luisavzquezvle12751 Luisa Vázquez

No siento la más mínima vergüenza de reconocer que soy una enamorada de la Copla. Al final, sus letras son relatos con música. Algo parecido a este que me inspiró la canción “Nena”.


Romance Todo o público.

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Nena

No siento la más mínima vergüenza en reconocer que soy una enamorada de la Copla. Al final, sus letras son relatos con música. Algo parecido a este que me inspiró la canción “Nena”.

Éramos cinco, cinco mariposas llenas de colorido, cinco princesas etéreas, cinco aves del paraíso que con sus trinos alegres inundaban el pequeño taller de costura.

Nuestras manos ligeras, volaban por encima de la tela armadas de aguja e hilo, transformando lo informe* en bonitas creaciones que lucirían mujeres más afortunadas que nosotras.

Pero eso no nos entristecía porque, a pesar de que nuestro mundo era pequeño, nuestro horizonte estrecho y nuestros sueños escasos la felicidad no nos era ajena.

Nos conformábamos con recorrer, cada día, el camino de casa al taller y viceversa agarradas del brazo, palomas que embellecían la calle con el paso optimista e ilusionado de la juventud. Nos explicábamos pequeños cotilleos unas a otras de manera atropellada, contando a quien no había podido oírlo, el último capítulo del serial radiofónico. Pero, sobre todo hablábamos de chicos, porque el mayor deseo que teníamos en aquella época era encontrar nuestro a Príncipe de brillante armadura. Soñábamos con un hombre de verdad, un hombre que cuidara de nosotras, que nos amara sobre todas las cosas y llenara nuestras vidas de preciosos bebés.

Habíamos empezado a trabajar en el taller con escasos 14 años, pero nos conocíamos desde siempre. Vivíamos en la misma calle y de niñas jugábamos con nuestras muñecas de cartón, porque el sueño de esposa y madre ya había aparecido en nuestras vidas.

Llegada la adolescencia decidimos buscar un trabajo para entretener los días hasta la llegada de nuestros respectivos Príncipes, pero juntas, siempre juntas. Así fue como nos convertimos en las modistillas del barrio.

Hasta ese momento nuestros destinos habían transcurridos parejos, pero el futuro impredecible separa los caminos de las personas por muy fuerte que se sujeten de las manos.

Y así, mis compañeras maduraron y aceptaron a los pajes en vez de a los Príncipes y fueron abandonando la casa de sus padres y el taller para emigrar a otra ciudad, mudarse a otra calle y dedicar el resto de sus vidas a sus nuevas familias.

Yo no.

Yo decidí seguir esperando. No me conformaba con el cariño que se desprende de unas brasas a punto de extinguirse. Quería ser devorada por las llamas incontrolables de la pasión, esa pasión que te quema hasta las entrañas mientras, tú en tu locura, no te das cuenta.

Había tenido novios, claro. Pero ninguno había conseguido derretir el hielo de mi corazón. Eran buenos chicos, trabajadores, cariñosos, pero para mí solo representaban la sombra de un hombre, de ese hombre que yo esperaba. De ese que no se conformaría con buscar una compañera “porque es lo que hay que hacer”

Transcurrieron los años, yo seguía sentada en mi silla del taller, acompañando el pasar del tiempo inexorable con las puntadas de mi labor. Nunca más hice amistad con ninguna de las chicas que trabajaron en él. Me limitaba ha refugiarme en un rincón y el resto aprendió a respetarme. Cada día más silenciosa, cada día más triste, cada día más sola.

De repente, cuando todos habían aceptado que me había convertido en una solterona y que pronto se me agriaría el carácter y se ajaría mi piel, algo extraordinario ocurrió.

Era una preciosa mañana de primavera y decidí acudir a mi trabajo por el camino más largo. Las calles lucían engalanadas, llenas de banderas de colores colgando de lado a lado y balcones donde los claveles rojos y reventones luchaban por hacerse un sitio en un espacio tan pequeño y abigarrado. Todo este despliegue se repetía cada año para dar gracias al Patrón de la ciudad.

