.

-Pincoya –le decía, entre besos-, Pincoya...

Bruscamente, el beso perdió fuerza. La Pincoya me soltó y se debilitó en mis brazos, como si alguien la hubiera desenchufado.

-¿Qué pasa? ¿Pincoya, qué te pasa? -pregunté, desesperado. Sus ojos estaban perdiendo el brillo, tornándose completamente negros.

Ella abría la boca pero no podía producir ningún sonido, me miraba desesperada, intentaba decir algo, pero no podía y mientras más lo intentaba más se debilitaba.

-Jo –dijo finalmente, lo dijo como yo decía su nombre, cargado de amor-. Jo.

Y con esa última palabra, su cuerpo se disolvió en agua entre mis brazos, y fue sólo entonces que me di cuenta lo mucho que nos habíamos alejado del mar.

30 декабря 2020 г. 2:39 0 Отчет Добавить Подписаться
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Tamine Rasse Cartes Ella / él / elle. Lesbiana no binarie. 25 años. Vegan, parent of two bunnies, art enthusiast. Escribo fantasía y terror, gotta give you guys the thrills.

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