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Por los rastrojos de Coyaima y Natagaima


Alfonso Ortiz Sánchez

Recuerdo que cuando tenía seis años recorría las inmensas y ardientes sabanas de Hilarco, áridas y lúgubres, donde solo las ovejas deambulaban alimentándose de tallos del espinoso pelá que los indígenas utilizaban para hervirlo y preparar un bebedizo para bajar la fiebre de los enfermos de tifo, enfermedad que atacaba sobre todo a los niños. A esta sabana, de 2.000 hectáreas, la llamaban la manga polochuna y pertenecía a los indígenas quienes la conservaban desde antes de la llegada de los invasores españoles y había resistido la feroz embestida de los apetitos de los hacendados criollos quienes en innumerables ocasiones quisieron apoderarse, por las buenas o por las malas, de esa propiedad que los indígenas cuidaban, también, por las buenas o por las malas; mi recorrido no era de placer; salía todos los días, a las siete de la mañana, descalzo, a cuidar el rebaño de ovejas de mi mamá; las ovejas se desplazaban sin obedecer ninguna orden por toda la planicie, y en ocasiones avanzaban hasta una distancia cuyo recorrido implicaba 4 horas por senderos llenos de abrojos y de espineros de toda clase de hierbas. Por todas partes me tocaba seguirlas y cuidarlas para evitar el ataque de perros hambrientos que estaban al acecho, y sentían predilección por ovejos de pocos meses de vida. En una mochila de fique llevaba un pedazo de carne y unos cachacos asados que constituían mi almuerzo; tomaba agua caliente de los charcos que se formaban en la época de intensas lluvias. A las 6 de la tarde regresaba a casa, en Hilarco, con el rebaño. Día a día, se repetía la rutina, y mi mamá me hacía responsable de la integridad del rebaño como si fuera un adulto; cuando se perdía una oveja, el castigo era del tamaño de la pérdida. Si la pérdida era una o dos ovejas de ese tamaño era el castigo: 20 fuetazos, y si el ovejo era

pequeñito el castigo era benévolo pues solo recibía 10 fuetazos; de tanto fuetazo me salían callos en las nalgas; el castigo era frecuente porque, por rebeldía, después de la fuetera me dedicaba a jugar en el camino y dejaba las ovejas al capricho de los perros hambrientos.

Faltaban dos meses para la navidad, y como me decían que el niño Dios premiaba a los niños obedientes, juiciosos y rezanderos, en ese lapso me comportaba como una persona ejemplar: hacía todo lo que me mandaran, y rezaba todas las noches; le pedía al niño Dios un carrito de juguete muy bonito, y le pedía una pelota de fútbol; todo los días rezaba, y volvía a rezar; y me parecía que el niño Dios era la personita más tierna del mundo y entendería lo que es trabajar desde muy niño; me deleitaban los ojos azules del niño, y contemplaba su carita rosadita y su pelo dorado y ensortijado. Claro que a veces me preguntaba de dónde había salido ese niño tan especial y tan diferente de los niños de Hilarco que éramos pelinegros, mechiparados, piel color tierra y ojos oscuros como las noches hilarcunas. Ese niño Dios parecía de otro planeta; todas las mamás se extasiaban con la belleza y la ternura del niño.

Pero llegaba el día de navidad y a los humildes como yo no nos traía nada, ningún regalo. Mientras tanto a los niños ricos y desobedientes, que nunca rezaban, el niño Dios les traía bicicletas y juguetes de mil colores. Decepcionado, conseguí un ladrillo y lo amarré a una piola larga, y lo llevaba por las calles de Hilarco imaginándome que mi juguete era un carrito de verdad; cuando me vio un viejo ricachón en tono sarcástico, dijo: tan bonito el carro del güipa y yo le respondí: no ve hijueputa que es un ladrillo.

