A un libro siempre que lo abrimos le exigimos que nos sorprenda. ¿Es posible sorprender hoy al lector con un libro sobre gladiadores? Las pasiones y los placeres son los mismos hoy que en el mundo clásico. La historia y los distintos cambios sociales han ido transformando el envoltorio, la retórica, pero la esencia no ha variado ni un ápice.
Este libro nos regala unas cuantas sorpresas. Pone en solfa la imagen del gladiador que se había instalado, inamovible, en el imaginario colectivo como paradigma de la crueldad y el sadismo. Pone a disposición del lector todo lo que hasta hoy se ha investigado sobre el mundo de los gladiadores sin agobiarnos, con rigor y amenidad. Hay un empeño claro de actualización científica y de sistematización de varios aspectos de la actividad gladiatoria que aparecían deslavazados, de situar un hecho capital del mundo antiguo en su contexto para entenderlo en toda su rica realidad. La imagen del gladiador visualmente impacta, estremece la mayoría de las veces, e intelectualmente inquieta, perturba, incomoda incluso.
Y a partir de aquí, con mimo de arqueólogo, se propone la reconstrucción de la verdadera figura del gladiador cargándola de sentido a través de referentes culturales claros, situando al gladiador en el contexto de su vida cotidiana, su consideración social, su reclutamiento, su alimentación, su entrenamiento, sus afectos, su papel en todo el entramado empresarial de un espectáculo perfectamente reglado.
Olvídense de los pulgares arriba y abajo y de la famosa frase de saludo al emperador y pasen a conocer a los gladiadores como seres humanos con nombres propios, inmersos en un tiempo y en una época que los idolatraba y odiaba a partes iguales.
Los espectáculos seducían a todo el mundo, fueran senadores o filósofos, nobles o plebeyos: a los gladiadores, pese a la mala fama con la que cargaban, se les apreciaba de manera especial por estimular el coraje, el valor, la disciplina en los espectadores. Había críticas procedentes de los utópicos, que consideraban este tipo de espectáculos como una futilidad. Pero Cicerón asistía sin rubor y Séneca, el epicúreo, con reparos; el propio Mecenas reclama a Horacio el programa del día. Incluso Marco Aurelio, que teóricamente renegaba de ellos, no tenía más remedio que asistir por obligación de su cargo. Se trataba de una pasión colectiva: el público asistente, como auténticos hooligans, apoyan a su gladiador preferido provocando disturbios que llegaban a preocupar a los magistrados responsables de la seguridad ciudadana. El papel de los espectáculos en la vida antigua no dejan de sorprendernos hoy: vemos a los personajes más distinguidos e incluso a los poderes públicos confesar sin vergüenza la importancia que les atribuían: las ciudades y sus mecenas se arruinaban por poder construir un anfiteatro; ahí residía el secreto del poder, disfrutar de un espacio para exponerlo.
Es comprensible una pasión así y hasta sería fácil establecer una analogía con los espectáculos deportivos de la actualidad, pero sería engañosa: los espectáculos antiguos, no eran materia de afición individual (por oposición a la vida colectiva o política); tampoco eran placeres exclusivamente populares (por oposición a un modo de vida distinguido); ni cosa de ocio (frente a la parte laboriosa y seria de la existencia).
Los espectáculos antiguos eran públicos, constituían un placer común a todas las clases sociales. Eran un deber comunitario que había que respetar y no como actividad opuesta al ideal de vida laborioso. Los sabios condenan que el placer se convierta en pasión excesiva; la arena es crueldad. Pero la crueldad es de los gladiadores, son los gladiadores los que se prestan voluntariamente al asesinato o al suicidio. Los romanos, filósofos o no, no tomaban en consideración el sadismo de los espectadores, los que sufrían en la arena no eran ciudadanos romanos o habían renunciado a serlo. Los combates de gladiadores proporcionaban a la vida romana una dosis de placer sádico admitida sin reparos: el placer de contemplar los cadáveres, de ver morir a un hombre. El interés del espectáculo residía en la muerte misma de los combatientes, o mejor, en la decisión de degüello o perdón de un gladiador. Una gran cantidad de imágenes en lámparas, vajillas u otros objetos domésticos, reproducen este gran momento. El mecenas promotor del espectáculo solía representar orgulloso en un mosaico, pintura o escultura el momento del degüello. No deduzcamos, de un modo general, que la cultura romana fuese sádica, y no olvidemos que la primera preocupación de los romanos cuando colonizaban un pueblo bárbaro era prohibir, precisamente, los sacrificios humanos.
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