Sudor, respiración agitada.
El hombre movía su pluma con tinta sobre la página, con el pasar del tiempo se rascaba los nudillos de la mano izquierda más frecuentemente.
No estaba seguro desde hace cuánto se encontraba escribiendo aquello, no estaba en su poder ya, la ironía era la que pintaba aquellas páginas de papiro con color rojo “Un obispo, susurrándole a demonios, un obispo, un obispo…”
El quinto día sus manos empezaron a luchar para detenerse, lo que alguna vez fueron sus nudillos ahora era piel roja, carne que caía en forma de trocitos sobre el papel.
Otra hoja. Otra hoja.
Se detuvo por unos instantes.
El sudor lo bañaba, no podía sentir la punta de sus dedos y los huesos de sus nudillos empezaban a visualizarse lentamente.
Era de noche, siempre que su conciencia volvía era de noche.
Criaturas del abismo lloraban por perdón en el bosque. Criaturas del abismo que alguna vez fueron como él, pero ahora son monstruos sin alma, son solo voces sin rostros.
“¿Cuánto más?” Se susurró.
Voces murmuraban en su oído, demonios.
Temblaba, no quería escuchar aquellas voces. Golpeó su cabeza contra la pared de adoquín, una y otra, y otra vez.
Las voces no callaban.
“¿¡Qué quieren!?” Gritó en desesperación.
“Escribe… Escribe…” Le respondieron.
Sin fuerzas se sentó nuevamente. Las paginas llegaban a un fin… “Un obispo, un obispo…”
Algunos de sus dedos ya no se movían, podía sentir la carne muerta, la infección naciendo en su mano izquierda.
El hambre lo carcomía, lo convertía en una bestia, en un monstruo, uno sin corazón, uno que ya no era humano, que solo era una pluma con tinta y sangre proveniente de sus manos.
Su estomago gruñía.
“¿Hambriento? ¿Hambriento?” Preguntaban los demonios en su cabeza “Escribe, escribe.” Demandaban.
“¡No!” Gritó el obispo “¡Ya no más! ¡No soy un títere del demonio, no lo soy!” Con sus ultimas fuerzas agarró la tijera en la cocina de la iglesia.
Después de levantarla no pudo moverse más.
“¿Hambriento? ¿Hambriento…?” Las voces eran casi inentendibles.
Garras lo agarraron de su trajeado, tirándolo al suelo con violencia. Las tijeras se movían como si estuviesen vivas.
Las puntas de sus dedos se agitaban con locura mientras aquella herramienta de metal desgarraba lo que alguna vez fueron sus manos.
Gritos de dolor. Podía sentir la carne viva de sus dedos siendo besada por el metal oxidado.
Lo que parecía un niño, sin labios y sin ojos agarraba los pedacitos que la tijera dejaba por detrás.
“Hambre, hambre. Tiene hambre.” La voz de aquella criatura salía de pequeños orificios que se movían al son de su voz en su cabeza. Parecía como un nido de avispas.
“Come. Come.” El hombre gritaba con todos sus pulmones, mientras aquella criatura forzaba los pedazos de carne adentro de su boca “Come, come.” Repetía.
Gritó tanto que sus pulmones se desgarraron y su toz venía acompañada de rojo.
Tambaleándose volvió a su asiento.
Ya no era humano, aquello que llamaban humanidad había desaparecido el momento donde la pluma tocó el papel.
“Termina, termina.” Las ultimas paginas llegaban a su fin.
Su estómago gruñía.
Le escritura continuó.
La noche interminable.
El suelo con sangre.
Finalmente la ultima pagina fue escrita. Él cerró aquel libro, aquella desgracia. Le faltaba un nombre.
“Señor obispo.” Dijo la voz de una jovenzuela.
“Tiene hambre, tiene hambre…” Las voces susurraban.
“¿Qué hace señor obispo? ¿Qué hace?”
La criatura se abalanzó sobre ella. Esta gritó con horror en sus ojos.
“¡El demonio! ¡El demonio!”
Mientras su paladar probaba la carne roja de aquella blanca víctima, los pequeñuelos comían su podrida extremidad, la cual olía a putrefacción.
Al libro le faltaba un nombre, le faltaba un nombre.
El obispo lloraba, mientras aquella delicia roja rosaba su paladar.
Vio aquel color y le fue claro.
Los chiquillos se alimentaban de él.
“Rauðskinna…” Susurró, mordiendo aquella piel roja.
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