Estaba indecisa, mirando hacia aquel mueble mientras cruzaba sus largas piernas y agitaba la llave con su mano derecha. No podía negar la gran agitación que sentía por dentro. Sabía que ese momento llegaría pronto...
Recordó cuantas veces le repetía que aquello no valía la pena, que a la larga sólo le causaría dolor y sufrimiento, pero nunca se dio por vencida. Lo amaba demasiado como para dejarlo ir tan fácilmente.
Miró su reloj: ya era hora. Sus manos temblaban nerviosamente y rezó porque no le fallaran las fuerzas. Pero pudo abrir el pequeño compartimento y extraer lo que había en su interior.
Vestida con un sencillo vestido negro y un sombrero de ala ancha, apoyada del brazo de su mejor amiga, se puso en pie. No era momento de dejarse vencer por el dolor.
Acompañada por una comitiva a sus espaldas, se negó a que nadie que no fuera ella tocara el contenedor. No quería que nadie más cargara con su cruz.
Agradecía no haberse maquillado ese día, ya que las lágrimas empezaron a rodar silenciosas por su pálido y bello rostro sin poderlo evitar, empañando su iris azul gris.
Llegó a la montaña, a la hora del crepúsculo, la hora que más le gustaba a él. Caminó varios metros adelante.
Finalmente suspiró y abrió la urna de madera, mientras se desataba una ráfaga de viento llevándose su sombrero y sintiendo que sus cenizas la envolvían amorosamente, despidiéndose.
Sonrió agradecida. Ahora sí podía dejarlo ir en paz...
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