Hallábame yo sin saber cómo ni cuándo, ni por qué, en
medio de un campo delicioso. Las admirables descripciones
del inmortal poema de Milton apénas podrian dar una idea
de aquel espléndido paraiso por donde yo vagaba, libre como el
Adan bíblico, salvo el traje y la inocencia, y perdido como Dante
en medio del camino de la vida.
Si Milton no podria pintar aquel Eden de mi sueño, ménos lograria
yo hacerlo amontonando esas consabidas frases de aves
canoras, susurros del aura, besos del céfiro, tapiz de la pradera,
murmullo del arroyuelo; frases que son las vulgares lantejuelas
del estilo, y que por más que brillen, nunca igualarán al
resplandor de la magnífica naturaleza.
Baste saber que iba yo andando por un bosque ameno y frondoso,
á la orilla de un clarísimo rio. Iba ya meditabundo y sumergido
en reflexiones, más profundas que el cauce de aquel
rio y ménos serenas que sus limpias y rizadas ondas.
Nada predispone á la meditacion como el silencio y la soledad.
Alfredo de Vigny ha dicho: Seul le silence est grand, tout
le reste est faiblesse. Carlyle cree que debieran levantarse altares
al silencio y á la soledad, porque el pensamiento trabaja
en el silencio y la virtud en la soledad. La Bruyère opina que
todo nuestro mal proviene de no poder estar solos.
Y en efecto, en la soledad nos entregamos á nosotros mismos,
y en el silencio escuchamos nuestra propia voz. Entónces
el mundo de los recuerdos, los fantasmas de las ilusiones y el
panorama de las esperanzas se ofrecen á nuestra vista en confusion
fantástica. El íntimo apocalípsis de nuestro espíritu desarrolla
sus mil visiones ánte nuestra conciencia, nos mecemos
en regiones ultra-mundanas, y acaso entrevemos el símbolo de
nuestros destinos y comprendemos los secretos de nuestra
vida.
Una aspiracion indecible llenaba mi pecho en medio de aquella
soledad. Aquella aspiracion, única divina entre todas las humanas,
tiene un nombre sagrado para todo el que la comprende.
Se llama amor.
Pero no penseis, lectores, que el amor que yo sentia era ese
amor terreno, imperfecto, raquítico, en que el objeto amado
tiene el vulgar nombre de esposa, el prosáico título de novia, ó
de querida: ese amor que lo más bello que tiene son las alas
para volar al capricho de su propia inconstancia.
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El amor que yo sentia, sin estar enamorado, era uno de esos
amores que, demasiado divinos para la pequeñez y brevedad
de la vida, aplaza el creyente para satisfacerle en el Cielo; ese
amor de poeta que se contenta con una oda; ese amor de filó-
sofo que se exhala en una página de psicología, en una
disertacion objetivo-subjetiva sobre el yo y el no-yo; amor de
artista que se exterioriza en las cuatro líneas y cuatro colores
de un cuadro. Era ese amor ideal que todos nos forjamos fuera
del círculo de la realidad, y cuyo tipo nunca encontramos en el
mundo. Sobre todo, era ese comodísimo y económico amor que
le permite á uno vivir con su amada en paz y en gracia de los
hombres, sin llorar ingratitudes ni desengaños; sin encontrar
rivales ni provocar desafíos; sin ser desventurado actor en esas
diarias escenas caseras de la comedia humana, del drama de la
vida y del sainete de las costumbres.
Tal vez tenía yo en aquel bosque una cita con la novia de mi
espíritu, más abstracta que la Idea de Hegel, pues yo sentia,
como he dicho, un amor abstracto, cuyo término concreto buscaba
con afan.
¿Quién, al cruzar un hermoso jardin, no recuerda sus amores?
¿Quién no cree oir el crugido de flotante falda en cada susurro
del viento? ¿Quién, al aspirar el aroma de las flores, no
anhela absorber el perfume de esa viviente flor de deleites que
se llama la boca de una mujer? ¿Quién no sueña en perderse
por largas y sombrías alamedas, de esas que terminan en elegante
escalinata, que á su vez termina ó conduce á marmóreo
palacio; extraviarse dando el brazo á una bella, contándose
mútuamente esas íntimas historias del corazon, tan pequeñas é
insulsas para los indiferentes, tan grandes para los que aman;
historias condensadas en un beso ó finalizadas en un tiernísimo
abrazo?
