jess_yk82 Jessica

Korbian es un cazador de seres mágicos que se gana la vida aceptando peligrosos encargos. Pese a su valía ante todo tipo de criaturas, ha pasado los últimos años huyendo de una estabilidad con la que no supo lidiar y de las personas que formaban parte de ella. Una noche recibe un misterioso encargo que no puede rechazar, pues en juego está la vida de una persona muy especial: su hijo, a quien ha visto solo dos veces desde que nació. Para Dryan aceptar la ayuda de aquel desconocido no resulta sencillo, pero dado que es su pellejo el que está en juego, accede a llegar con él hasta las montañas de Scátena, hogar de titanes. Lo que allí encontrará, sin embargo, le hará cuestionarse la razón de su viaje y el precio de su propia vida.


Fantasia Épico Todo o público.

#fantasía #aventuras #relato #titanes #gigante
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El encargo

Mientras esperaba, paseó la mirada a través de aquella lúgubre estancia. No era la primera vez que estaba en aquel lugar, ni siquiera la segunda ni la tercera. Pero la costumbre no había logrado nunca sacudirle de encima la inquietud que le acariciaba cada vez que se encontraba allí. Las telarañas cubrían la enorme lámpara que colgaba de los altos techos. Korbian solía pensar que en algún momento debió de ser elegante y refinada; incluso, hermosa. U ostentosa tal vez.

Caminó despacio, tratando de ignorar el crujido que sus recias botas generaban en los viejos tablones de madera del suelo. Acercarse a la única ventana que había allí le permitió tomar una bocanada del aire frío y húmedo de la noche, espantando momentáneamente la sensación asfixiante que lo atenazaba. La negrura era total a su alrededor y a los pies de la torre, las copas de los árboles se mecían, sacudidas por el viento. Una ráfaga helada cruzó frente a él, sacudiéndole el pelo. Se llevó la mano a la mejilla al percibir algo afilado rasgándole y sonrió ante el hilillo de sangre que le brotaba desde un pequeño corte. Se volvió, con calma, consciente de la presencia que le había originado aquello.

–Cazador... –murmuró la voz áspera de la bruja.

–Aynissa... –la saludó él.

–¿Lo has traído?

–Para eso estoy aquí.

La mujer se acercó despacio hasta el enorme bulto que había sobre la mesa, cubierto con una sucia sábana. Sonrió mientras parloteaba por lo bajo y le dedicaba fugaces miradas a Korbian, que se mantenía inmóvil, junto a la ventana.

Aynissa era una mujer pequeña, de apenas un metro y medio, pero pocos, por no decir nadie, dudaba de la grandeza de sus poderes, temidos a lo largo y ancho de toda la región. La estirpe de brujas estaba en decadencia, como muchas otras de las especies mágicas de aquel mundo, pero aunque así fuera, meterse en problemas con ellas podía ser tan poco recomendable como provechoso colmarlas de favores.

Apartó la sábana con sus manos arrugadas y temblorosas, y sus ojillos pequeños brillaron cuando lo tuvo frente a sí.

–Licántropo... –musitó.

Acarició el denso pelaje de aquel extraño lobo de grandes dimensiones que se tendía sobre su mesa. Unos enormes colmillos ensangrentados asomaban desde su boca entreabierta y sus ojos, de un amarillo desvaído se fijaban en la nada. Aynissa le abrió más la boca, hurgando con sus dedos, y la observó con atención.

–Te ha mordido –apuntó.

–No es nada.

–Si no lo tratas –respondió la bruja, acercándose más a él– en pocas horas serás uno de ellos. Lo sabes bien, Korbian.

–Lo sé y tengo recursos para ello, bruja.

Los finos labios de la mujer se curvaron en una sonrisa que desprendía de todo menos amabilidad. Con un gesto de su cabeza, se apartó las greñas grises y enredadas que le caían sobre la frente y caminó de forma costosa hasta acercarse aún más a Korbian. Su mano sostenía una pequeña bolsita de contenido tintineante que él aceptó de buen grado.

–Ahí tienes lo acordado –sentenció.

–Siempre es un placer hacer negocios contigo.

–Lo imagino.... Y ahora lárgate.

Korbian se ajustó la capa y saludó a Aynissa con la cabeza mientras cruzaba la sala, en dirección a la salida.