Al día siguiente volví a mi oficio de pastor de ovejas. En las largas caminatas bajo un sol ardiente renegaba del niño Dios, lo insultaba, y prometía nunca más rezarle y nunca más creer en él. Dudaba rotundamente de su existencia; ya no me parecía bonito; lo veía

cachetón, dueño de una sonrisa burlona; me parecía mechicandelo, ojos de gato, y con cara de niña. Nunca volvería a creer en él. En lo sucesivo si quería una pelota me iba a jornaliar para conseguirla y no pedirle a nadie ni rezarle a nadie, mucho menos a un güipa con pinta de gringo antipático, y discriminador social. A partir de ahí creí más y con sinceridad en los Dioses de mis ancestros indígenas; razón tenía el Taita Elpídio que siempre nos hablaba de los espíritus que protegían la naturaleza, y protegían la verdadera y estrecha relación hombre-naturaleza. Naturaleza y ser humano constituyen un solo ser. No volvería a creer en ese güipa. ¡Fuera de mi mente!

Hay instantes en la vida de las personas que, por alguna razón, cambian abruptamente el rumbo normal. Pues bien, un día mi vida tomó otro sentido; el destino me empujó por otros senderos que conducían a un abismo insondable, unas sima cuyas profundidades se presagiaban oscuras de aguas putrefactas. Cuando cumplí 9 años, fui con mi papá a desyerbar la platanera y mi oficio era hacerle de comer a 10 trabajadores. Llovía a cántaros y a las 10 de la mañana vino mi papá a verificar como iba el almuerzo, pero ni siquiera había podido prender candela debido al intenso y torrencial aguacero. Fue tal la ira de mi papá que me agarró a patadas, y a patadas me llevó, como si fuera un balón de futbol, y me llevó hasta la orilla del rio y, allí, quiso ahogarme en las turbias aguas del Magdalena; la suerte estuvo de mi lado porque uno de los trabajadores, con machete en mano, lo obligó a cesar su solitario partido de fútbol. Al llegar a la casa, de noche, y aprovechando la oscuridad me volé de la casa con un objetivo claro: algún día regresaría a cobrar venganza; mi venganza no tendría límites; con un cuchillo bien afilado, puntiagudo, le destrozaría a mi papá el cuerpo en varios pedazos, y con su cabeza jugaría fútbol en la plaza de Hilarco; así, con sevicia parricida, quedaría vengado mi dolor.

A partir de ese momento, con 9 años, descalzo, con pantalones remendados, empezó mi peregrinar por los rastrojos de Coyaima y Natagaima. Trabajé como jornalero en los algodonales, maizales, cañaverales y arrozales; mis días de jornales eran de 10 horas, y me pagaban la mitad de los que le pagaban a los adultos; en las noches dormía en enramadas construidas para la peonada quienes apeñuscados en los dormitorios pasaban la noche y daban un concierto de ronquidos y otros ruidos poco agradables, los ruidos eran de un volumen ensordecedor.

Según la temporada, recorrí Mesas de Inca, Mesas de San Juan, Chenche Asoleado, Castilla, Totarco, Guaguarco, Coyarcó, Yacó, Anchique, Velú, Yaví, Pocharco y Tamirco. En Pocharco tuve la oportunidad de observar un espectáculo horroroso: los habitantes de Pocharco eran considerados de filiación liberal, mientras los tamircunos eran conservadores; los de Tamirco se constituyeron en la génesis de los paramilitares a quienes se les llamaba “pájaros”. Los “pájaros” de Tamirco salían en grupos de 10 o 15 e incursionaban en Pocharco donde cometían toda clase de crímenes horrendos. Un día vi cómo una cuadrilla atacó con machetes y puñales a 3 pocharcunos quienes se defendieron como pudieron, pero ante la desigual lucha fueron vencidos y sus cuerpos fueron mutilados con sevicia. Me escondí y como pude me fugué, y llegué a Natagaima.