Yo, que experimento con frecuencia este deliciosa fenómeno
psicológico, gracias á una cierta dósis de poeta que la naturaleza
ha tenido á bien concederme, llamaba, como dejo dicho, á la
soberana de mis amores, á la autócrata de mis deseos; pero aquella
mujer no venía, y buscándola en todas direcciones, y con
creciente afan, me fuí internando hasta perderme en las revueltas
de aquel bosque, cada vez más espeso é intrincado.
De súbito los árboles se despojaron de su verdura y sus troncos
quedaron desnudos como esqueletos inmóviles. Diríase que
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la rigidez de aquellos troncos secos, calcinados y retorcidos,
expresaba la agonía convulsiva, el estertor de aquel mundo
vegetal.
Como en las transformaciones de una decoracion de teatro,
aquellos árboles empezaron á crecer y girar, á confundirse en
grupos; las líneas curvas fueron estirándose hasta degenerar
en rectas; las superficies se unieron y trabaron por medio de
ángulos; las ramas adquirieron formas fantásticas y orgánicas;
los troncos se tornaron en piedra, y en un rápido torbellino todas
aquellas moles, embrionarias aún, informes, se distribuyeron,
se atrajeron, se rechazaron, se encajaron unas en otras, y,
como un caos que oye la voz de un fiat ordenador, se fundieron
por último, dando el ser á una inmensa, interminable, asombrosa
catedral gótica. Del bosque, ese gótico de la naturaleza, pasé
á la catedral gótica, ese bosque del arte humano.
La pluma-cincel de Víctor Hugo, los versos de Zorrilla, el lá-
piz atrevido de Gustavo Doré, la fantasía de Hoffman, serian
impotentes para describir con palabras ó representar con líneas
la magnificencia, la inmensidad prodigiosa de aquella catedral
soñada. Aunque de forma gótica, su arquitectura, heteró-
clita é indefinible, se apartaba de las leyes comunes y conocidas
de la construcción. Su geometría era fantástica: las lineas
brotaban por saltos, nacían no sé dónde, y perdíanse tan lejanas,
que sólo el infinito podia limitar y contener sus enormes
trazados. A pesar de su apariencia gótica, no había allí formas
concretas ni estilos definidos. El artista, el crítico, hubieran allí
encontrado tantas incorrecciones como magnificencias.
¡Pero qué conjunto! ¡Qué vertiginosa inmensidad! ¿Era aquello
un edificio ó una montaña? Porque aquella era una arquitectura
montañosa. Sólo los Titanes pudieran levantar y colocar
aquellas moles. Sólo los brazos que pusieron el Osa sobre el
Pelion para escalar el Olimpo, podrían mover el menor de sus
sillares. Sólo los ángeles caídos del Pandemonium pudieran,
confiados en sus alas, resistir aquellas alturas, trazar aquellos
arcos, aquellas líneas sin términos.
Aquel edificio nefelóide era de aire y de granito. Por lo vaporoso
era niebla que iba á disiparse al soplo más ligero; por lo
sólido parecia diamante destinado á resistir á la lima de los siglos,
á la pesadumbre de las eternidades. La inmensidad era su
altura, el espacio su longitud, el vacío su asiento. Sobre estas
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tres indeterminaciones de la ettension, levantábase aquel monumento
sin bases, aquella estática sin equilibrios, aquella dinámica
sin fuerzas, aquella especie de orgía de líneas, desenfreno
de formas, extravagancia de un ideal artístico que sólo
en sueños se concibe y se imagina. Y sin embargo, todo aquello
se armonizaba en un conjunto maravilloso, en una síntesis deslumbradora,
causando admiracion y miedo, porque hay admiraciones
que asustan, magnificencias que aterran.
El edificio nadaba en luz, ó, mejor dicho, estaba saturado de
luz y de aire, hasta el punto que se hubiera dicho que aire era
su esencia y luz su forma.
