“La clave del fracaso”
I
Estaba solo, completamente solo en la habitación de aquella fría pensión. Miraba hacia el techo de la habitación e imaginaba en sus grietas escenas fantásticas que jamás ocurrieron. Me puse detenidamente a observarlas y descubrí a un caballero andante asestando un severo golpe de lanza sobre la barriga de un fiero dragón. Imaginé una doncella esperando ser rescatada en una cueva vil y nauseabunda. En un rincón de la habitación permanecía el castillo entre las sombras. Las luces del bulevar, a través de los visillos, eran las estrellas fulgurantes. Parecía mágico transportarse por unos momentos a una Europa medieval. Pero, ¿qué era yo por entonces?: un desgraciado. ¿Qué sería yo en esa época?, ¿un siervo de la gleba, tal vez? No, yo sería un caballero feudal. Serviría a mi señor y cabalgaría en un corcel plateado. Tendría una dama, la señora de mis pensamientos y lucharía en pos de una idea: salvaguardar la fe del imperio. Pero heme aquí que no guardaba en mí más que la desesperanza, el desasosiego, el malestar. Mi señor me había despedido hacía una semana, sin derecho a paro; la señora de mis pensamientos se había marchado con un conductor de camiones, y en cuanto a mi fe, hacía tiempo que la había ahogado en un vaso de whisky.
¿Quién era yo entonces? Un acabado. Me quedaba poco dinero ya, el justo para pagar la habitación ese mes y malvivir durante unas semanas.
¿Qué me quedaba por vender? Pocas cosas: las últimas y las más valiosas: el reloj de oro de papá, la única herencia que me dejó y algunos libros de cuando todavía soñaba con ser profesor en la facultad. Bebí con serenidad de aquel vaso macilento y pensé que quizá también el alcohol lo debía racionar. Sentí deseos de vomitar aquella mezcla de alcohol y restos de no se sabe qué, pero me contuve. Era la única ración que tenía para ese día. Me puse a pensar la manera de salir de aquel laberinto. Ni siquiera Ariadna me podría ayudar con su hilo magnífico. Estaba destinado a ser devorado por el cruel Minotauro de la sociedad. La ruina total se acercaba hasta mí a pasos agigantados. Y yo, ¿qué podía hacer sino esperarla con los brazos abiertos? En ese momento deseaba tanto una luz al final del túnel. ¿Por qué no existía para mí un hada madrina como la Cenicienta y, en cambio sí una madrastra como la casera? Qué demonio de mujer. Fiel a su cita mensual, como la muerte que no espera al moribundo, se acercaba con su guadaña y su perro Cancerbero hasta mi puerta para exigir su mensualidad. Era para mí parecida a una lamia, una furia, una gárgola. Su figura, encorvada por los años y la maldad, se movía lentamente, apoyada en su bastón. Se le oía acercarse con pasos lentos y seguros, como el pirata Morgan. Yo me veía atado al palo mayor o maniatado, a punto de caer por la borda y ser presa de los tiburones. Pegaban a la puerta. Seguro que era ella. Me hacía el sordo. Tal vez se marcharía. Insistían. Tenía que abrir. Aquel monstruo era capaz de echar la puerta abajo.
II
Salí un rato a pasear por las calles semidesiertas. Era media tarde. Las hojas del otoño tapizaban las aceras. Como si de un castigo de los dioses se tratara, los barrenderos recogían sin cesar las hojas. Era inevitable. Mañana el suelo se volvería a cubrir de hojas.
Necesitaba el viento de la tarde, el sol ya no hería mis pupilas. Me senté en un banco del parque y oí a lo lejos el sonido de los músicos ambulantes. Un hombre mayor, de aspecto desaseado, se acercó y se sentó también en el banco. Abrió un periódico sucio y ajado y se puso a leerlo. El aire acercaba hasta mí un olor a basura y desencanto. El hombre sacó del bolsillo izquierdo un bocadillo envuelto en papel de periódico. Después de ofrecerme un poco, a lo cual me negué cortésmente, se dispuso a devorarlo en cuestión de unos minutos. Su hambre era el hambre de los pobres, el hambre sin mañana y sin pasado, el hambre del presente sin fronteras. Al verlo contemplé la realidad del desencanto y me vi a mí mismo reflejado. Me contuve por unos instantes para no vomitar y despidiéndome de aquel hombre me alejé de allí con las manos en los bolsillos, una lata de cerveza vacía recibió el impacto de mi patada. Tenía que salir de allí, pero ¿cómo? Alguien me había cerrado la puerta a toda esperanza y se había tragado la llave. Necesitaba un cambio radical en mi vida, un pequeño giro que variara la trayectoria de aquel misil directo al blanco de la nada. Mientras, mi mente daba vueltas a estas y otras sandeces, un hombre se acercó hasta mí y, al verme pensativo y cabizbajo me preguntó:
Sorprendido, levanté la cabeza para observarlo y contesté:
Le acompañé. Nada tenía que perder y, en cambio, mucho que ganar. Por lo pronto volvería a casa bien cenado y eso para mí era por aquel entonces un serio logro.