*****

Mientras su oscuro corcel avanzaba plantándole cara al viento que soplaba desde las lejanas cumbres, Korbian había contado las monedas hasta en tres ocasiones. Su eficacia como cazador de bestias estaba tan probada como la honestidad de Aynissa al pagarle, pero eso no había sido siempre así y en sus primeros tratos, la bruja solía tomarle el pelo con recompensas poco apetecibles.

Korbian guardó la bolsita en su camisa y buscó en las alforjas del caballo una ampolla de color transparente con apenas un poco de líquido en su interior. Arrancó el tapón que la mantenía cerrada de un mordisco y sorbió de un solo trago el agrio contenido. Cerró los ojos y ahogó un quejido. Su sabor era repugnante pero su eficacia estaba más que comprobada, y aquella sería la única manera de no acabar convertido en un licántropo después de haber recibido la mordedura de uno durante su última cacería. Sintió la garganta ardiendo y casi podía notar el líquido resbalándole a través del esófago pero cerró los ojos, aliviado al saberse a salvo de una posible transformación.

A medida que se acercaba a la aldea, dejando atrás el sombrío bosque, el ánimo se avivaba nuevamente en su interior. Estaba cansado y somnoliento pero en su bolsillo disponía de las suficientes monedas de oro como para darse un buen homenaje en la mejor taberna de la aldea.

Azuzó al caballo y en pocos minutos hubo llegado, por fin, a las callejas de Engard. Eran angostas y oscuras, y el viento se colaba, juguetón, entre ellas, levantando silbidos en la noche profunda; unos silbidos que quedaron ahogados con las risotadas estridentes que se alzaron al llegar a la taberna. Empujó la puerta y el calor lo abrazó, dándole la bienvenida. Su llegada no pasó inadvertida para todos, pues muchos eran los que recelaban de él en la aldea. Otros, estaban demasiado borrachos para reparar en su aparición. Pero ajeno a la indiferencia y a la desconfianza generada por él mismo, Korbian tomó asiento en la barra y le pidió al tabernero un vaso de su mejor licor. Su sabor eliminó rápidamente el agrio gusto que le había dejado la poción contra los licántropos, y en pocos minutos, tras un par de vasos más, notó sus mejillas encendidas y todo su cuerpo acalorado.

Cuando se disponía a gastar las últimas monedas, algo en su cabeza le hizo detenerse; un pensamiento que solía torturarlo cada vez que anidaba en su mente, más frecuentemente de lo que le agradaría. O quizás no. Un nombre: Dryan. Antes de que pudiera empezar a torturarse con él, no obstante, unas manos lo agarraron, arrastrándolo con fuerza. Trató de revolverse, y su puño cerrado llegó a impactar con algo o alguien que le devolvió el golpe. Mareado y aturdido, ya no fue capaz de seguir luchando.

El impacto de su cabeza contra la pared nubló aún más sus sentidos. Percibía el frío en su piel y pese a todo, tuvo claro que estaba fuera de la taberna y que quien quiera que hubiera sido el que lo había llevado hasta allí, aún seguía sujetándolo. Logró alzar la cabeza y apenas fue capaz de distinguir nada más que bultos negros moviéndose en las sombras; dos de ellos lo mantenían sujeto contra la pared, mientra que un tercero permanecía frente a él.

–¿Tú eres el cazador? –preguntó una voz grave.

–Eso depende de quién seas tú –respondió él.

Alzó la cabeza, gritando, invadido por un dolor cuyo origen no supo situar.

–No tengo demasiado tiempo, así que seré directo –volvió a decir la voz, mientras la sombra de su oscuro propietario, se acercaba más a él, acrecentando en Korbian la sensación de frío–. Francamente esperaba encontrar a alguien más... digno y no un borracho arrastrándose por las tabernas de esta aldea inmunda, pero si lo que cuentan sobre ti es cierto, supongo que esto es algo que puede pasarse por alto. Tengo un encargo para ti.

–Pues no estás haciendo demasiado para ganarte mi favor y...

Volvió a interrumpirse cuando de nuevo aquel dolor agudo que le nacía en lo más profundo de las entrañas, sin que nadie le hubiera puesto una mano encima, le castigó.

–Quiero las lágrimas de un titán.

Korbian abrió los ojos y percibió un sudor frío resbalándole por el rostro.

–Las lágrimas... de un... –logró musitar.

–De un titán. En las manos adecuadas, su poder es descomunal –aclaró su interlocutor–. Y tengo entendido que no quedan muchos, de modo que te sugiero que no falles.

Korbian sonrió.