¿Era aquello una heliópolis, una ciudad del sol desprendida
de aquel astro y perdida en los espacios, ó era en realidad una
catedral gótica levantada por hombres?
Aquella catedral no era, ciertamente, la morada de esos santos
de piedra que reposan á la luz de moribundas lámparas; ni
era el asilo de los creyentes, ni el puerto de los náufragos de la
vida que buscan las playas de un cielo. No debian allí resonar
esos místicos acordes del órgano con que los hombres pretenden
hablar con los dioses, ni las plegarias del afligido, ni el
llanto de los arrepentidos, ni el coro de los sacerdotes. Aquella
catedral tenía algo vivo, palpitante, sensual, que la hacía más
bien mansion de los silfos que viven en un rayo de sol, de los
asouras indios, de las hadas, de los amores, de esos séres fantásticos
que ha creado la mitología diabólico-pagana de la
Edad Media; de todos, ménos de hombres que se componen de
unos cuantos átomos de arcilla, viven unos cuantos instantes y
mueren para siempre.
Si el placer fuera una deidad, aquel sería su palacio y su templo;
allí la alegría sería el éxtasis, y la cancion plegaria; la lira
del poeta resonaria en lugar del órgano; la risa reemplazaría á
las lágrimas; á la contemplacion, al ilapso del asceta, sucederian
los brindis del libertino.
Las dos torres que en el templo gótico parecen misteriosas
escalas de Jacob, por donde lo humano sube al Cielo y lo divino
baja á la tierra, en aquella catedral parecian dos pedestales,
sobre los que debian colocarse las estátuas de la Vida y del
Deleite.
Lleno de asombro penetré en aquel extraño edificio, y en vez
de hallarme bajo las bóvedas de un templo, me encontré en
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medio de un patio cuadrado, en uno de cuyos frentes habia una
gran puerta.
Dirigíme hácia ella, pasé el umbral, y una inmensa é interminable
galería egipcia se ofreció á mi vista.
Extraño contraste ofrecian aquellas dos arquitecturas tan opuestas.
La gótica, la arquitectura del movimiento, de las curvas,
de los colores, de los caprichos, de la animacion, es la arquitectura
de la vida. La egipcia es la de la inmovilidad, la de la
solidez, la arquitectura fúnebre, sepulcral, la arquitectura de la
muerte. Uniforme como los planos de los horizontes egipcios,
monótona como su cielo sin nubes, levanta pirámides inmóviles
como montañas; en sus hipogeos construye palacios-tumbas,
necrópolis, especies de momias de piedra, habitados de momias
humanas. En sus colosales esfinges hasta petrifica la expresion
de las ideas y el movimiento de la vida. Aquella arquitectura
que parece estar embalsamada para resistir á la podredumbre
del tiempo, aquella arquitectura, que podriamos llamar
eternitaria, pues en sus obras vemos la eternidad arquitecturada,
ó la arquitectura eternizada, es el arte de la muerte que deposita
su ideal dentro de las urnas sepulcrales.
Estático miraba yo aquella galería sostenida por columnas
poligonales unas y de forma de palmera otras. Entre columna y
columna una esfinge parecia desafiarme á descifrar el impenetrable
secreto de los infinitos geroglíficos grabados en los muros
y en los techos. Era tan inmensa aquella galería, que diríase
haber sido fabricada por los apophis, aquellos gigantes de la
tradicion egipcia, y tan desmesuradas eran aquellas esfinges,
que no parecian talladas por manos humanas: más bien parecí-
an haber sido engendradas por las nueve divinidades masculinas,
y concebidas por las diez y seis femeninas de la fecunda
mitología de los adoradores de Osiris.
En medio de aquel inerte mundo de piedra encontrábame yo
poseido de aquel secreto terror religioso, de aquella desidaimonia
que los Griegos sentían al entrar en sus templos. Y sin
embargo de la impresion que me causaba aquella estancia, no
era el sentido de aquellos geroglificos el que me preocupaba.
