Sus padres le habían puesto un ultimátum: tenía que decidir qué haría de su vida. Entonces, después de tomarse su tiempo para pensarlo, lo resolvió. Juntó fuerzas y se dirigió al club, quería dedicar su vida al fútbol profesional. Fuerte fue la decepción cuando le dijeron que no había lugar para él, pero insistieron en que era imposible que estuviera a la altura de la competencia habiendo cumplido ya los cuarenta y dos años.

Nadie preguntó por el arma; tampoco por la sangre, ni si había o no cadáver. Eran varios lo que golpearon la puerta para asegurarse que todo estaba bien, y se conformaron con un trémulo «acá no escuchamos nada», acompañado de su sonrisa de buen vecino. Sin el llanto de las víctimas es mejor dejar todo como está; la verdad se puede quedar quietita, entre paréntesis.

Después del cine fueron a tomar un helado, parecía que la cosa iba bien. Ella le sonreía con dulzura y él bordeaba con la mirada las curvas de sus labios. Ella se le acercó para limpiarle la mejilla y él le arrebató un beso, tan profundo que hizo que ella soltara la servilleta y llevara las manos a su pecho. Al salir del lugar, dos matones lo golpearon con obstinación y se fueron abrazados a ella que soltó una carcajada. Él llevó las manos a su campera, la arpía le había robado el amuleto.

Dos copas servidas, sin marcas de dedos, ni de labios; los platos intactos, todavía humeantes; las velas perfectamente encendidas, el mantel liso, Tchaikovsky de fondo. En el suelo el cuerpo, el rojo carmesí, las piedras blancas; el blanco y el morado, el timbre, y el perfume de la muerte.

El vecino había notado el recelo con que el empleado del vivero cuidaba el jardín detrás de los cactus. Un mediodía, esperó una somera distracción para aventurarse a conocer las plantas que allí tenían. Se encantó con el color de las flores y lo exótico de las especies. Lo que no llegó a percatar fue que era hora de cierre, notó que había quedado solo y estaba el candado firme en la puerta. Gritó, pero ya nadie lo escuchaba. Justicia poética: lo habían dejado plantado.

Otro paso y un pensamiento que lo golpea como un látigo. Voces de fantasmas lo rodean, lo humillan, lo despedazan. Cae por enésima vez. El dolor de cabeza, los recuerdos que tiñen de rojo la mirada que ya no ve. La piel desgarrada, cede frente a las embestidas del pasado, nunca tan presente. El peso sobre su hombro es titánico, cae por trigésima vez. Él, que soñaba con ser hombre, tendrá que conformarse con ser dios.

Me juré mirar a los ojos a la muerte cuando viniera a buscarme, lo que no imaginé es que vendría vestida de inmensa ola. Es la última promesa que voy a romper.

Hoy me siento de sábado. Estoy a un paso de sentirme –como lo estoy– verdaderamente de vacaciones. También estoy a dos de saberme desempleado y a tres de deprimirme. Pienso: ¡Qué hermoso sábado!

Respondeme. Completá la línea punteada o dejá el mensaje después de la señal. Puedo ser invisible si es lo que buscás, puedo hablar otro idioma, tener otro color de pelo o fingir que estoy muerto, aunque el corazón todavía late. ¿Más dócil o dominante; humilde o soberbio; alegre o introspectivo? Sólo pedilo, puedo ser incluso humano.

Más acá de la imaginación, los menos tienen más y los más, cada vez menos; siendo lo menos un ápice del más acá. Y cada vez más cerca. Suele subestimarse a la imaginación, pero cómo suma.

Podrás elegir si soy o no tu tipo de hombre. Podrás contestarme o dejar que hable solo. Podrás beber las aguas de otro río, dejar tus huellas en tierras lejanas o conseguir la tibieza de tu piel en brazas de fuegos ajenos. Lo que nunca estará en tu gobierno, y lamento tampoco en el mío, será que al cerrar los ojos vea tu imagen cada vez.

Todavía no habían refinado el lenguaje, pero se comunicaban. Noches enteras, entre balbuceos, señalaban al que usaba huesos y sangre de los animales para marcar las paredes, como poseído. Un día, lo vieron mimetizarse con la roca para terminar plasmándose en ella. Desde entonces, le reservaron una parte del fuego encendida debajo de su imagen y sumaron una nueva palabra cuando una niña dibujó con una rama un extraño garabato que más tarde llamaríamos letras. Fueron sólo cuatro: «Arte».

Es hora de tomarse las cosas en serio y pensar en el final. No da para pintarlo de Capuletos, ni de Montescos; menos aun con los colores pastel de un Hollywood desteñido. Tal vez un final abierto en el que nunca más se sabe lo que pasó. Existe siempre la posibilidad de uno de cortes rotundos y repentinos, sin demasiadas explicaciones; sí, puede ser esa la mejor opción. O simplemente se puede optar por un desenlace de esos que, inertes, se pierden en el olvido; como éste.

Ayudame a triturar esos pedazos rotos hasta que sólo sea polvo en el aire. Ayudame a llenar el cuerpo de espinas, no lo veo arquearse lo suficiente; todavía hay margen para el dolor. No dejes que esas lágrimas se sequen, ni que los ojos pierdan su expresión de espanto. No demos un hilo de luz a aquello que debe permanecer oscuro. Todavía puedo escucharlo.

La niña espió al público por una pequeña rendija que se dibujaba en el telón. Observó atenta la cara de los espectadores, sus gestos de nerviosismo; las conversaciones enérgicas. También pudo ver el asiento vacío en donde estaría su padre. Lo imaginó disculpándose por su imposibilidad de asistir. «No te preocupes, contaba con tu ausencia», se dijo y salió al escenario.

¿Desea usted permanecer inerme ante el descaro de este autor? No crea nunca en alguien que se esconda detrás de un seudónimo. ¿O acaso usted le compraría a un vendedor con máscara? No, no, no; señor lector. Este escritor es un impostor. Tengo mucho para contarle, sólo tendrá que buscarme. ¡No se asuste! Odio los espejos, pero cuide bien de sus personajes; a usted también le puede suceder algo así, si es tan saboteable como CirK.0. ¡Señor lector, yo estoy de huelga!

Una mueca de extenuante regocijo. Se pavonea con su epifanía: La gota, tal y cual nos representamos al dibujarla, es mucho más parecida al fuego de la vela que al agua que cae del cielo. “Para representar el agua, nos basamos en el fuego”, piensa. Abre la botella de Coca Cola, prende un Phillip Morris, criba la pirámide yacida en la pantalla de Netflix y, despojándose de su último modelo de Nike, estriba las piernas sobre una silla. Se olvida de lo que estaba pensando. Piensa; pero existe.

Caminaba una mañana de cielo diáfano. El calor estival se matizaba con una fresca brisa austral, y su combinación con el cantar de las aves me despertó una sonrisa. El ruido de una frenada y un grito me obligaron a dar vuelta. Tres hombres bajaron del auto, dos muy nerviosos y armados; el otro, en apariencia tranquilo, encendió un cigarro mientras asentía para que me aprehendieran. Del auto a un calabozo, de la vida a un limbo al que todavía, y por desgracia, no puedo llamar muerte.

Después de un silencio como el que anuncia la tormenta, llegó la sentencia. Había sido declarado inocente y todo en la corte era jolgorio; algarabía. Entre festejos, abrazos y llanto generalizado, pude ver al abogado que acomodaba algunos papeles con la mirada helada. Es que se cree que la mentira es lo contrario a la verdad, pero, en realidad, el que miente es quien mejor sabe de ella.