Cumplidos los 15 años mi vida tomó nuevamente otro rumbo. Natagaima me pareció un pueblo bonito de gente amable que vivía en casas grandes con un solar igualmente grande. Natagaima era un pueblo muy tranquilo; pero a la orilla de la carretera empezaba el bullicio de los prostíbulos que se encontraban en esta zona donde llegaban los campesinos ávidos del placer momentáneo que ofrecían las prostitutas. Los prostíbulos más famosos eran el de la ponchefierro y el

de la granadilla; allí llegaban los jornaleros y en una noche gastaban el jornal ganado en una semana. Disfrutaban del placer con prostitutas de lejanas tierras. Para mi Natagaima fue una tierra de ensueño; me pareció acogedora, de gente solidaria, alegre y orgullosa de su origen Pijao. Para el natagaimuno son sagradas las fiestas de San Juan; estas fiestas son el motivo de alegría transmitidas de generación en generación. Esté donde esté, viva donde viva el natagaimuno disfruta con enorme placer los días de San Juan. En los días de San Juan desfilan los matachines, la madremonte, el mohan, la patasola, y todo lo que represente los mitos que, a través de los años, los natagaimunos veneran en su mágico mundo de alegría y de folclor. Los raudales de aguardiente y de chicha circulan generosamente en un brindis colectivo sin egoísmos, con una solidaridad inigualable. Todos brindan con todos; todos beben de la misma totuma, y bailan al compás de los rajaleñas; el ritmo de la Caña; el sanjuanero que enloquece a la gente pidiendo que le sirvan un trago de cinco, y otro de cincuenta. Al día siguiente, para desenguayabar no puede faltar la romería a Painima donde el taparoja fluye a borbotones Y el san juan vibra al son de los tambores del Pacandé. Por la tarde después del baño y del sancocho se despiden de Painima: “adiós Painima, me voy a parrandiar…. Adiós a dios, yo ya me voy”. Al día siguiente, cuando la fiesta es historia, todo vuelve a la normalidad y a la angustia de su diario trajinar con alguna que otra deuda a cuestas. Algunos seguirán el camino de sus progenitores y otros verán un cambio en su vivir porque acuden al colegio Caldas.

El colegio Caldas es motivo de orgullo de los natagaimunos. Por él han pasado casi todas las generaciones del 60 para acá. Llama la atención algo particular en la costumbre de los estudiantes; allï todos se llaman por el apodo: mechera, calibre, mamafa, poncha gorda, tongolele, tacoloco, mochocansao, cotudo, pichón, mochajarta, la chucha, mocotieso, la pulga, picuechulo, mariguanita, herbario, pepita, el loco, el pato, el diablo, cucaracho, víchiro, carnetubo, platanito, alazán.

Nunca supe los verdaderos nombres de los estudiantes. Aunque yo no era estudiante me incluían en los partidos de fútbol y me hacían partícipe de sus corrillos. De los profes, me hice amigo de Peralta quien me enseñó a conocer la historia y la geografía de nuestro país. Me enseñó a fumar marihuana. En la parte trasera del colegio el profe había construido una pequeña barbacoa y allí nos sentábamos a fumar y en el viaje, provocado por el efecto de la marihuana, me hablaba de toda Colombia y así conocí muchos sitios impensables de Colombia y el mundo.

Ya no quise volver al campo donde las jornadas a pleno sol eran de 10 a 12 horas. Por eso y por mucho más me quede en Natagaima disfrutando de ese mundo de altibajos sociales; aún recuerdo la música de cantina en los bares a lado y lado de la carretera donde las prostitutas vestían minifalda y exhibían su flácidas piernas y su cara pintada que ocultaba su rostro maltratado por innumerables noches de desvelo, sexo sin placer, trago y mucho insulto de borrachos sucios, morbosos y groseros.

Un día conseguí trabajo donde un señor que tenía muchos cerdos de engorde. El trabajo consistía en ir todos los días con un burro cargado con dos canecas para recoger lavaza de los restaurantes y de las casas de los ricos. Todos los días recorría las calles en compañía del burro. En ese oficio tuve la oportunidad de conocer las viviendas de muchas distinguidas familias: casas grandes con muchas habitaciones, y un jardín inmenso. Cuando cumplí 16 años el destino me ofreció un bonito regalo: me enamoré de una linda morena, de pómulos pronunciados, senos abultados, caderas anchas y piernas cortas y torneadas. Tionila se llamaba y tenía 18 años, 2 años mayor que yo y con mucha experiencia en cosas del amor. Trabajaba como recicladora de basura que trasportaba en una carretilla de gran tamaño. Rápidamente aprendí el oficio. Ella me enseñó a seleccionar la basura y escoger aquella de

algún valor. Diariamente recorríamos las calles de Natagaima en busca de basura útil, basura que representaba nuestro sustento. Los vestidos de Tionila eran multicolores porque ella los remendaba con retazos que los sastres y las costureras echaban a la basura; esos vestidos con cuadritos de todos los colores semejaban la hermosa bandera de los pueblos indígenas; parecían confeccionados a propósito para no olvidar su origen.