Las esfinges, guardadoras de secretos, no podrían todas ellas
reunidas descifrar el que yo guardaba en mi pecho. Sólo un sér
vivo, animado, inteligente, podría comprender la aspiracion de
mi alma y explicar los enigmas del ideal que yo buscaba.
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De pronto detuve mi marcha. Al pié de una de aquellas esfinges
vi un objeto informe que se movia. Allí habia, pues, algo vivo
y sensible en medio de aquella marmórea inmovilidad.
Acerquéme con curiosidad.
Una mujer sentada en el suelo, acurrucada, con la cabeza
oculta entre las rodillas, yacía al lado del biforme coloso; y aparecia
tan pequeña, que se la hubiera tomado por un átomo vivo
al lado de un mundo muerto.
Levantó la cabeza y me miró.
Quisiera yo que mi pluma pudiese dar una idea de la extraña
criatura que se ofreció á mi vista.
Era aquella mujer una vieja, pero tan vieja, tan decrépita, tan
seca, tan arrugada, que debió haber nacido al construirse aquella
antiquísima galería, y su edad podria contarse por siglos.
Habia algo de la solidez é insensibilidad de la piedra en aquellos
huesos angulosos, en aquellas carnes acartonadas, cuasi
metálicas. Sólo la mano de los siglos podria trazar arrugas tan
hondas como las de su frente.
Su traje era un monton de harapos que apénas cubrían sus
formas, tan destrozados, tan repugnantes, que causaban asco y
horror. Hubiérase dicho que, como Cakyamuny, el gran apóstol
de Budha, aquella mujer se habia vestido con el traje de un
muerto, porque aquellos harapos no estaban sucios, sino podridos.
Cuasi se sentia fermentar en ellos los gusanos de la tumba
y se percibía el hedor de la podredumbre.
Su deformidad era indescriptible. Aquel rostro parecia reirse
de su propia exageracion, avergonzarse de su propia fealdad,
asustarse de su propia expresion, cual si se mirase en un espejo.
Aquella boca negra y sin dientes, aquella nariz carcomida y
sin líneas que la distinguieran, aquellas mejillas hundidas como
dos simas, aquellos cabellos encrespados, empolvados y ásperos
como la maleza de un campo maldito; aquellas manos crispadas,
callosas, negras, cuasi vegetales, pues pudieran confundirse
con ramas secas de un árbol abrasado; aquella tez de
pergamino bronceado y tomado con el hollin de las edades, todo
aquello formaba un conjunto tan extraño, que causaba espanto
y admiracion. Era la sublimidad de lo deforme y de lo
asqueroso.
¿Era aquella mujer una harpía? ¿Era una mómia resucitada y
esperando la consumacion de largas expiaciones? ¿Era el alma
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de alguna de aquellas esfinges, que cansada de su eterno reposo,
salía á moverse por el mundo? ¿Era la guardiana de aquellas
regiones sepulcrales? ¿El spiritus rector de aquel mundo?
No lo sé; pero aquella figura desde luego revelaba no pertenecer
al mundo de la humanidad.
Levantóse encorvada como quien se levanta de una inmovilidad
de siglos; vaciló, tembló y se agarró con sus huesudas manos
al pedestal de la esfinge con tanto vigor cual si intentase
clavar sus uñas en la durísima piedra.
Sin duda alguna era una bruja, ó, por lo ménos, tal era su aspecto.
Como en el Macbeth de Shakespeare, cuasi esperaba
oirla exclamar:
"All hail, Macbeth, that shalt be king hereafter."
Con una voz, que parecia salir de una caverna, voz débil,
temblorosa, pero no exenta de cierta dulzura y armonía, me dijo:
— ¿Qué buscas?
— No lo sé, respondí retrocediendo cuasi espantado.
— ¿No lo sabes? respondió: pues yo lo sé. Tú buscas el amor;
tú buscas el ideal. Amame, porque yo sé amar. Sigueme, porque
yo poseo el ideal. Mírame.
Separando entónces los cabellos de su frente, levantó su cabeza
y clavó en mi una mirada tan penetrante, que llegó al fondo
de mi alma; y como una descarga eléctrica, conmovió todas
las fibras de mi corazón.
