Aidan abrió los ojos, se sentía aturdido, aún tenía puesto el cinturón de seguridad. El automóvil quedó hecho mierda. A su derecha la puerta estaba comprimida, al frente sus pies prensados; le dolía el pecho cuando inhalaba, la sangre se le escurría en los ojos, sus oídos se taparon y el cerebro se le atolondró. A su izquierda, un hombre de piel blanca parecía desmayado, el rostro entintado, las manos engarrotadas en el volante, las piernas atrapadas, su cabeza caía hacia delante como si orara en silencio, pero sus ojos claros se fijaban a la nada, desorbitados, su boca entreabierta escupía sangre en densos hilos. Qué noche.
La vista de Aidan casi se borró, intentó estirar la mano para tocar los dedos afianzados al automóvil, pero no los alcanzaba, el brazo no le respondía. «¿Yared…?», preguntó o creyó que lo hacía.
En el parabrisas roto brillaron dos linternas y atisbó a un bombero que le gritaba, pero Aidan no escuchaba; vio a otros dos que sacaron de golpe la puerta del piloto, revisaron a quien manejaba y luego de tentarle el cuello se miraron, uno movió la cabeza a los lados, ambos se apartaron. Otros dos le hablaron a Aidan, «¡No se mueva!», oyó distorsionado, ahuecado o como si le gritaran desde dentro de su cuerpo, «¡Lo sacaremos del automóvil!». Aidan dejó los ojos en el conductor, sus párpados se desvanecían mientras le colocaban un inmovilizador en el cuello y lo desprendían del coche; «¡Otro vivo!», le pareció escuchar.
Desde el suelo donde lo aseguraban, Aidan pudo ver que extraían al otro pasajero del asiento trasero. «Quédese quieto», le pidió un paramédico, «Usted es fuerte, tenga ánimos», y eso le aquietó hasta que se adormeció sobre la camilla.
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