Toda la santa noche cuento los minutos que faltan para levantarme. Pongo alarmas intermedias para saber que aún tengo tiempo para dormir un poco más. Paso toda la noche pensando e imaginando ese tedioso momento que romperá mi descanso.
Suena la primera alarma y doy manotazos al aire tratando de encontrar a mi cruel torturador.
─ ¡Apágate! ¡Dios!
Corro el dedo por la superficie del celular y el martirio en forma de sonido se desvanece.
─ ¡Por fin!
Me viro boca abajo y escondo la cabeza bajo la almohada.
Suena la segunda alarma.
─ ¡No! ¿Ya?─protesto
Estiro la mano buscando el celular; apago la alarma y lo abrazo.
─Si lo abrazo a lo mejor no suena ─susurro estrujándolo contra mi rostro.
Pero ahora la tercera alarma tintinea y me vibra en la cara a la vez.
─ ¡Ño!
Me viro boca arriba con el celular en la mano derecha y me pongo otra almohada en la espalda para quedar medio sentada ¡Quizás así me despierte más rápido! Pero mi cabeza se balancea y me caigo de lado.
Suena la cuarta alarma y me recuesto otra vez a la almohada de un salto.
─ ¡Se acabaron las alarmas! ─protesto y con los ojos entreabiertos las quito todas.
─ ¡Café! ¡Café! ─suplico a ver si algún alma caritativa me escucha.
Cuando estoy a punto de dormirme mi esposo aparece con una taza recién hecha de café bien fuerte. Me lo tomo casi sonámbula y caigo en estado vegetativo por varios minutos.
De repente un ruido estruendoso se escucha en el cuarto. El café hizo efecto. Salí corriendo al baño.
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