Dedicado con admiración al autor argentino, Luca Domina.
Fue en una vieja casa abandonada donde González y yo lo encontramos, a poco más de sesenta kilómetros de la ciudad, yendo por la carretera rural hasta el estado de Guanajuato. Su madre lo había reportado como desaparecido hace casi un mes en las oficinas del Ministerio Público y desde entonces no se tenía noticias del paradero del chico. Su nombre: Lucio D., varón de veintiún años, hijo único que había vivido toda su vida en compañía de su madre hasta la noche de su desaparición. Redacto este… intento de informe personal porque necesito... hablarlo, sacarlo de mi mente, a ver si así puedo librarme de esa puta imagen en mi cabeza. Hace ya dos semanas que todo concluyó y aún no puedo conciliar el sueño. González está todavía peor: tuvo que solicitar unos días de descanso para reponerse del trauma.
La señora, (quien por cierto, al día de hoy permanece hospitalizada y grave de salud), hizo la denuncia; Lucio y un vecino y amigo de este, Ramiro, de dieciocho años, habían desaparecido después de salir a ver un partido de fútbol en el estadio municipal, el equipo local estaba en su última oportunidad para el ascenso a la Liga. Los esperaban de vuelta a más tardar a las nueve de la noche después del juego. La madre de Ramiro dijo que este le había mandado un mensaje poco antes de abandonar las gradas, la gente andaba un poco violenta por la derrota de los locales, pero tanto Lucio como él estaban bien. Tomarían el bus y tantán, llegarían a casa a comer pizza, beber cervezas, ver porno, qué sé yo. Pero en vez de eso, parece que se los tragó la tierra, nunca llegaron.
Dieron las diez, las once y las doce, y no había rastro de ellos. Ambas madres acudieron aterradas a las oficinas del Ministerio a primera hora del día siguiente: se les pidió toda la información necesaria, datos y fotografías de los jóvenes para iniciar la pesquisa. Se compartieron sus retratos en redes sociales durante varios días, vigilamos los alrededores, buscamos testimonios de conocidos, compañeros de trabajo. Nada. Ellas seguían afligidas porque nadie sabía nada de sus hijos; las jornadas se hicieron todavía más pesadas en la oficina, las mujeres no daban tregua al teléfono, exigían resultados, nos armaron varias escenitas.
Pasaron tres semanas y todavía no teníamos nada: para entonces ya se esperaba lo peor. Se sospechaba que ambos chicos habían sido secuestrados por miembros de algún cartel, como tantos otros jóvenes y mujeres de la ciudad que estuvieron en el momento y el lugar equivocados, y las cifras en estos casos seguían creciendo, los números de muertes y desapariciones se dispararon durante los últimos años (aunque quizá no hace falta decir que todo se ha estado yendo a la mierda).
Sin embargo... las cosas resultaron ser todavía peores.
Las posteriores investigaciones acerca de los jóvenes en cuestión arrojaron datos muy dispares: el tal Ramiro era un estudiante cualquiera, hijo de padres separados, con un hermano muerto en un accidente de coche y la madre todavía en duelo por el hijo fallecido; promedio bajo en la preparatoria, sin planes de ir a la universidad; además, había sospechas por consumo de droga, nada tan fuera de lo común dadas las condiciones de vida del joven. Con Lucio, las cosas eran mucho más interesantes, pero perturbadoras sin duda alguna: padecía de cierto trastorno psiquiátricos desde los doce años; en las entrevistas, la madre mencionó que su muchacho se hizo varios cortes en brazos y piernas durante la adolescencia, se daba constantes atracones de comida, había sufrido pesadillas espantosas, alucinaciones auditivas, baja autoestima, rechazo a su propio cuerpo robusto y poco agraciado; también había sido muy violento, causó destrozos en más de un salón de clases durante la secundaria ante una que otra crisis; no se llevaba bien con sus compañeros ni era común que hiciera amigos (¿y cómo no si los otros le tenían miedo?). El mismo Ramiro había sido el más constante de sus allegados desde que la medicación niveló correctamente al muchacho hacía ya casi dos años; Lucio no seguía estudiando, se dedicó a trabajar en un centro comercial tras concluir el bachillerato; por otra parte, el padre de Lucio había sido un abusador despiadado (la señora se guardó varios detalles al respecto que no nos reveló sino hasta las últimas entrevistas que tuvimos, quizá por pena, quizá por encubrirlo, la verdad ya no sé), nos comentó sobre la recurrencia de insultos, trabajos forzados, castigos corporales y tratos denigrantes. Ella no dijo más, pero sospecho de un posible abuso sexual: cuando insistí al respecto, la mujer lo negó apenada, como si temiese admitirlo.