Rápidamente adquirí destreza en la selección de la basura útil, y en el manejo de la carretilla. Abrí un espacio dentro de la carretilla para que Tionola no tuviera necesidad de caminar. Ella, oronda y garbosa saludaba a los transeúntes con orgullo de reina sanjuanera, y yo, con pretensiones de edecán vanidoso, exhibía a la reina, mi reina descendiente de los indios Natagaima. Por la tarde íbamos a bañarnos al Magdalena para después descansar en la casita que ella había construido cerca del rio: latas viejas de cinc, cartones de cajas recogidas de la basura y cortinas hechas de retazos.

La primera noche con Tionila fue para mí traumática y vergonzosa. Tionila era una mujer experimentada en cosas del amor; en mi caso era la primera vez que estaba en la intimidad con una mujer. Cuando nos desnudamos me lancé con todo sobre su cuerpo, y ella: todavía no, espere un poquito; métalo bien me decía desesperada, pero yo no podía más porque aún sin meterlo ya había eyaculado. Ella, enfurecida, parecía una gata desesperada y defraudada, me gritaba toda clase de improperios: “no eres hombre; eres un bueno para nada; polvo e gallo; te derramaste en la puerta imbécil”. Avergonzado le confesé que era la primera vez. “por

qué no me dijiste que estabas virgo; yo le hubiera enseñado cómo hacerlo”; a las dos horas empezó a acariciarme; me succionaba por todas partes, me dijo ahora acarícieme, consciéntame ; bésame las tetas, ya, ahora bésame el ombligo…bésame más abajo… quédate ahí despacito, con la lengua…, pero no me muerdas… frótame… frótame …así… así… ahora súbete y mételo bien…así. Yo sentía que ella se quejaba, gemía, y yo me asusté pues creí que lloraba porque algo le dolía…más tarde supe que esos gemidos eran de placer. En las noches siguientes me enseñó de todo; me enseñó todas las posiciones posibles, y ella se contorsionaba de una forma muy sensual.

Gracias a sus instrucciones me volví, según ella, un buen amante; esto se tornó un problema pues ella empezó a celarme hasta con la sombra. Un día, no sé cómo, consiguió un revolver para “el día que lo necesite”. Y el día llegó: yo estaba hablando con una muchacha también recicladora, cuando Tionila apareció transformada en fiera humana; mechonió a la muchacha, y disparó 3 veces a mis pies. Yo, muerto del miedo, saltaba como nunca lo había hecho; dicen quienes observaron la escena que saltaba casi dos metros, y ella: “ hijueputa la próxima vez le quiebro el culo”. Por amor y por miedo no volví a saludar a ninguna mujer; me sentía vigilado por todas partes y a toda hora.

Por culpa de los celos peleábamos, y cuando nos reconciliábamos teníamos intensas jornadas de sexo hasta cuando el cansancio doblegaba nuestros ímpetus de morbosos encuentros. Pero un día aciago una tragedia envolvió mi existencia y mi destino. Tal vez fue el día más triste y más infame de mi desdichada vida. Ese día entendí que en este mundo algunos somos perdedores más allá del tiempo. Los perdedores no tenemos futuro; el horizonte es oscuro para los perdedores; los perdedores nos hundimos en la ignominia; y las futuras

Generaciones de perdedores irán a la sima más profunda de la llamada sociedad. De esa sociedad que discrimina con alevosía a los perdedores, quienes siempre permanecerán en las tinieblas, y en vez de luz se perderán en las oscuras injusticias sociales. Que no nos engañen los predicadores; para nosotros no hay luz al final del túnel. Si mi abuelo fue cotero y mi papá cotero yo soy y seré cotero; y mis hijos y mis nietos serán coteros. No nos digamos mentiras los perdedores siempre seremos perdedores por los siglos de los siglos.

