Una tarde de invierno, mi alma se volvió cenizas.
El dolor oprimía mi pecho impidiendo el grito que pugnaba por salir.
Orquídeas esparcidas por todo el lugar daban paso al escenario donde reposaba inerte la dueña de esos ojos que admiraba sin cesar, ahora vacuos, sin brillo.
Una de esas orquídeas yacía sobre su abundante cabello platinado, ese suave manto que me dejaba embelesada.
Una orquídeas más, reposaba sobre el vestido que traía consigo, ahora convertido en trozos que apenas cubrían su piel, esa que disfruté tantas veces hasta el amanecer.
De sus labios entre abiertos, salía un líquido espeso de color rojo carmesí.
Me obligué a girar, no podía ver más. El culpable de este oprobio debía pagar, por ella y por mí, por ambas. Esa tarde de invierno se lo prometí.
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