Historia ganadora de la Convocatoria Internacional de Cuento 2020: "Enfermedades", del grupo literario Los Cuentacuentos*, (publicada en el libro homónimo resultado de concurso).
En México, la violencia y el narcotráfico cuestan miles de vidas año con año. Esta historia se inspira en el horror que se vive a diario en mi país, aunado a la crisis de la pandemia.
Dedicado con aprecio a mis amigos de escritura, los miembros de La Guarida del Wendigo: por la reivindicación de los fantasmas de barrio...
Desde hace dos semanas que el extraño llegó a la casa. Nadie sabe quién es, ni qué quiere o por qué no se marcha de una vez. Invade nuestros espacios, nos acosa con sus miradas y nos aterra con su presencia. No entendemos cómo deshacernos de él, pero la cosa es que nos lo trajimos por accidente, sin saber que venía con nosotros… Ahora apenas ubico que su historia se entrelaza con nuestra desgracia, nuestro dolor, y muchas otras cosas que también nos rebasan.
Mi madre falleció el pasado quince de noviembre en el Hospital General a causa del virus. Todos quedamos devastados, tenía casi cincuenta años, risueña de toda la vida pese a las penas, pero de carácter duro cuando se ameritaba un regaño o un castigo si alguno de nosotros hacía una pendejada.
En total, somos cuatro hermanos: Lupita, la más grande, ya tiene novio pero todavía no se sale de la casa y él viene a visitarla. Le sigue Norma, la única que hizo licenciatura, orgullo eterno de mi madre; ya estaba en trámites de titularse desde junio, pero se retrasó por el desmadre del virus, había conseguido empleo en una oficina de recursos humanos pero a la semana le dijeron que siempre ya no. Los últimos somos Jorge y yo, nacidos del mismo embarazo, nomás hicimos la prepa y empezamos a chambear por necesidad; antes de la pandemia, él era cajero en una tienda y yo, auxiliar de piso en un supermercado. A los dos nos “descansaron” sin paga cuando empezó la cuarentena, allá por abril. En pocas palabras, nos dieron una patada en el culo para dejarnos a nuestra suerte.
Mamá vendía gorditas de migajas, enchiladas y guajolotes en una tienda de garnachas cerca del Centro Histórico pero le cerraron el negocio, también en abril. Para mayo, no quedaba oportunidad de volver a abrir porque ya todo había quebrado. Ella y sus dos compañeras se quedaron sin nada, igual que varios otros comerciantes de la zona. Los que le cerraron el puesto a mi mamá jamás vinieron hasta nuestros barrios porque todo lo que queda en la periferia siempre les vale verga, con tal de que no bajemos al Centro, como si no fuéramos parte de la ciudad. Pero al final, mamá se puso a vender tacos de canasta y tortas en la colonia, en las paradas de autobús, donde le dieran chance.
En julio las cosas empezaron a mejorar poquito, aunque seguía habiendo más contagios y la gente ya se andaba como si nada. Eran muy pocos todavía como para notarse, y además hacía falta salir del barrio para tener de qué vivir. Jorge y yo nos dedicamos a trabajar en un taller mecánico de por acá arriba, para ganar una lanita.
A otros, en cambio, les convino más empezar a vender la mierda… Se paseaban a todas horas en motos o en coches con sus compas de más tiempo en el negocio, y ahí andaban siempre, de arriba abajo, pa’ un lado y pa’ otro, traficando sus chingaderas. Jorge me dijo una vez que se quería meter, que el hijo de doña Silvina, nuestra vecina, ya andaba en eso, que había juntado harto varo en poco tiempo porque aquí cerca se vendía bastante.
Le solté un putazo apenas me contó y le dije que no se anduviera con mamadas.
—Si de allá venimos, pendejo —grité todavía encabronado—. ¿Para qué chingados te quieres regresar? ¿Qué ya no te acuerdas?
A mi madre le había costado mucho dejar a su marido, que fue siempre un adicto y un abusador… Lo metieron al CERESO de San José a los pocos años de separarse y allá murió en una riña, entre cabrones de la peor calaña. Y mamá fue “sola” desde que Lupita tenía seis años y Norma cuatro. A mí y a Jorge nos traía en la panza cuando se salió de donde vivía con el pendejo ese. Pero ella siempre se mantuvo fuerte, siempre se la rifó por sí misma y por nosotros. Aunque las tristezas y los corajes jamás le sanaron del todo.
Para finales de septiembre los contagios se dispararon, en octubre empeoró la cosa y mamá pescó el virus (o el virus la pescó a ella). La internamos porque pronto se puso mala. Los demás ni siquiera tuvimos síntomas pero ella era hipertensa y la enfermedad se la acabó pronto. Pasó casi tres semanas con respirador. Qué tristeza verla así, qué impotencia saberla ahí postrada, ya sin sonrisa, ya sin ánimos. Ya sin esperanzas de poder vernos salir adelante. Le echamos sus vueltas al hospital según lo permitido hasta que la mañana del quince de noviembre, nos enteramos de que mamá ya no era más de este mundo.
Lloramos mucho. Ni siquiera pudimos despedirnos de ella. Nos explicó el doctor que había que cremarla (por protocolo). Las cosas se habían puesto muy mal en los últimos dos meses en todo el país, andábamos en el eterno “semáforo rojo”, había miles de muertos cada semana. La incineramos, trajimos sus restos en una urna y la pusimos en la salita.
Jorge ya tenía rato que andaba raro, no iba al trabajo y no hablaba más con nosotros. Pensé que era nomás por la muerte de nuestra madre, pero un vecino me dijo que el muy cabrón de mi hermano ya se había metido al negocio de la droga, que se andaba dando sus vueltas con el hijo de doña Silvina. Llevaba buen rato y no me había contado.
