La Luna despertó el instinto animal que el joven escondía dentro de su cuerpo encorvado. La piel se le erizó mientras sus ojos rojos de sangre miraban fijamente a la hermosa y pálida chica que tenía ante él. Ella observó con pavor la baba que escurría bajo sus labios. El pelo negro, enredado y grasiento, le daba un aspecto siniestro. Retrocedió sigilosa hasta que su espalda rozó la cortina del dormitorio, la cual ondeaba de manera muy sutil en el aire. Un silbido ensordecedor se coló a través de la ventana, y en ese momento, aquel ser inmundo se abalanzó sobre su cuerpo como si fuese un felino hambriento. Una voz le gritaba desde el vacío, pero la muchacha no podía moverse, el miedo la tenía petrificada. La voz insistió de nuevo, sin embargo, ella no contestaba; no podía, era imposible moverse. Pensó que ya debería estar muerta, y que si era así, no tenía sentido seguir luchando. Entonces decidió rendirse al destino y relajarse. Respiró hondo, y al hacerlo, sintió que estaba viva. Su madre la miró con asombro cuando ella abrió los ojos. Por suerte todo había sido una pesadilla. Sonrió mirando hacia la ventana dónde ondeaba la impoluta cortina blanca. El silbido del viento se coló de nuevo en el cuarto, y la sábana se movió a la altura de sus pies, fue subiendo por sus rodillas hasta llegar a su estómago. El perrito la miró con asombro, y le lamió las manos en busca de una caricia. Luego, ascendió hasta su pecho para hacerse un ovillo en él.
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