—¡Rápido, cubrid ese flanco! ¡Que no lleguen a la ciudad!
Un destacamento de tritones se dirigió hacia el lugar indicado, armados con espadas curvas de afilado coral. Sus cuerpos se agitaban bajo el agua, permitiéndoles alcanzar velocidades impensables para su oponente.
—¡Es increíble! —exclamó uno de los tritones, integrante del ejército de la Atlántida y encargado de evitar que aquel grupo de extraños seres accediera a la ciudad—. Son mucho más lentos que nosotros, pero sus armas…
No pudo concluir la frase. Una de esas armas le atravesó el pecho, dejando una estela de espuma blanca a su paso por el agua marina. Uno de sus compañeros lo tomó por el brazo y lo llevó hacia la retaguardia, aunque ya no hubiera esperanza de que los médicos pudieran salvarlo.
—¡Resistid! —exclamó el Comandante tritón, dirigiéndose a sus tropas, que se lanzaron al ataque aun sabiendo que les costaría la vida.
Ante ellos se extendía una superficie de arena despejada, salvo por varios obstáculos rocosos, tras los que los invasores se hallaban parapetados. Aquella era una nueva amenaza a la que nunca se habían enfrentado antes. Sabían cómo defenderse de tiburones, orcas y demás depredadores marinos, pero aquellos seres conseguían desconcertarlos.
—No lo lograremos, Comandante —exclamó uno de los soldados, sujetándose el brazo a la altura de una sangrante herida—. Debe avisar a los demás.
El Comandante asintió contrariado y sujetó del brazo a uno de los soldados más jóvenes, encargado de administrar las armas de reserva.
—Chico, nada veloz hasta la ciudad y avisa a todo el que veas —le ordenó, impregnando de urgencia cada una de sus palabras—. Que todos entren en el palacio y se dirijan a las bodegas. Asegúrate de que Virsen vaya contigo, él sabe por dónde se entra a los túneles.
—¿Los túneles? —preguntó sorprendido el joven miliciano.
—Sí, unos túneles secretos que conectan el palacio con el Desfiladero del Delfín. Ahora mismo es su única vía de escape, pero no hay tiempo para más explicaciones. Haz lo que te he dicho; nosotros intentaremos contenerlos todo el tiempo que podamos. —En ese momento, una de las fulminantes armas de sus enemigos pasó volando entre las cabezas de ambos, estrellándose contra una pared de piedra más allá de su posición—. ¡Vamos, deprisa!
El muchacho, con claras dudas reflejadas en su rostro, salió nadando en dirección a la ciudad, de edificaciones de aspecto elitista, decoradas con el oro que habían ido recuperando de los barcos y galeones descendidos años atrás desde la superficie. Estaban dispuestas alrededor de un palacio de blancas paredes de arena solidificada y tejados de colorido coral. En la zona trasera, unos llamativos jardines de algas le daban un toque más de color.
El Comandante lamentó que estuvieran a punto de perder aquel lugar que, durante tanto tiempo, habían logrado mantener a salvo. Cuando ya no confiaba en encontrar una solución a aquel conflicto, reparó en un detalle que le había pasado desapercibido hasta ese momento. Indicó a tres soldados que lo acompañaran hasta una roca cercana, tras la que se ocultaron. Adherido a la piedra, un puñado de negros mejillones permanecían con sus conchas cerradas, para protegerse de la batalla del exterior. El comandante asió uno de ellos y tiró con fuerza, desprendiéndolo de la roca. Clavó la punta de su espada entre ambas protecciones y las separó, dejando a la vista el cuerpo amarillento del molusco. Sabía que así condenaba a aquellos indefensos bivalvos, pero le parecía el único modo posible de defender la ciudad y, por tanto, la paz en toda esa región del mar. Serían bajas necesarias para la victoria final.
—Que cada uno coja una concha —ordenó a los soldados que lo acompañaban—. Haced lo mismo con los demás mejillones y repartid sus conchas entre los restantes soldados. Las usaremos a modo de escudo para avanzar hasta la posición del enemigo y así poder entablar combate cuerpo a cuerpo. Esa será la única manera de que podamos salir vencedores de esta batalla.
Los soldados obedecieron las órdenes de su superior y repartieron los improvisados escudos entre sus compañeros. Al cabo de unos instantes, el batallón de tritones al completo se encontraba de nuevo resguardado tras una alargada roca en el suelo. A una señal de su comandante, todos ellos saltaron por encima de su trinchera y comenzaron a nadar lo más rápido que podían, ocultándose tras las alargadas conchas. Los ataques de su enemigo surcaban el agua a su alrededor, perdiéndose a su espalda, cuando no impactaban en los escudos y los atravesaban sin remedio, provocando una nueva baja en sus tropas.
Cuando los primeros efectivos, entre los que se encontraba el Comandante, alcanzaron la línea enemiga, se detuvieron, desconcertados. Tras las rocas descubrieron a un grupo de seres gigantescos, varias veces más grandes que ellos. Sus cuerpos eran negros y de aspecto suave. En lugar de cabeza, sobre los hombros tenían una gran esfera metálica de aspecto cobrizo, y entre sus manos sostenían alargadas piezas metálicas, con las que apuntaban hacia ellos. En ese momento, el Comandante tritón supo que estaban definitivamente perdidos.
—Vamos, Hugo, ven a echarte crema otra vez.
Obedeciendo a su madre, Hugo se puso en pie y se dirigió hacia el lugar donde sus padres habían ubicado su sombrilla, centro de operaciones de aquella mañana en la playa. Dejó así atrás, con intención de volver a ella lo antes posible, la detallista ciudad de la Atlántida de arena, defendida por los tritones de juguete con escudos de concha de mejillón de los soldados humanos con trajes de neopreno, pesadas escafandras y fusiles de asalto que, por fin, después de tantos años en su busca, estaban a punto de conquistar la Atlántida.
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