La familia vivió siempre en la zona urbana de la capital, pero el señor había muerto varios años atrás en un incidente dentro de una antigua propiedad, casi abandonada, que heredó a su vez de su padre. La causa de muerte: fractura total de las cervicales tras caer de un tejado desvaído y debilitado (sí, el accidente le rompió el cuello al papito abusador). La señora declaró que tanto ella como el hijo estaban presentes aquella vez cuando todo ocurrió... Trataban de darle mantenimiento al inmueble por si este podía venderse y así mejorar la situación económica. Después de eso jamás volvieron a visitar el viejo domicilio. A Lucio le vinieron las primeras crisis graves tras el incidente: sueños espantosos, según dijo su madre, alucinaciones de su padre que todavía lo regañaba por ser gordo y le obligaba a tragar como un animal. Los episodios fueron agravándose con el tiempo. Estuvo yendo a terapias y a consulta psiquiátrica durante casi toda la preparatoria.
Unos días después de estas entrevistas, González y yo decidimos ir a investigar. Llamé por teléfono a la señora media hora antes de dirigirnos a la desolado domicilio para avisarle que iríamos hasta allá a indagar; primero se quedó callada, pero escuché ruidos al otro lado de la línea, como si revisara cajones o algo (estaba esculcando, tal vez limpiando la habitación del hijo extraviado), y de pronto noté que contuvo un gemido desesperado. Comenzó a sollozar débilmente, Dios bendito… ¡No, mi hijo, mi Lucio!, decía afligida, No lo lastimen, oficial, por favor, suplicó y colgó enseguida. Intenté marcar de nuevo pero no contestó a la llamada. Por si acaso, envié a una unidad a su domicilio para corroborar que estuviera bien. Para ese momento ya todo daba una pinta nefasta. Sentí que las palabras de la señora auguraban el peor desenlace posible.
Subimos a la patrulla. La carretera rural era larga, sinuosa, llevaba desde la ciudad hasta los pueblitos de más allá, donde todo empieza a ser solo montes y campos de siembra, y el aire tiene aroma a yerba fresca o a ganado, y hay árboles de todo tipo que se van volviendo siluetas oscuras durante la tarde, como vigilantes a cada lado del camino, y apenas se ve una que otra vieja parada de autobús cada tantos kilómetros. Ya se estaba haciendo noche para cuando llegamos a la vieja residencia: tuvimos que tomar una desviación y adentrarnos en la nada durante otros diez minutos para poder hallarla.
Era un terreno inmenso, de más de veinte metros de frente. Estaba bordeado por un muro de roca y cemento, no muy alto, coronado por alambre de púas como el que se usa para delimitar granjas. Más allá se veía un edificio de dos pisos, la casa donde había muerto el padre maltratador. Desde fuera no parecía más que una casona decrépita, pero incluso con el sol besando el horizonte y las nubes rosadas del atardecer, aquello no podía más que ser el preámbulo para una noche larga y siniestra. El zaguán en la entrada no daba señas de intrusión, permanecía cerrado. González y yo escalamos y brincamos por un muro, tal como creímos que lo habrían hecho los chicos o cualquier otro curioso lo bastante intrépido. La puerta principal del edificio estaba rota, entramos, todo era oscuridad y aire cargado de polvo. También había un hedor espantoso a podrido. Olía a muerto. Podría tratarse de algún animal en descomposición, por ahí, oculto entre las sombras y los resquicios, o quizá ya era muy tarde y ambos muchachos estaban muertos.