–Y apuesto a que tus manos son las adecuadas –respondió con sorna.

El encapuchado guardó silencio.

–Yo solo cazo bestias –apuntó Korbian–. No gigantes. Ni enanos. Ni brujas. Ni...

–Del éxito o el fracaso en tu cometido –lo interrumpió la oscura sombra, sujetándolo del cuello– dependerán sus vidas.

–Las vidas de... –balbuceó.

–Confío en que la de ella te sirva de advertencia. Él depende de ti. Su cuenta atrás ya ha empezado. Las lágrimas de un titán o la sangre del muchacho. Y no hablo de una herida.

–¿Quién demonios eres? –exigió saber Korbian, iracundo.

–Soy aquel que de la muerte se surte –murmuró el extraño, soltándolo y manteniéndose a la misma distancia. Su aliento gélido le golpeó en la cara como una ráfaga de viento seco y cortante.

Korbian trató de distinguir sus facciones bajo la capucha oscura que las ocultaba, pero entre la negrura de la misma solo había más negrura.

–Nigromante... –murmuró, tratando de reprimir el temblor en su voz.

–Diez días. Es el plazo que te concedo.

Los dedos que lo apresaban se aflojaron y las sombras se fundieron en la noche, dejándolo solo y vencido ante sí mismo y el eco de unos nombres que martilleaban en su cabeza como fantasmas. Tambaleándose aún por causa del extraño efecto que el nigromante había causado en él y por el propio licor que invadía su cuerpo, se puso en pie y corrió hasta su caballo.

*****

El alba despuntaba ya en el horizonte cuando Korbian llegó hasta las recónditas tierras de Trissa. Sabía que cada minuto que pasaba era oro, un oro mucho más valioso que cualquiera de las monedas que había contado en sus bolsillos, pero necesitaba cerciorarse de que ellos estaban bien y de que las palabras del nigromante habían sido solo una etérea amenaza. No dudaba de que aquel extraño pudiera cumplirlas si él no lograba lo que le había encomendado, pero confiaba en poder conseguirlo sin que las consecuencias hubieran empezado a desencadenarse.

Una nostalgia nueva y extraña le oprimió el corazón al divisar la casita desde lejos. Su chimenea desprendía una suave nube de un humo blanco que se alzaba hacia el cielo, danzante y etérea. Tomó aire y bajó del caballo, ignorante del recibimiento que podía esperarle. La última vez que los había visto, él no era más que un mocoso de tres años y en ella quedaba muy poco de aquella joven enamorada. La decepción que había leído en sus ojos, sin embargo, le había dolido más que si hubiera visto reflejado el más nítido odio en ellos. De aquello habían transcurrido ya trece años y aunque alguna que otra vez se las había ingeniado para hacerles llegar algunas monedas de oro, Korbian era consciente de que siempre había dejado mucho que desear, como padre y como hombre.

Tragó saliva al hallarse frente a la puerta y golpeó sin permitirse más vacilaciones. Pero lejos de abrirse, la hoja cedió y el nudo que lo había acompañado en el estómago ascendió hasta su garganta, apretándose más. Al ver que nadie aparecía, se atrevió a empujar ligeramente y se asomó hasta el interior de la casita. Todo estaba limpio y ordenado. El escaso y viejo mobiliario que la vestía era tal y como lo recordaba, y por un momento deseó regresar a un tiempo en el que todo era más sencillo.

El silencio imperante le puso los pelos de punta y avivó en él un inusitado temor. Caminó despacio, dubitativo. Por momentos, ni siquiera sabía si lo que le asustaba era la posibilidad de que Isabella no apareciese o el hecho de que lo hiciera, reclamándole y mirándolo de nuevo de aquella forma que siempre llevaría clavada en su alma. Sin embargo, algo espantó sus temores de manera inesperada. Anduvo con más de determinación hasta la pared del fondo, donde se anclaban extrañas criaturas embalsamadas; criaturas que, pese a su exotismo, no le resultaban desconocidas: trolls, trasgos, duendes salvajes y hasta un licántropo joven; de no más de dos años. Todo el mundo sabía lo que costaba dar caza a aquellos seres mágicos, cuya fuerza o poder resultaban suficientes para acabar con varios hombres. Un lustroso arco se apoyaba sobre la pared en un rincón algo más apartado. Se aproximó, incapaz de reprimir una sonrisa y lo acarició, agachándose frente a él; maravillado, casi, a pesar de su sencillez.