Un rico terrateniente quiso violar a Tionila, pero ella se defendió con dientes y manos y el terrateniente no pudo salirse con su intento criminal. Ante el vergonzoso fracaso el malvado la acusó de ser auxiliadora de la guerrilla. Por la noche, a las 10, llegaron los paramilitares y se la llevaron al campamento de la comandancia ubicado en la margen derecha del magdalena. Allí la torturaron, y la violaron 30 criminales, y cuando saciaron su porquería le cercenaron los senos, y mientras Tionila se retorcía del dolor y a borbotones se desangraba, los criminales exhibían y se burlaban de esos senos sagrados de mujer natagaimuna que albergaba en su corazón sentimientos de solidaridad y de ternura. Después cada una de las 30 fieras orinaron en su rostro lacerado y desmembrado. Una vez dividido su cuerpo, todas sus partes fueron arrojadas al Magdalena en medio de risas histéricas que delataban la impotencia del monstruo frente a la valentía de Tionila que soportó todo el dolor sin delatar a nadie ni acusar vilmente a alguien como ellos querían. La destruyeron pero no la derrotaron, su espíritu libertario triunfaría como lo hicieron sus ancestros pijaos.

Al otro día cuando me enteré del desenlace fatal me fui en una canoa, rio abajo, a buscar su cuerpo. Busqué entre palizadas, cuevas, playones, remolinos y remansos, por platanales y pastizales y poco a

poco fui encontrando cada uno de los miembros de su cuerpo dividido. Los junté y con una maestría de un enamorado que reconocía cada uno de los rincones de su cuerpo lo recompuse, y en medio de mi tristeza creí que vivía mi Tionila del alma; lo expuse frente al cuartel de policía, y de los rastrojos cogí flores para homenajear con sencillez el nombre de un ser que no le hizo mal a nadie. En medio del dolor sentí una nostálgica alegría al constatar que muchos natagaimunos vencían el miedo y depositaban junto al cadáver una rosa roja como símbolo de la sangre indígena derramada. Pero la satisfacción mayor la sentí al ver pasar a los asesinos quienes se agachaban y reflejaban en su rostro el gesto de la derrota. Tionila la perdedora estaba triunfando y triunfaría. Los monstruos estaban derrotados en el tiempo; la vida triunfaría y a Natagaima volvería la alegría del San Juan.

Con el peso de la tristeza a cuestas, después de darle el último adiós a Tionila, volví nuevamente a los rastrojos. Mi andar cansino expresaba la tristeza del inhumano mundo que laceraba los costados de mi miserable ser, sólo, detestando la vida, admiraba la capacidad del trabajo de los campesinos quienes con su aspecto melancólico, con resignación,aceptaban su pertenencia al equipo de los perdedores. Deambulé en medio de la desesperación cuando recordé la misión que debía satisfacer mi sed de venganza, la dulce venganza que haría pagar un alto precio por las patadas y las humillaciones; ese maltrato quedaría vengado en el instante en que mi cuchillo bien afilado y puntiagudo penetrara el corazón, y la yugular del mal llamado papá: el que a patadas trate a los niños, debe tener una profunda y bella venganza. La misión la cumpliría antes de que el viejo muriera de muerte natural; no podía permitirle a la parca que me ganara la partida; la muerte natural no sería más veloz que mi cuchillo; mi espíritu envenenado haría pagar cara la crueldad.

Una noche, extenuado, me fui a la orilla del Magdalena; el resplandor de la luna me permitía divisar a los pescadores que en sus canoas y atarrayas sigilosamente se deslizaban por las tranquilas aguas del río sagrado de los pueblos indígenas que, antes de la llegada del progreso, se divertían con la presencia abundante de caimanes, tortuga, babillas y manatíes. A media noche me dormí cuando me despertó un ruido provocado por alguien que venía nadando; mi asombro fue inmenso porque no era un pescador; era la figura de un señor bonachón que me hablaba con un vozarrón de trueno, pero se dirigía a mí con el cariño de un padre tierno y protector; ese padre que siempre quise tener cuando necesité un mínimo gesto de ternura. Era el Mohán, quien en tono convincente me habló del pueblo Pijao.