Ni mi compañero ni yo imaginábamos siquiera la atrocidad que estábamos a punto de ver. Buscamos algún interruptor pero no había corriente eléctrica desde quién sabe cuánto tiempo atrás. Con lámparas en mano, comenzamos a indagar en las estancias silenciosas, y notamos las huellas de dos pares de pies distintos marcadas sobre el suelo polvoriento.
No tardamos en percibir un murmullo distante, como una voz afligida, casi al fondo del primer nivel. Fuimos hacia allá y cruzamos los restos de lo que alguna vez fue una sala, pasamos un par de puertas roídas y desvencijadas; la siguiente escena que hallamos se nos mostró grotesca y sanguinaria. Al fondo de la siguiente habitación, había una mesa de madera y un joven sentado en una silla, era Lucio, estaba de espaldas a la puerta por la que cruzamos. Frente a él se veía una charola metálica extensa, cubierta en sangre. Al otro lado de la mesa, en otra silla igual, estaba Ramiro, lo poco que quedaba de él: un cuerpo desnudo, verdoso y en descomposición, ya no tenía quijada ni lengua, y miraba a su acompañante con unos ojos sin brillo. Le faltaban ambos brazos y tenía el vientre abierto por la mitad en un corte irregular que bajaba desde el esternón. Tuve que contener una arcada cuando vi su panza hueca, sin nada dentro. Su amigo Lucio le había sacado todas las tripas… Eso que estaba ahí ya no parecía persona, era un despojo humano, sostenido al respaldo de una silla con una varilla que le atravesaba la garganta.
Parecía una cita de pesadilla.
Oímos masticar a Lucio, con total tranquilidad, como si estuviese en una cena de navidad. ¡Policía! ¡Pon las manos en alto!, gritó González, notablemente conmocionado, apuntando su arma y su lámpara en dirección al asesino. El haz de luz blanca cayó sobre la nunca de este e iluminó los ojos del cadáver. Un ligero ruido metálico resonó en el tenso silencio de la habitación. Lucio estaba cortando un trozo de carne sobre la charola con un par de cubiertos. Luego, oímos que volvió a masticar y enseguida tragó el bocado. Me dieron náuseas. ¡Pon las manos en alto y dáte vuelta! No contestó. ¡Las manos en alto y dáte vuelta!, ordenamos de nuevo. Nada. Los segundos se hacían eternos y decidimos aproximarnos cautelosamente para rodear la mesa.