No imagine el lector que la bruja se trasformó en hermosísima
mujer, como acontecer suele en los cuentos encantados.
No: la vieja aparecia todavía más deforme y repugnante; pero
su mirada era un rayo de luz divina, y sus ojos eran de una belleza
incomparable.
Como un prisionero que desde un inmundo calabozo mirase
por el agujero de la cerradura, y desde allí viese un Paraíso, así
mirando aquel rostro, al través de sus ojos se vislumbraba el
Edén de los amores, la pátria de la belleza.
Aquellos ojos eran indescriptibles. Sus pupilas no miraban;
devoraban, palpitaban, atraian, fascinaban. Claros, grandes,
circundados de largas pestañas, brillaba en ellos el fuego de todas
las pasiones, la dulzura de todos los deleites, el arrebato
de todos los delirios, la calma de todas las bondades, el
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esplendor de la inteligencia, la serenidad del éxtasis, la limpidez
de la virginidad, el candor de la inocencia. Todas las antinomias
del espíritu tenían allí su expresion más viva y sublime.
Aquellas dos pupilas eran una quinta esencia, un poema de todos
los sentimientos sintetizados en una sola apariencia; una
armonía de todas las voces del alma, resonando en un sólo
acorde; todos los colores de la hermosura concentrados en el
rayo deslumbrador de una mirada. Radiantes como el día, deslumbraban;
oscuros como la noche, perdian; melancólicos como
el crepúsculo, entristecian á quien los miraba un instante.
Eran aquellos unos ojos-océanos que retrataban todas las
tempestades del sér; ojos-abismos que mareaban; ojos-torbellinos
que arrastraban; ojos-lámparas que alumbraban. Tenian
iman, calor, magnetismo, aspir y todas las atracciones capaces
de encadenar la voluntad.
Nada más extraño que ver tanta vida y expresion reconcentradas
en aquellos dos puntos brillantes, astros de amor, hogueras
divinas de un fuego más sagrado que el de las vestales, y
que consumía al alma enamorada. Sólo ellos hacían hermosa á
aquella mujer deforme y asquerosa. Fijándose en ellos, ni se
reparaba el resto de tan horrible criatura. Comprendíase que
dentro de aquella fealdad se albergaba algo maravillosamente
bello; que aquella vejez era el tosco estuche que guardaba una
juventud eterna; aquella corteza encubría una flor purísima;
aquella concha atesoraba una riquísima perla; aquella bruja,
en fin, contenía una diosa.
Echó á andar la bruja, y con el imperio y atracción de su mirada
me arrastró tras de sí. Penetró por un hueco de las paredes,
y nos hallamos en una habitación espaciosa, pero tan negra
y envuelta en sombras, que no se distinguían sus términos
ni apreciaban sus dimensiones.
Sólo un rayo de luz crepuscular penetraba por la techumbre,
viniendo á caer perpendicular sobre una especie de diván, de
forma y color indefinidos, y colocados, al parecer, en el centro
de la estancia.
No había, pues, los consabidos crisoles, retortas, esqueletos,
tarros, pucheros á la lumbre, gatos ó monos, que, de ordinario,
son el mueblaje y adorno de toda mansión de bruja. La sombra
parecía ser el único adorno de aquella morada á la que el dios
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egipcio Athyr parecía haber adornado con las tinieblas de que
era númen y dispensador.
En uno de los ángulos divisé, á poco, una fragua apagada, y
junto á ella un hombre atlético, tiznado, negro, que sobre un
yunque martillaba pausadamente y daba forma á una llave que
tenía en la mano izquierda.
Sentóse la bruja sobre el diván y su mirada resplandecía más
enmedio de aquella oscuridad.
Fascinado, enamorado de aquella mirada irresistible, me precipité
en los brazos de aquel monstruo.
A mis abrazos frenéticos respondió ella con abrazos cuasi desesperados.
Hubiérase dicho que con ellos intentaba
ahogarme.