La hoja de la puerta estampándose contra la pared le hizo erguirse como un resorte. Se volvió y pese a lo mucho que había cambiado, lo reconoció al instante.

–Dryan... –murmuró.

El recién llegado se mantuvo inmóvil, observándolo. Su cabello oscuro se revolvía en multitud de ondas, mientras que sus ojos claros llevaban grabados el fuego que un día había brillado en los del propio Korbian.

–¿Quién eres y qué haces aquí? –exigió saber el muchacho.

Tragó saliva y por un momento valoró la opción de mentir, de hacerse pasar por un ladrón y salir huyendo de allí, pues al fin y al cabo, ya había comprobado que el joven estaba bien y, por tanto, debía apresurarse para cumplir con la misión que el nigromante le había encomendado, en pos de salvaguardar su vida. Pero aquel oscuro ser también le había anunciado algo más, un hecho que, del mismo modo, necesitaba constatar.

–¿Dónde está... dónde está Isabella? –preguntó, con apenas un hilo de voz.

El muchacho entrecerró los ojos y se acercó un par de pasos. Frunció los labios y apretó los puños en un gesto de rabia contenida. Lo había reconocido; o mejor dicho, había deducido quién era, pues ni siquiera lo había visto las suficientes veces como para poder conferirle la identidad que le correspondía. De pronto, Dryan relajó el gesto y se despojó de la aljaba y el arco que llevaba colgados a la espalda; un arco mucho más pequeño que aquel en el que Korbian había estado recreándose.

–¿Para qué quieres saberlo? –espetó con dureza.

Él se mantuvo en silencio, sin saber qué razón otorgarle a aquella pregunta.

–Pues...

–Mi madre murió el invierno pasado –le interrumpió el muchacho–. ¿Quieres algo más?

Korbian se llevó las manos a la frente y trató de no hacer evidente su angustia.

–¿Cómo ocurrió? –se atrevió a preguntar.

–Enfermó. Hambre, penurias, frío... ¿Quieres algo más? –repitió.

–Quiero verla.

Dryan sonrió.

–Acabo de decirte que está muerta.

–Su tumba.

–Su tumba está en el camposanto.

Korbian observó al muchacho con el ceño fruncido. Había deducido que reconocía su identidad, pero el hecho de que respondiera sin reparos a todas y cada una de sus preguntas le había hecho dudar. Su voz estaba teñida de indiferencia y sus respuestas eran secas y tajantes, pero no percibía odio en ellas.

–¿Sabes quién...?

Dryan alzó la cabeza y lo miró, relegando durante unos segundos sus quehaceres.

–Eres el hombre que dejó embarazada a mi madre de mí. ¿Me equivoco?

Korbian no respondió y cruzó el pequeño salón en apenas tres zancadas.

*****

No le había costado demasiado encontrar su tumba. El camposanto era pequeño y la lápida de Isabella, una de las mejor cuidadas. La roca pulida mostraba su nombre, junto a una breve inscripción: De tu hijo, Dryan, que siempre te amará. «Amar en vida; honrar en muerte».

Korbian acarició la suave piedra y cerró los ojos, vencido.

–¿Sabes? –empezó a decir–, aunque no lo creas, siempre supe que eras una mujer especial, diferente. Y por esa razón, a pesar de saber que deberías profesarme el más nítido odio, lo cierto es que no tengo ni la menor idea de qué me dirías al verme aquí, de rodillas ante tu tumba. Pero supongo que eso ya no importa. Nunca fui lo que merecías; eso está claro. Solo espero que mi castigo eterno sea suficiente para ti: nunca podré pedirte perdón. Por mi egoísmo, por mi incomprensión, por mi cobardía, por mi abandono... Lo único que puedo hacer ahora, aunque tarde, es jurarte que no permitiré que al muchacho le pase nada. Encontraré un titán aunque deba viajar hasta las entrañas de esta tierra maldita que hoy te devora, y le arrancaré el corazón, si es necesario, para verlo llorar. A Dryan no le sucederá nada. Te lo juro, Isabella. Te lo juro sobre tu propia tumba. Y apelo a tu compasión, a esa bondad que destilabas... para pedirte que me ayudes; no por mí, sino por él. Descansa –añadió, mientras sus manos aferraban montones de tierra húmeda–. Toma la paz que yo no supe darte.

6 de Março de 2019 às 16:20 0 Denunciar Insira Seguir história
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