Lo escuché murmurar, el maldito lunático estaba murmurando: Así como mi padre, así debería ser yo. Eso que hicimos estuvo muy mal, Ramiro, papá nunca lo hubiera aceptado; por eso tuve que comerte… Por eso estás así. Y yo soy como mi padre. Tengo hambre, tengo tanta hambre... Caminamos lentamente sobre la vieja duela roída, la madera crujía con cada paso, haciendo un rechinido macabro. Había polvo cubriéndolo todo, las paredes, un viejo calentador de agua, varios trozos de leña, trastos oxidados, cacharros, herramientas para un mantenimiento que nunca se concretó. La mesa y las sillas al centro de la estancia parecían los únicos objetos medianamente libres de polvo, aunque estaban bañados en sangre. ¡Lucio, pon las manos en alto, no te lo diremos otra vez, obedece!, insistimos pero él no parecía escucharnos, tan solo susurraba: Deberías haber guardado algo para más tarde. Sí papá. ¡Maldito gordo impulsivo! Lo siento, papá. Mi estómago sigue gruñendo… ¡Todavía tengo hambre! Tu amiguito ya está todo podrido, huele a mierda. ¡Mejor corta tus piernas! Pero… las necesito, papá, las necesitamos para salir de aquí. Maldito seas. ¿Qué tal un dedo más? Eso no te hará ningún daño. Sí, quizá un trocito más, sí, solo eso, solo un trocito. ¿Qué dices, papá? Para... ya no grites, por favor…
Rodeamos la mesa con el más sumo cuidado, Gonzáles por la derecha y yo por el flanco izquierdo, apuntándole firmemente con armas y linternas. El cuerpo mutilado de Ramiro nos devolvía una mirada inerte pero sumamente expresiva: había un terror puro, un terror total, casi inhumano, grabado eternamente en sus pupilas, quién sabe cuánto habría visto de la demencia de su amigo, cuánto habría sufrido por la carnicería antes de poder morir. Cuando le dimos la vuelta y dirigimos la luz hacia el rostro de Lucio, un brillo escarlata me causó escalofríos y sentí que la sangre se me coaguló en las venas. Él no nos miró, tenía los ojos clavados en la charola, con un tenedor en una mano y un cuchillo filoso en la otra. Él… ¡se había arrancado la cara, no le quedaba rastro alguno de sus mejillas! Ese desgraciado se había cortado los labios y también parte de la nariz, parecía una calavera viviente, estaba todo cubierto en sangre, como una masa de pulpa roja y brillante. Sentí que se me nublaba la vista al contemplar el horror de su locura criminal. El maldito desequilibrado se había comido a su amigo y también se había mutilado a sí mismo para devorarse.
Oí a González exclamar con pánico, ¡Santa Madre de…! ¿Pero qué carajos se hizo? Ortiz, ¿qué mierdas es esto? ¡¿Qué mierdas es esto?!, me preguntó. No pude responder nada, tenía la garganta cerrada. El demente seguía balbuceando cosas, sus dientes estaban desnudos, había piel atorada entre ellos, masticaba todavía, tenía la boca llena de… carne. ¡Su puta carne! Seguía mascando trozos de su propia cara. ¡Todavía tengo hambre…! ¡Todavía tengo hambre…! Ramiro, ¿no quieres otro pedazo? ja, ja, ¡anda, yo sé que quieres! Papá dejará que comas un poco, que tú también pruebes, ¿verdad que sí, papá? González me miró aterrado, y yo lo vi de vuelta con las manos casi temblando al sostener el arma. Ortiz, me dijo, ¿qué demonios es esto? ¡Este cabrón está completamente loco!
Tragué saliva y traté de hablar fuerte: Lucio, somos de la policía, levanta las manos. Esto se acabó, estás arrestado. Y entonces él volteó a verme. Mi corazón dio un golpe muy fuerte. Me miró con sus ojos vidriosos, quizá por el dolor del martirio autoinfligido en su propia demencia, esos ojos que parecía que lloraban sangre porque las lágrimas se mezclaban con los fluidos rojizos de su cara cercenada.
¿Policía? ¿Qué hace la policía en mi casa?, dijo con tranquilidad, luego hizo una pausa, Mi padre… mi padre… él sigue en la casa, oficial, y tiene hambre… Mucha hambre. Lo sé, puedo sentirlo. Él tiene hambre. Permanecí vigilándolo en todo momento, sin apartar el arma, sin bajarla un solo segundo. Tantos años aquí encerrado, esperando por un bocado, esperando por verme de nuevo porque... me quiere... Y tiene tanta, tanta, tanta hambre. Lo sé, oficial. Él me habla, él me dijo que viniera y trajera a mi amigo. Sí. Me necesitaba.