Yo andaba distraída contemplando tanta belleza y no fui consciente de en que momento y porque, algún remolino imparable había conseguido derribarme. Lo único que supe es que, de repente me encontré tirada en el suelo. Levanté la cabeza indignada y humillada por aquel atropello, dispuesta a protestar de la manera más vehemente cuando lo vi a él.

Vestido con su traje de luces, su montera en la mano, alto y varonil. El pelo rubio y ondulado, recogido en la nuca con la típica coleta, relucía con el sol que se escondía a su espalda dejándole a él todo el protagonismo. Me miraba con expresión asustada en su cara pálida donde unos ojos negros, grandes y expresivos ocupaban gran parte de su cara.

- ¡Señorita, válgame Dios, no la he visto! ¿la he lastimado?

Yo le oía lejos, como si me hablara desde otro lugar, desde ese sitio de donde vienen hombres como él. Países lejanos llenos de castillos y caballeros enfundados en armaduras de plata y oro, como su traje de luces. Donde se saluda a las damas con grandes reverencias de sombreros negros emplumados parecidos al que él sujetaba en su mano, doblando el espinazo hasta casi tocar el suelo como estaba haciendo él.

- ¡¡Señorita, señorita!!

Su voz ya sonaba con el apremio de la alarma ante mi falta de respuesta. Por un momento debió pensar que la caída me había dejado tonta.

De golpe fui consciente del corro que se había formado a mi alrededor, todos con la respiración contenida a la espera de mi reacción. Se imponía una respuesta acorde con la situación.

Me levanté de un salto con la cara roja de indignación (¡y de vergüenza!) y le grité:

- Pero buen hombre, ¿por qué no mira por donde va? ¡podría haberme roto algo!

Él me miró con una leve sonrisa, pálido todavía, pero con expresión de alivio.

- ¡Lo siento muchísimo! Estos amigos han tenido a bien agasajarme y con la alegría del encuentro no me fijé en que ya estábamos en la calle. ¿Podrá perdonarme? ¿se ha hecho daño?

- No – contesté – afortunadamente estoy entera, pero ¡no gracias a usted!

Me sonrió de una manera encantadora y yo hice un esfuerzo sobrehumano para mantener mi expresión de enfado.

- He contraído una deuda con usted, tengo que hacer algo para que me perdone – me dijo engolando la voz - ¿qué le parece si la invito a cenar esta noche en mi hotel?

¡No podía creerlo, el caballero andante, aquel adonis vestido de luces me estaba proponiendo una cita… a mí!

Mi primer impulso fue aceptar de manera vehemente, pero rápidamente me di cuenta de que no era una actitud adecuada para una señorita… y menos con tanta gente mirando.

Así que volví a mi actitud indignada para contestar:

- ¡Pero que se ha creído, invitar a cenar a una señorita y en su hotel! ¿Qué se piensa que soy?

Él perdió su expresión de atractivo coqueteo y se puso serio.

- ¡Por favor, en ningún momento he pretendido ofenderla, fue la mejor manera que se me ocurrió para disculparme!

Yo no estaba dispuesta a perder la oportunidad de volver a verle así que, y a riesgo de parecer “ligerilla”, le contesté:

- Está bien, si insiste. Venga a buscarme mañana a las diez de la mañana, iremos a pasear al parque y podrá invitarme a un gaseosa.

- ¡Claro! – respondió – no me fijé en que usted no era una mujer cualquiera. Deme su dirección y pasaré a buscarla a las diez en punto.

En las horas previas a nuestra cita conseguí averiguar todo de él. Era dueño de una ganadería taurina heredada de su padre en Córdoba y desde joven había tenido pasión por los toros. A pesar de no necesitar jugarse la vida por dinero, se había dedicado en cuerpo y alma a su afición. Con el tiempo se convirtió en uno de los mejores matadores de la década de los 50.

Evidentemente era el Príncipe que yo llevaba esperando toda mi vida. Y las dudas se clavaron en mi alma, no sería jamás el novio que una chica de mi condición tendría. Probablemente me veía como una conquista, alguien con quien pasar unos días de pasión para después olvidarme y dedicar su atención a la próxima. Y yo ¿qué estaba dispuesta a hacer? ¿Disfrutar de esos momentos maravillosos, aunque perdiera mi vida y mi reputación en el intento? ¿o le rechazaría con la esperanza de que su interés por mí pasara por encima de conveniencias sociales?