Yo la acariciaba y la besaba con afán, porque la hermosura
de sus ojos me hacía ciego para sus deformidades. Como un
avaro que palpara un tesoro enmedio de un inmundo basurero;
como un sabio que sintiese bullir el secreto de la vida dentro
de un hediondo cadáver, así yo sentía que tenía entre mis brazos
un ser divino envuelto en aquella forma diabólica, y apretaba
con todas mis fuerzas como para romper aquella cubierta,
para quebrantar aquel cuerpo, sepulcro de otro cuerpo, y poseer
los tesoros de amor allí escondidos. Al revés de Verónica en
el Albertus dé Teófilo Gautier, yo sentia que la bruja iba á tornarse
jóven, hermosa, y por eso la acariciaba, la estrechaba,
entregándome á todos los trasportes del más vivo deseo y del
amor más sublime.
Jamás en la realidad de la vida, en el termómetro de la pasión,
he encontrado un ardor, una vehemencia como la de aquel
sér que me oprimía con una fuerza nerviosa y descomunal.
Nuestra union era una gimnasia erótica capaz de agotar las
fuerzas de un centauro, el apetito de un sátiro y el amor infinito
de un querubin.
Cuando estaba en la plenitud del arrebato, y ébrio con la
esencia de aquellos ojos, vi que desaparecieron como una luz
que se apaga, y me encontré sólo, abrazando las inmundas vestiduras
de aquella gorgona extraordinaria. Arrójelas con asco y
rabia, que el caso no era para ménos, y entónces, acercándose
á mi el negro cíclope de aquel Averno, me presentó la llave que
antes trabajaba, y con un largo dedo, que él sólo tendría la
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fuerza de un robusto brazo, me indicó una puertecita baja y sú-
cia que había en un ángulo de la estancia.
Tomé la llave, me dirigí á la puerta, y como un César,
Llegué, abrí, entré.
Un salón, de cuya magnificencia y belleza no es posible dar
idea, se ofreció á mis ojos. No habia en él muebles de formas
conocidas. Su ornamentación consistía en una especie de
amontonamiento, vago y vaporoso, de colores, objetos, transparencias,
planos vistosos, tapices, arañas y cuanto pueda idear
un arte sin reglas ayúdado por un lujo sin medida. Suponed todos
los objetos más bellos de la tierra convertidos en una especie
de mar de arabescos y de líneas, donde, como en la paleta
de un pintor, se ven reunidos todos los colores, y la fantasía
traza á su antojo formas imaginarias, y apenas tendréis una
idea de aquel salón, á cuya descripción renuncio, como se renuncia
á todo lo imposible. Sólo diré que los objetos que contenia
eran tan impalpables, tan abstractos, si se me permite la
frase, que bien revelaban pertenecer aquel recinto á regiones
metafísicas, á un país de esos cuyos mapas sólo han dibujado
los divinos geógrafos que se llaman poetas ó filósofos.
En el centro, de pié, magestuosa, radiante como Beatriz en el
Paraíso, hallábase una mujer de prodigiosa hermosura.
¿Seria aquella mujer la dama de mis eternos amores, la Dulcinea
de mi locura? ¿La que, sin conocerla, ni haberla visto jamás,
buscaba yo por el bosque? Indudablemente sí.
Sobre su forma humana resplandecía algo divino, ideal, artístico,
superior á la mortalidad.
Sus ojos me bastará, para describirlos, decir que eran los
mismos de la bruja, pero luciendo amorosos y risueños sobre el
rostro más augusto y más resplandeciente de hermosura.
Los contornos de aquella mujer hubieran enloquecido á
Fidias.
Todo el arte griego se eclipsaría ante tan maravillosa corrección,
ante aquella viva estatua del ideal.
Van-Dyck no hubiera hallado colores para pintar la rosada
blancura de sus carnes, que parecían mármol animado. Sí, aquellas
carnes debían ser de esencia inmaterial, destinada á no
marchitarse, á no empañarse, á no morir jamás.
La forma de aquella mujer sin igual tenia un no sé qué, una
aureola de algo que vivía en torno suyo; una como sensibilidad
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externa, un cierto fluido, por decirlo así, inteligente, que circulaba
por sus venas como la sangre de los seres inmateriales, de
tal modo, que con el gran poeta Shelley hubiérase dicho que
hasta su cuerpo pensaba.