El Mohán era la figura de una persona de un amplio y profundo conocimiento de la vida de los indígenas ribereños que se alimentaban de pescado, plátano, yuca y maíz pero lo más asombroso oír al Mohán hablando del folclor de los habitantes indígenas que a lo largo del río fue creando un mundo mágico y una música que identifica la cultura de los pueblos indígenas, el Mohán me contó que los indígenas crearon hermosas melodías que alegraban el espíritu, como el ritmo de la caña. Según el Mohán los pueblos indígenas crearon la Cumbia, el Bambuco, el Mapalé y el Porro. Según él el Porro nació en las riberas del Sinú y el Caribe se convirtió en el hermano entrañable del folclor que viajó día y noche de San Agustín a Cartagena. Según el Mohán el porro de los negros de Sinú fue el hermano del Jazz de los negros del Misispi. Y los negros de las orillas del Sinú acogieron en su seno musical al negro grande, negro inmortal, al negro Louis Armstrong. Los negros de Córdoba formaron un solo cuerpo entre el Porro y el Jazz. Por esa vía se hicieron hermanos de los negros del sur de Estados Unidos. Los negros del Porro tienen a Cartagena de donde viaja por el Caribe la

belleza sublime de esas notas musicales; y los negros del Jazz tienen a Nueva Orleans de donde viajan en oleadas las nostálgicas notas del Jazz que hunde sus raíces en el África ardiente. El Magdalena recibió en su seno el Son, la Salsa, el Merengue, la Guaracha, el Mambo y el Bolero. Después de dos horas de monólogo del Mohán interrumpió su clase y me invitó a dar un paseo por el bosque; un bosque oscuro donde reinaban los árboles milenarios tupidos y frondosos que hacían imposible la visibilidad; pero el Mohán se orientaba con facilidad; se dirigió a un punto fijo, prendió un tabaco, y su resplandor fue la señal previamente convenida con alguien que se acercó sigilosamente; era la figura de una mujer bella, con todas las características de las mujeres indígenas, delataba un ser misterioso. Esta mujer era la Madre Monte protectora de la Pacha Mama,

El Mohán me dijo que la Gaitana era muy amiga de Pigoanza . El Mohan y la Madre Monte me dejaron muchas inquietudes y dudas, pero me hicieron reflexionar con lo último que me dijeron: la vida es sagrada, nadie debe atentar contra la vida de nadie. Nosotros somos el espíritu del pueblo indígena y nuestra misión es proteger los ríos, los bosques, los animales y el hombre. Vivimos en ríos y bosques; los ríos y los bosques son nuestra morada, nosotros como dioses de los indígenas velamos porque el hombre no se considere diferente de la naturaleza sino parte de ella. Para nosotros no existe diferencia entre la ciencia y lo mágico, entre lo real y lo irreal, para nosotros la conducta del hombre no se divide entre buenos y malos; no aceptamos que los colores sean solo blanco y negro; es por eso que nuestra bandera es multicolor; no aceptamos que los conocimientos se dividan entre falso y verdadero; procuramos que los niños se ejerciten no para competir sino para divertirse; todas nuestras acciones están encaminadas a proteger la vida en la naturaleza.

Por último, como última recomendación, me sugirieron visitar al Taita Elpidio. Confundido, me dirigí a casa del taita Elpidio para recibir de él su consejo. Con gesto adusto me recibió, y su rostro reflejaba el disgusto y el reproche de quien adivina las trágicas intenciones de quien alberga en su corazón el sentimiento irreflenable de la venganza. La venganza sería ejemplarizante de la que se comentaría con horror en los rastrojoss de Coyaima y Natagaima. Después de esto me transformaría en el espíritu maligno capaz de horrorizar a los papás crueles de la región. La fama diabólica de mi conducta llegaría lejos, muy lejos, muy lejos, y de pronto, me encarnaría en el héroe de un cuento de un señor que dicen que se llamaba Alan Poe. Todo esto sería el máximo logro de un auténtico perdedor como yo.