III
IV
Muy pronto iba a lamentar las palabras que había dicho a aquel hombre en el restaurante. Mi fortuna parecía haberme sonreído, pero más bien con la sonrisa del gato Cheshire del cuento de Alicia. Y digo esto porque aunque mi situación económica empezó a mejorar, mi estado emocional comenzó a resentirse, sintiendo sobre mí los primeros golpes del stress. En mi interior sólo existía una idea: debía luchar contra la indolencia del pasado y hundirme en el desafío del presente, ser mejor que yo, ser mejor que los demás, ser un triunfador. Era demasiada la carga que pesaba sobre mis espaldas y aun así me esforzaba por continuar. Parecía que mi batería emocional había sido cargada al máximo con pilas alcalinas de larga duración. Mi mente y mi cuerpo al unísono luchaban y luchaban por continuar. Fueron semanas de duro y excitante trabajo. Yo anhelaba continuar, quería más y más, era todo un “workholic”, un obseso del trabajo. Pero no contaba con que el cuerpo tenía un límite. Pronto lo descubriría. El coloso se desplomó ante el ataque inesperado del cansancio.
Mientras me daba una palmadita en la espalda, sosteniendo un puro habano en su mano derecha y echando el humo hacia los demás empleados, estos me miraban con ojos de ira y de envidia. Desde ese día me había convertido en una especie de odioso elemento para mis compañeros. ¿Qué era yo?: un gusano, un pusilánime, una pieza robótica y efectiva en aquella empresa. Eso les producía desconcierto. Necesitaban una huelga general para exigir mayores salarios y más periodos de descanso y yo no encajaba en ninguna forma en aquella maquinación. Estaba de más.
Yo apenas si oía sus palabras. Estaba demasiado absorto en mi trabajo. Una tras otra pasaban ante mí las muñecas por la cinta trasportadora, y yo les iba poniendo los ojos, el pelo, las braguitas. Me sentía Dios creando a los hombres.
V
Estaba coronando la cima del éxito, estaba probando las mieles de la victoria. Mi trabajo, aunque monótono y cansado, ocupaba todo el espacio que la desidia y la ansiedad hiciesen antaño. Yo era el rey de la Creación, era el hombre laureado por el trabajo. Mi sudor y mis lágrimas habían dado frutos. El sociólogo había perdido la partida. Sentía en mis carnes la trasmutación: ya no era un fracasado, me había convertido en un triunfador, por lo menos eso era lo que pensaba yo por entonces. No me daba cuenta, sin embargo, de lo solo que se puede llegar a estar cuando se corona esa cima del éxito. Mis compañeros me fueron abandonando uno a uno. Ahora convertido en jefe de ventas (recordaba mis principios en la empresa como operario): buen traje, coche a la puerta y secretaria, sentía que la vida, por fin, me había mirado con ojos sonrientes y que jamás volvería a la oscura y fría soledad de mi buhardilla en el bulevar.
Eso creía yo. Pero un día me di cuenta de la realidad. ¿En qué me había convertido? En un rico y solitario jefe se empresa, volví a refugiarme en la bebida, pero esta vez el whisky era auténtico escocés y el vaso reluciente. Daba igual. Las sombras de la habitación volvían a sugerirme figuras fantásticas. Pero esta vez eran gigantes que amenazaban con matarme. Era el fantasma de la insatisfacción que volvía a cernirse sobre mí. Pero ahora ¿por qué?, si lo tenía todo. Nada me faltaba. Sin embargo, algo me decía que no había encontrado todavía lo que buscaba. Esa noche no pude dormir pensando en todo lo que había sucedido y, en especial, recordé la entrevista con el sociólogo. Aparentemente había sido yo el que había ganado la apuesta, pero ¿era realmente un triunfador? En realidad seguía siendo un fracasado. Había coronado la cima del éxito pero ¿sabía mantenerme en él? Ese era realmente el reto.
Quise hablar de nuevo con él para contarle todo lo que había pensado al respecto, pero sentí escrúpulos. ¿Debía confesarle que, en realidad, era un fracasado en todos los terrenos? Fueron más fuertes mis deseos de confesar la verdad y le llamé al día siguiente. Quedé con él para comer en el mismo restaurante, pero esta vez le invité yo. Acudió a la cita un tanto desconcertado, aduciendo que su teoría había fallado, ya que al parecer yo había conseguido el éxito. Cuando le confesé que estaba equivocado se quedó todavía más perplejo.
VI
De vez en cuando volvía a alquilar la habitación de la pensión del bulevar y me quedaba horas y horas recostado en el catre, mirando hacia el techo. Aquello era realmente lo que me hacía evadirme de la realidad. El fin de semana era sólo para mí y en aquella habitación imaginaba mi triste existencia, solo, apenado, sin nadie a quien contar mis penas. Sorbía de aquel vaso mugriento los restos del whisky, mezclado con no se sabe qué cosas. Y volvía a mirar al techo e imaginaba en sus grietas escenas fantásticas que jamás ocurrieron. Descubría asestando un severo golpe de lanza sobre la barriga hedionda de un fiero dragón. Imaginaba una doncella esperando ser rescatada en una cueva vil y nauseabunda. En un rincón de la habitación permanecía el castillo entre las sombras. Las luces del bulevar, a través de los visillos, eran las estrellas fulgurantes. Parecía mágico trasportarse por unos momentos a una Europa medieval.
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