Pensó en regalarle una flor. Hortensias quizá. Fantaseó con la matanza al dragón más feroz, el que escupe fuegos azules tras haber devorado a caballeros que, por más valientes y atrevidos que osaron ser, la arrogancia terminó por consumirles en un instante fugaz.
Sólo con imaginarlo, lo descartó de inmediato. Sencillez ante todo, rezaba su padre, fallecido por desamor. ¿Entonces qué? ¿Un paseo por el claro del bosque? No, recordó, imposible, las cenizas lo cuentan mejor por sí solas. Quizá solo basta poesía, una carta podría ser. Grandes conquistas se sellaron con el poder que envuelve a las palabras plasmadas en el papel. ¿Por qué justo esta habría de fallar?
Después de todo era un caballero, nombrado como tal a los ojos de la blanca luna. Caballero de La Lune, aquel era su nombre. Y como rezan las canciones en la tabernas del ocre antaño, el pretendía conquistar a una doncella, de ojos centelleantes y sonrisa tímida. Cuentan que está perdida, allá arriba en lo profundo de la noche, entre miles y miles de estrellas.
Papel y tinta. La carta se perdió.
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