No fue necesario explicarle nada al Taita Elpidio porque todo lo sabía, o lo adivinaba en su conexión con el espíritu de sus mayores. Era dueño de los conocimientos ancestrales que le permitían leer en el semblante las intenciones de los que llegaban a su humilde vivienda. La vida es sagrada – me dijo en tono enérgico, pero expresando en su semblante toda la ternura del guía espiritual de un pueblo que ha sido víctima de la más salvajes humillaciones durante 500 años y no ha sido doblegado, no ha sido destruido, aunque en muchas ocasiones derrotado -. En el corazón de nuestro pueblo me dijo, no hay lugar para la venganza, ni para el odio, ni para el resentimiento; solo hay espacio para el perdón, para la tolerancia, para la ternura, para la alegría, porque somos un pueblo de una elevada expresión espiritual; somos ricos espiritualmente y amamos toda la sublime belleza del espíritu. Hijo mio - me dijo- tiene que perdonar y amar la vida; nadie es dueño de la vida de nadie; la vida de los seres humanos son parte de la madre naturaleza. La Pacha Mama dice: no matarás y amaras siempre; ningún dolor te doblegará.

A las cuatro de la mañana; o, tal vez, a las cuatro y cuarto, después de afilar con “ delectación de artista” el cuchillo; el cuchillo de la venganza, porque el Taita Elpidio habla muy bonito pero no doblegaría mi voluntad y mi sed de venganza; está bien, nadie es dueño de la vida de nadie, pero nadie tiene derecho a matar la felicidad de un niño. Cumpliría mi misión sin contemplación.

El sendero estaba plagado de abrojos; en los alrededores abundaba el Pelá, que solo las chivas disfrutaban con la gula de animales de las ardientes y áridas tierras de Coyaima y Natagaima. Por momentos me distraje observando la dura labor de los jornaleros entre los cuales había mujeres con sus niños trabajando igual que lo hice yo. Con un sol abrasador doblaban su cuerpo y como dialogando en voz baja con la tierra parecían decirle: usted y yo hemos sobrevivido y sobreviviremos hasta cuando nos fundamos en un solo sustento de futuras generaciones de jornaleros. Tomé agua de Guaguarco, y bajo un inclemente sol crucé Coyarcó y poco a poco me aproximé al objetivo. Me palpitaba con rudeza el corazón al darme cuenta que se cerraba un ciclo de casi 10 años de un recorrido por los caminos de Quintín Lame y de todos mis valientes ancestros. A las tres de la tarde o algo así, divisé a un viejito con un sombrero roto, pantalones remendados, y una camisa raída y empapada de sudor, cargado con un atado de leña seca para cocinar en la casa. Cuando me vio descargó la leña me abrazó y me dijo hijo perdóneme, hace muchos año lo esperaba. Lo abracé y, sin que él se diera cuenta, saqué el cuchillo afilado y palpé el sitio de la espalda donde podía hundir hasta el fondo el cuchillo que me acompañó en las correrías por los rastrojos de Coyaima y Natagaima.

Cuando ya iba a hundir el puñal de acero inoxidable; ese puñal que me decía: soy su fiel compañero en el odio y la venganza. En ese momento se me apareció, como traído por el viento, el espíritu del Taita Elpidio y me dijo: la vida es sagrada; en nuestro pueblo no hay lugar para el odio y la venganza, por eso somos un pueblo espiritual. Y, como si me lo arrancara de mi mano, el puñal voló lejos, muy lejos y se hundió en las turbias aguas del Magdalena y, posiblemente, lo guardó el Mohán en las profundidades de las aguas que parsimoniosamente viajan al Caribe. Los ojos se me aguaron y al viejito le sudaron: vamos hijo – me dijo – que su mamá hace muchos años lo espera. Divisé en la lejanía de la llanura el cuerpo encorvado de una viejecita: era

23 de Dezembro de 2021 às 17:18 0 Denunciar Insira Seguir história
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