—¡Ya ni chingas! —le dije—. La jefa apenas se muere y tú ya andas en esas chingaderas. No tienes madre, Jorge...
Al inicio no contestó, pero luego repuso:
—Ya no la tengo. No tengo madre. Ni tampoco tuve padre —lo miré con tristeza porque nosotros nunca lo tuvimos—. Pero… ya por fin empiezo a tener dinero, Jairo.
—Aguas donde nos embarres… —le advertí molesto—. Acuérdate, güey, que cuando uno entra en la mierda, al final los demás también acaban salpicados.
Me miró desdeñoso y luego se fue a su cuarto.
La violencia está en todas partes, no se tose pero se habla, se contagia por malos consejos, por mañas y viejas costumbres. Es también como un pinche virus: se acaba a la gente mientras se esparce sin control. Sobre todo acá en el barrio, donde nos hace falta de todo y solo nos sobran los miedos y las necesidades.
Y así, sin darnos cuenta, llegó a la casa.
Poco después de la muerte de mamá se empezaron a oír ruidos por todas partes, se caían cosas de los estantes, se movían las sillas en la cocina. Se sentía como si algo estuviera fuera de lugar, como si hubiera algo nuevo, algo turbio…
Una noche Lupita gritó y vino corriendo a mi cuarto, dijo que había visto una sombra en la sala. Fuimos pero ya no había nada. Los dos sentimos miedo. A partir de entonces, las cosas siguieron empeorando: pronto todos pudimos ver al fantasma. Se apareció también por las tardes, no solo en la sala, sino por cada estancia; hasta de día se dejaba mirar para espantarnos cuando lo descubríamos acechando desde algún rincón.
Cuando me tocó verlo, sentí un terror que me caló hondo, hasta la mera entraña, como el filo de un cuchillo.
Hicimos memoria y nos dimos cuenta de que el extraño se metió en la casa cuando trajimos la urna con las cenizas que creímos eran las de mamá. Pero no. Eran las de ese tipo. Nos las cambiaron y nos dieron a otro muertito. Así había habido casos en Estado y Ciudad de México. Por eso pudo entrar, por eso se paseaba por todos lados y espiaba en los cuartos. Especialmente los de mis hermanas. A la fecha, ellas le tienen harto pavor. Lupita lloró esa primera noche que lo vio en la casa cuando vino a buscarme, chillaba como niña chiquita, decía que se parecía a su papá, que se miraba igualito.
—Cálmate, Lupis —le repetía para tranquilizarla—, eso no puede ser, ese güey ya lleva años muerto. No se murió del virus, se murió enfermo de droga y de rabia.
Pero Lupita siguió gritando:
—¡Es él, Jairo, te digo que es él!, ¡todavía me acuerdo de su cara! ¡Es mi papá, es ese cabrón! ¡Es él! ¡Es él! ¡No dejes que se me toque!
Norma también lo afirmó después. Yo no conocía su cara, jamás lo había visto y mamá nunca guardó su retrato. Solo ellas lo recordaban, por eso lloraban de espanto al verlo, creían que en verdad era su difunto padre, que había vuelto para asustarlas, para abusar de ellas de nuevo ahora que mamá ya no vivía y que sus restos andaban perdidos por quién sabe dónde.
Mientras tanto fuimos a reclamar al crematorio. Los empleados nomás se hicieron pendejos, se excusaron diciendo que les llegaban muertos de todas partes y nos condicionaron a darnos respuesta solo mediante un chingo de trámites.
Pasaron los días. Jorge tampoco conocía al tipo que lo había engendrado, pero se puso pálido una tarde cuando vio al extraño asomándose por la ventana de su habitación. Nos dijo que el extraño lo miraba con odio, con sus ojos negros, llenos de ira, de rencor, como si le supiera todos sus secretos y todas sus mañas. Jorge luego lloraba porque decía que sentía como que el muerto había venido por él…
No es solo por la presencia del extraño que estamos aterrados, es que además lleva la cara morada, como si lo hubieran molido a golpes poquito antes de fallecer, y anda todo maltrecho, con horribles heridas por todo el cuerpo.
Él no murió por el virus: a ese lo mataron…
Y desde entonces, mis hermanos y yo vivimos acosados por el extraño, ese intruso que se metió a la casa por un descuido que no corrió a cuenta nuestra, después de una tragedia que nos embargó la alegría.
A veces pienso que sí llegó para buscar a mi hermano, porque sé que, a fin de cuentas, todo se conecta, y donde unos venden la droga, otros torturan y asesinan gente.
No sé por qué Lupita y Norma afirman con tanto horror que ese sujeto es su padre… A lo mejor todos los que mueren por esas causas tienen demasiado en común. Y el muerto, aunque es ajeno, se siente como una carga, una pena que debemos pagar los cuatro.
Cuando estoy con Jorge le reclamo:
—¿Ya ves, pendejo, cómo sí nos embarraste a todos con tus chingaderas?
Él se queja, pregunta por qué.
—¿Pues de dónde crees que vino ese cabrón?
—Yo no lo maté, Jairo —repone él, con ese tono de enojo que jamás alcanza a ocultar todo el miedo de sus ojos.
—Pero la mierda esa que vendes, sí.
Sígueme en Instagram: @risasenlaoscuridad
*[Puedes acceder a la antología de manera gratuita desde la página de Los Cuentacuentos: link en mi perfil].
Historia escrita el 25 de septiembre de 2020.
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