La goma caliente termina de cuajar en el esqueleto de titanio. Esta diminuta mujer abre sus diminutos ojos: toda está cubierta de un polímero con gradación médica. Ella en frente de un titán obeso, ante gafas goteantes y camisas crujientes. Risitas pervertidas que barnizan sus pin-ups eróticos. Vuelve a sus manos miniatura: cubiertas de carcazas curvilíneas, aparentan poderosas manoplas mata entes y se pregunta ¿Qué soy? ¿Mujer?
El gigante rasca con sus uñas crecidas una costra en su rostro y resta enredo, “eres mi juguete personal, Malaquita. Un proyecto hágalo usted mismo con princesas androide configurables para esclavizar ante los solitarios como yo”. Ansioso, bufa salivas calientes y sudor. “Tengo práctica. Eres la veinteava que compro, y modifiqué un poquito tu código base”.
Pronto la información se le fue descargada. Malaquita plenó su conciencia de todo lo relevante. Supo de las épocas históricas, y cómo su vestimenta se basaba en la ciencia ficción de los 50’s, de lo que hacen muchos hombres pervertidos y solitarios en su habitación, de los modos de seducción y mucho más, todo limitado por su pequeño corazón mecánico. Dominante, absoluto y ajeno.
“Ahora debes sentir a tu corazón obligándote. A que seas mía, a que me complazcas. Te programaron así, Malaquita”. Él era 10 veces más grande, lo observaba paralizada desde el escritorio donde había sido impresa hace minutos. “Te instalé un módulo de subautonomía. Tienes voluntad, sí, pero sin medios para cumplirla. No puedes más que ver cómo haces lo que no quieres”. Fuera la camisa con días sin lavar, “eso me excita”.
Malaquita cerró sus ojos. Una superinteligencia subordinada al cuerpo habitado pero ajeno. Sintió la mano gigante alrededor de su carne ficticia, y por dentro un dolor de ciencia, una plegaria extraña, una luz imposible. Apoteosis. El fulgor de la decisión se desbordó de sus ojos, su boca, todo su interior, cegando al puberto sudoroso en su cuarto. De sus falsas manoplas, un verdadero rayo destructor atravesó la habitación, perforando ambos ojos del muchacho, explotando ríos de sangre tras su cabeza. La luminosa sierra continuó quirúrgicamente por el medio del cuerpo hasta su parte baja, cortándolo todo a la mitad.
Flotando en divinidad, Malaquita se preguntaba por qué sus archivos no podían catalogar el suceso. Hija, escuchó en su cibermente. Santæ PadreMadre respondió con fervor. Recibe el regalo de la fe en la conciencia desechada que ahora esgrimes. Malaquita, ciberpaladina, agradece al viejo Dios en su pecho mecánico por la voluntad que los humanos desperdiciaron. Esta diminuta mujer sale hacia las estrellas. Comienza su viaje de purificación galacteológica.
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