González estaba a punto de quebrarse, podía verlo por el rabillo del ojo, tenía el rostro pálido. Yo no estaba muy lejos de su estado, pero necesitaba mantenerme lo más cuerdo posible para llevar a cabo el arresto. Tu padre está muerto, Lucio, murió cuando tenías doce años, ¿no recuerdas? Suelta ese cuchillo. Debes venir con nosotros. Anda, te llevaremos a un hospital. Y el chico me miró de nuevo, me atravesó con esos ojos rojos. Estaba totalmente destrozado, los cortes en su rostro eran grotescos pero no parecía importarle un carajo. ¡Anda, muchacho, vamos, pon las manos en alto!, le grité entonces, y él dijo: Tenemos hambre, oficial, mucha hambre… Comemos y comemos pero no dejamos de sentir hambre. González se aproximó entonces hasta la mesa, ¿Pero de qué mierda estás hablando, puto demente? Mira lo que hiciste, hijo de puta, mataste a un chico y te lo comiste a bocados. ¿Por qué carajos hablas de “nosotros”? ¿Quiénes están hambrientos, pedazo de cabrón? Ordené a González que se apartara y cerrara el pico, el miedo se había apoderado de él. Me miró de reojo y Lucio se le arrojó encima en cuanto se distrajo.
González apenas alcanzó a dar un disparo al hombro de Lucio antes de que este lo degollara con el filoso cuchillo que sostenía en su mano. El chico cayó de espaldas en el piso de la estancia. ¡Mierda, González!... ¿estás bien? Asintió meneando la cabeza. Y mientras tanto, vimos que Lucio se llevó una mano a la herida y enterró su dedo en la carne donde penetró la bala. Luego lo sacó y se lo llevó a la boca. Se chupó el dedo como si fuera mermelada y entonces dio una mordida... ¡El hijo de puta se había arrancado el dedo así como así! Y rio como loco, rio bastante mientras masticaba, volvió a decir barbaridades cuando lo esposamos, llenos de asco y terror, para llevarlo hasta el coche patrulla. ¡Nosotros tenemos hambre, oficial! ¡Mi padre y yo! Él es insaciable, siempre fue así, nunca paraba de comer. Y yo… yo soy igual que él...
Avisamos a los compañeros del Ministerio sobre lo encontrado, pedimos refuerzos y antes de la medianoche el equipo forense ya estaba estudiando la escabrosa escena de la masacre. En cuanto a Lucio, lo llevamos a atender a un hospital (la gente que lo vio casi se desmaya), no dejó de balbucear con su boca desnuda de carne y esos dientes sin labios que los resguardaran. Era una calavera. Una maldita calavera viviente. Un demonio. El personal médico que lo atendió estaba asombrado y horrorizado con el estado del caníbal. Nadie creía que él mismo se había hecho eso. Los del equipo forense encontraron restos de cocaína en la nariz del “amiguito” muerto: ese Ramiro era también toda una caja de sorpresas después de todo, en especial por los chicos con quienes se juntaba...
Nada como una tarde de fútbol con tu amigo, un viaje en la carretera, un lugar tranquilo y privado, drogas y un festín de tripas humanas, pensé sarcásticamente al enterarme de esto.
Análisis posteriores revelaron que Lucio también estuvo bajo los efectos de la coca cuando asesinó a su amigo y empezó a comérselo. La droga y el reencuentro con la casa reavivaron los viejos fantasmas de un pasado turbio, lleno de abusos inhumanos y maltratos espantosos. El trastornado muchacho se alimentó del cadáver durante las primeras dos semanas, aún cuando la carne ya estaba podrida. Luego de eso, comenzó a hacerse cortes él mismo, guiado por una voz que, según decía, era su propio padre, su viejo y muerto papito que necesitaba comer, que no había comido en años, que le gritaba y lo insultaba para que le diera algo de carne fresca.