Solo me quedaba esperar al día siguiente para saber el efecto que él ejercería sobre mí.

¡Y fue demoledor! Cuando apareció ante mi puerta vestido como el señorito andaluz que era, con un ramo de claveles rojo sangre en las manos y su mirada ardiente, esa que quemaba mi piel cuando la posaba sobre mí, firmé mi sentencia. Me di cuenta de que no podría negarme a nada que él me pidiera, aunque eso significara arder en el infierno el resto de la eternidad.

Salimos unas cuantas veces más antes de que me invitara a pasar unos días en su finca, yo sabía que mi reputación se perdería en el mismo instante en que le dijera que sí, que sería una mujer marcada que jamás volvería a ser considerada “decente”. Pero ansiaba de tal manera sentir el calor de sus manos sobre mi cuerpo, sus besos ardientes en mi boca, que ya había aceptado la condena antes de cometer el delito.

Fueron los días más maravillosos que una mujer podría soñar. Entregada en cuerpo y alma a él, me diluía cuando me susurraba al oído:

“Nena, que mi vida llenas de ilusión. Deja que ponga con embeleso junto a tus labios la llama divina de un beso” (de la canción “Nena” de Joaquín Zamacois. Interpretada por Sara Montiel en la película “El último cuplé”).

Volví a mi casa embriagada de un amor que para mí ya sería eterno, aunque conociera a miles de hombres más a lo largo de los años que me quedarán por vivir, jamás podría amar a ninguno. Mi corazón se consumió en la vorágine de su voz sensual, de sus manos ardientes, de su deseo incontrolable. Ya solo latía para él.

Cuando nos separamos creí morir pensado que ya no volvería a verle. Pero una mañana, tres días después, lo encontré en mi puerta. En su mirada no solo había deseo si no que chispeaba de cariño y lealtad. Sabía que jamás me amaría con la entrega que yo lo adoraba a él, pero me inflamaba de orgullo que hubiera vuelto a mí y con eso me bastaba. Me dijo con voz temblorosa:

“Nena, que mi vida llenas de ilusión. Deja que ponga con embeleso junto a tus labios la llama divina de un beso” (de la canción “Nena” de Joaquín Zamacois. Interpretada por Sara Montiel en la película “El último cuplé”).

Durante meses respiramos el uno para el otro. Nada nos distraía, ninguna fuerza era capaz de separar nuestras miradas, nuestras manos, nuestros cuerpos.

Hasta que aquella tarde llegó...

Las cinco de un día de Feria, él hizo el paseíllo con el mismo traje con el que le conocí. Me brindó su último toro, me lanzó la montera que cayó en mi regazo, encima de mis manos enlazadas en una oración constante. Al entrar a matar yo cerré fuertemente los ojos y entonces se oyó el grito unánime y horrorizado de la plaza entera. Miré con la angustia atenazándome la garganta. Allí estaba, en brazos de su cuadrilla, blanco como el papel y con el rojo brillante de la sangre cubriendo el cuerpo tan amado.

Corrí hacia la enfermería convertida en un fenómeno de la naturaleza, nada podía parar mi ciega carrera, solo quería verle, coger su mano, besar sus labios.

Cuando llegué el médico me envolvió en un abrazo comprensivo, me miró con pena infinita y me dijo:

- Se muere y quiere verte por última vez. Pasa.

Me acerqué a la camilla, mi alma ya estaba devastada antes de verle, cuando toqué su rostro transido por el dolor me miró con amor y haciendo un esfuerzo sobrehumano me dijo:

“Nena, que mi vida llenas de ilusión. Deja que ponga con embeleso junto a tus labios la llama divina de un beso” (de la canción “Nena” de Joaquín Zamacois. Interpretada por Sara Montiel en la película “El último cuplé”).

Y me convertí en la viuda doliente de un amante que me robó la vida cuando se fue.

*2. adj. De forma vaga e indeterminada.

6 de Junho de 2019 às 08:49 0 Denunciar Insira Seguir história
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Fim

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