"so divinely wrougth,
"That you migth almost say his body thougth."
Sus magníficos cabellos se enlazaban á su cabeza en graciosas
trenzas ó caían en flotantes rizos.
Su rostro era el conjunto de todas las perfecciones, el plasmo
de todas las hermosuras. No sólo resplandecía en él la hermosura,
sino la gracia.
«Et la grâce plus belle encore que la beauté.»
La gracia, más hermosa que la misma hermosura, como dice
Lafontaine. La gracia, que viene á ser la vida de la forma, el
perfume de los encantos, el sonido de las armonías de un rostro,
la chispa, en fin, que anima hasta el mármol insensible y
helado.
A aquella mujer la Escultura le hubiera tomado como su prototipo;
la Pintura hubiera hecho de ella su modelo único; la Arquitectura
la hubiera levantado templos. Fausto se hubiera
abrazado á ella, y la hubiera llamado la Verdad. Don Juan Tenorio,
al verla, hubiera puesto fin á la interminable lista de sus
conquistas, se hubiera postrado con respeto, él que nada repetaba;
la hubiera adorado, él que no amaba nada, y la hubiera
llamado el Amor. Napoleón hubiera arrojado sus laureles y la
hubiera llamado la Gloria; la Filosofía la hubiera llamado Bien,
la Poesía Inspiración, la Ambición Fortuna.
Yo la llamaba mi ideal.
En aquella estancia y al lado de aquella mujer, sentíame yo
transportado al Nirvana de los budhistas, donde cesa todo dolor;
al Paraíso de Mahoma, donde se goza todo deleite; al Cielo
cristiano que promete la realidad de todas las esperanzas, la
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satisfacción de todos los amores y el secreto de todas las
verdades
Si extremosos fueron mis arrebatos con la bruja, fácil es calcular
lo que serían al lado de aquella mujer divina y adorada.
Uno á uno fueron apareciendo los encantos de su desnudez
expléndida.
Nuestras caricias eran frenesí. Á un beso prolongado como
ciento, sucedían ciento breves como uno.
Ya no había forma alguna velada. Hallábame en la plenitud
del goce y de la admiración; toda su hermosura la abarcaba en
una mirada, todo su cuerpo le poseía en un abrazo, toda su alma
la aspiraba en una caricia.
Á aquel pugilato de amor, absorción de dos deseos, apoplegía
de deleite, fiebre de sensaciones, virginidad de dos almas que
la pierden, convulsión de dos cuerpos que se identifican, sucedió
al fin la deliciosa tranquilidad de los amores satisfechos.
Entonces la hermosa se puso de pié, y recobrando la majestad
y el reposo de su actitud primera, la calma de la contemplación
después de la tempestad de amor, llevándose una mano
al cuello me dijo:
— Mira.
Fijé la vista y vi alrededor de su cuello, sobre la tabla
blanquísima de su pecho, y en torno de sus magníficos hombros,
una especie de collar de oro que se enlazaba en repetidas
vueltas.
— Lee, me dijo, señalando al collar.
Noté, en efecto, que aquel collar de oro estaba formado de
caracteres, de geroglíficos semejantes á los de la galería egipcia.
Púseme á examinarlos, mirándolos en todos sentidos y tratando
de descifrarlos.
Momentos hubo en que me parecía que los signos se tornaban
en letras para mi conocidas, y estaba á punto de leer su
contenido; pero en seguida se borraban, se desvanecían, apareciendo
más impenetrables y confusos cada vez.
Si por acaso separaba uu momento la vista, la hermosa me
repetia con imperio: «lee», y entonces yo redoblaba mis esfuerzos
inútiles para descifrar los extraños caracteres. Fuí á tocarlos
y noté que no estaban superpuestos, sino adheridos á las
carnes. Sorprendido, palpé de nuevo aquellos signos y aquellas
carnes, y las sentí endurecidas y frias como el mármol.
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Indudablemente, aquella mujer se condensaba hasta convertirse
en estatua.