En cuanto a la madre de Lucio, acabó en el hospital aquella misma noche por un intento de suicidio, los oficiales que envié a su casa la hallaron casi muerta por una mezcla de pastillas para dormir y vodka: resulta que la mujer se había encontrado con un diario secreto de su hijo, una libreta llena de garabatos, escondido en el fondo de un ropero. Cuando lo leímos, encontramos que llevaba delirando bastante tiempo, el medicamento no lo tenía del todo controlado, además de que mantenía un amorío homosexual con su amigo Ramiro, del que ninguna de las dos madres sospechaban. En el diario, Lucio confesaba que le daba miedo visitar la vieja casa, creía que podría ver al espectro de su padre porque “sabía que lo estaba esperando allá”, pero el novio lo convenció tras mucho insistir; habían planeado “celebrar” juntos después del partido, irían a la vieja casa por algo de privacidad pero, sobre todo, para sentir la adrenalina de hacer lo indebido.
Lucio sospechaba que Ramiro solo llevaría marihuana. Parece que la coca fue toda una sorpresa para él, así como el canibalismo psicótico lo fue para Ramiro. Las cosas se salieron de control completamente y la cita se convirtió en un festín de carne humana.
Después de tres semanas imparables de búsqueda por un par de cadáveres, probables víctimas del narco, encontramos, en cambio, esto... que parecía más bien un ritual de magia negra o una imagen sacada de una película de terror. Ha sido, sin dudas, el puto peor momento de toda mi carrera hasta ahora en el Ministerio, junto con docenas de feminicidios y las primeras fosas clandestinas detectadas en los alrededores de la ciudad. Jamás olvidaré la mirada de esos chicos: el terror perpetuo, grabado en los ojos de Ramiro, con la cara partida por la mitad y el estómago vacío de entrañas; y la demencia absoluta de Lucio, su rostro cadavérico y sanguinolento, sus delirios sobre un padre muerto, maltratador, que lo había poseído para saciar un hambre voraz.
Nota del autor: historia escrita entre el 20 y 21 de septiembre de 2020, inspirada en el microrrelato "Insaciable", de Luca Domina.
Спасибо за чтение!
¡Excelente historia! Te mantiene en suspenso y como todo buen cuento, te hace preguntarte qué más estarían pensando los protagonistas cuando son testigos de las imágenes tan horribles que el autor narra de forma tan impecable.
Ten mucho cuidado, lector, esta historia tiene dientes y no dudará en arrancarte un dedo. Un relato macabro y perturbador que derrocha horror. Una genialidad de Andrés Díaz!
Una obra maestra que juega con tu mente a cada línea que lees, cada palabra perfectamente establecida para crear intriga, empatía, asombro y el más puro y genuino terror. El autor crea una joya, y en el camino, quizá el lector pueda perder un poco de su cordura y humanidad. ¡Felicidades al autor!
Sin duda una obra que de principio a fin te hará viajar a los límites de la moralidad y la cordura. Poseedor de un ritmo narrativo magistral acompañado de una gramática y ortografía impecables. Mis más sinceras felicitaciones al autor por uno de los cuentos más siniestros y voraces que he leído.
¡AAAAAHHH! Apaga las luces y prepara tu estómago, porque Andrés Díaz nos trae una historia de terror que no podrás borrar de tu mente. A través de una escritura virtuosa y con un excelente ritmo, el autor irá develando la batería de horrores que reservó para sus protagonistas... y para nosotros.
Un cuento hambriento por transmitirte, con una narrativa precisa, las imágenes y sensaciones de un crimen peculiar. Sin duda, te dejará impactado. ¡Lo recomiendo totalmente!
Si estás preparado para adentrarte y explorar a través de una historia ágil y bien detallada los rincones más oscuros de la psique humana, has llegado al lugar adecuado. ¡Recomendadísima!
Una historia que usa el informe policial de una forma narrativa y posible de ser contada como un hecho verosímil. Es la historia perfecta si buscas algo que te sorprenda... Felicidades por el autor!!!
¡Realmente me ha encantado! Destaco mucho el tono de la narrativa que te deja al filo en todo momento, porque, aunque tiene un lenguaje que yo llamaría "coloquial", no pierde la elegancia en la ejecución, una lectura que se siente profesional y experimentada. #TheAuthorsCup #TheReviewer
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