«Lee», volvió á repetir, con tal imperio, que torné á examinar
los signos, con tanta atención, con tanta curiosidad, con tanta
angustia, que dando un hondo suspiro, frotándome los ojos y
haciendo un esfuerzo supremo…
Desperté.
Sólo dormido podia yo tener aquella visión dantesca; pero só-
lo despierto podia comprender el significado de aquellos signos
y el simbolismo de mi ensueño.
¿Fué éste un desvarío de mi razón dormida, un capricho de
mi cerebro exaltado, ó fué la revelación de un espíritu que iluminó
mi entendimiento, acrecentó las potencias creadoras de
mi imaginación, y me ofreció la leyenda de la vida en las pasajeras
imágenes de un ensueño?
El bosque frondoso ¿no era el emblema de la juventud, durante
la cual todo es perfumes y flores, todo naturaleza y lozanía,
y en la cual se pierde uno sin rumbo en el jardín de las ilusiones
y de las esperanzas?
La catedral ¿no representa la edad en que, más tarde, penetramos
en los castillos que en el aire forjó nuestra fantasía?
¿No era aquella galería egipcia imagen de la vejez, de esa
edad en que el desengaño petrifica el corazón, y en que el alma
cansada se posa inmóvil é insensible como una esfinge que
guarda el amargo secreto de la experiencia? La galería egipcia
¿no era el camino de la muerte por donde la vida cruza de la
nada de su origen á la nada de su fin?
La bruja deforme y la mujer divina ¿no eran la personificación
de lo Real y lo Ideal de la vida; de esos dos principios opuestos,
cuya contradicción, cuya lucha constituyen la grandeza
ó la pequeñez, la desesperación ó la alegría, el martirio ó el triunfo,
el infortunio ó la dicha del corazón humano?
La realidad viene á ser la bruja espantosa, el esqueleto cubierto
de los harapos de nuestra propia miseria. Si nos abrazamos
estrechamente á esa bruja, dentro de ella sentirémos bullir
un ideal oculto, un quid ignotum.
Sólo el que se atreve á fijar sus ojos en los ojos de la bruja, y
logre ver en ellos dos faros celestes; sólo quien comprenda en
su mirada los mundos de amor, poesía y hermosura que se encubren
bajó su repugnante fealdad; sólo el que ame la forma
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de la carne, porque en ella sienta circular la savia del espíritu;
sólo el que comprenda que la vida es más grande por lo que esconde
que por lo que ostenta; sólo el que en el extremecimiento
de la sensualidad sienta los éxtasis del idealismo, sólo ese se
abrazará con amor al monstruo de la vida, y logrará, como yo
en mi sueno, vencer, á la bruja, extraer sus divinas esencias,
aniquilarla con sus esfuerzos, arrojar como despojó del triunfo
los harapod de las carnales miserias, y con la llave del sentimiento,
penetrar en las encantadas regiones, donde encontrará,
bajo el aspecto de cuanto ama y apetece, la divina Innominada
que todos perseguimos y adoramos; la Felicidad, esa esposa
que sólo nos concede una caricia en la vida; pero que en esa
caricia recompensa todos nuestros padecimientos y endulza todas
nuestras amarguras.
¿Significaba quizás mi sueño que el ideal sólo se conquista
con el abrazo de la muerte, y sólo se encuentra más allá de la
vida, en las regiones del espíritu puro, si es que tales regiones
pueden existir?
¿Significaba, tal vez, que el ideal de la vida es el abrazo de
dos seres que se aman?
Toda la ciencia de la oneiromancia no bastaría para determinar
la significación de mi sueño.
Yo sólo sé que por él alcancé el ideal que buscaba y la felicidad
de un momento cuyo solo recuerdo engrandece mi vida.
Si hay un cielo que ofrezca para siempre la ventura de aquel
momento, no hay en la tierra mérito, virtud ni sacrificios suficientes
para merecerle.
Mi sueño fué más que un sueño: fué un problema resuelto;
fué el enigma de la felicidad descifrado por aquella bruja.
Por eso nunca olvidaré aquel ser fantástico á quien, por la dicha
que me ofreció, creo haber llamado con razón y fundamento
la Bruja del Ideal.
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