Castilla, año 1650.
Había llovido toda la noche y el suelo era un cenagal. El barro y las deposiciones de las reses formaban una mezcla homogénea, que bien podía haberse aprovechado, añadiendo un poco de paja, para amasar bloques de adobe.
Un carro había quedado atascado, el dueño azotaba con saña al pollino que tiraba de él, mientras que dos zagales intentaban en vano hacer palanca con un madero bajo la rueda hundida en el lodo.
Los gritos de los comerciantes eran más estridentes de lo habitual, ensalzando las virtudes de su mercancía al tiempo que maldecían al mal tiempo con el que habían amanecido. El cielo amenazaba tormenta y esperaban un aguacero peor que el de la noche. Eso daría al traste con las posibles ganancias del día. Se afanaban los tratantes de ganado por cerrar los tratos, no dejaban de mirar al cielo compradores y mercaderes, la mayoría de los primeros corrieron a recogerse en sus casas, mientras que los segundos aún albergaban esperanzas de llenar su bolsa con algunas monedas.
La patrulla de la guardia, manteniendo la dignidad que siempre ha de acompañar a los servidores del orden, a duras penas podían caminar sin hundirse medio pie bajo el peso de sus armaduras.
Chiquillos desharrapados jugaban en la plaza sin importarles que cuerpo y harapos acabasen rebozados en el engrudo en el que se había convertido el piso.
Tampoco faltaban nunca los pedigüeños el día de mercado. Tullidos de todo tipo (ciegos, cojos y mancos), despojos de los que la patria se desentiende una vez que dejan de ser útiles para la guerra.
Como no podía ser de otra manera, también estaba la plaza llena de rateros y embaucadores.
Es la España en la que no se pone el sol, en la que el oro desembarca en los puertos para partir corriendo, no antes de haberse extraviado buena parte durante el viaje en los bolsillos de piratas y corsarios, que no siempre se encuentran en la mar, ni afincados en puertos extranjeros.
Una figura camina despacio acompañada de un niño. Carga el crío a la espalda un bulto cubierto por unas telas remendadas, bajo ellas asoman unas patas de madera. No es mejor el aspecto del adulto que el del menor, ambos ataviados con ropas humildes y desgastadas. Botas raídas de suela, consumida por los largos caminos recorridos. Sombrero de ala ancha deshilachada encasquetado hasta las cejas y una venda cubriéndole los ojos, camina el ciego tras su lazarillo. El niño, de ojillos curiosos, pelo sucio muy muy negro, lo mismo que su futuro.
A una indicación de su amo se detiene, se libra del fardo y a este de las telas que lo cubren. Es un caballete como el de los pintores, pero de tan mala guisa, que parece ha sido fabricado por el propio ciego.
Nadie les presta atención cuando la pareja de menesterosos lo plantan en tierra y despliegan sobre él un amplio lienzo con imágenes dibujadas en varios recuadros. En cada uno de ellos hay representada una escena.
Acerca el crío una vara a su señor y se la pone en la mano. El ciego levanta la cabeza y aspira, puede oler la lluvia y se apresura a recitar su reclamo a sabiendas de que, si bien el tiempo no es oro, bien puede ser un mendrugo de pan.
—¡Señores! — Grita con voz cansada. —¡Damas! — No invita a los niños, a sabiendas que de ellos lo más que ha de sacar, quizás, es alguna pedrada. —Acérquense, escuchen y disfruten de lo que he de contarles. Este es mi teatro y mi voz los actores que han de acompañarlos en un fantástico viaje por mundos extraños. No sean tímidos ni timoratos, no han de pagar entrada y solo acabada la función he de extender la mano.
El narrador busca la del chiquillo, un leve apretón le indica que nadie se ha acercado. Carraspea intentando afinar la voz y lo intenta de nuevo.
—Les aseguro a los buenos señores, les juro a las gentiles damas por el alma de mi santa madre, que todo lo que he de contarles es tan cierto como que Dios existe. Que lo ocurrido en mi relato es real por increíble que pueda parecer y que no ha de desmerecer el tiempo que me dediquen. — Otro ligero apretón de la mano del lazarillo.
—¿Siquiera están cerca? — Le preguntó el ciego a su aprendiz.
—Solo algunos críos y están echando mano al barro.
—Recoge los bártulos, esperaremos a que el suelo esté seco.
—Cuando lo esté, asomarán las piedras. Maestro, en esto que a lo nuestro no le veo futuro.
El ciego sonrió. —Que me has de contar a mí, que todo lo que veo es negro. Partimos, quizás en el próximo pueblo tengamos más suerte.
Cuando el chiquillo se dispone a enrollar de nuevo el lienzo lo detiene una voz.
—¿Tú mismo viste lo que has de contarnos para dar fe? — Era un tono sarcástico, un timbre fanfarrón al que el invidente estaba acostumbrado y que solía preceder, en el menos malo de los casos, a burlas y escarnios.
—Maestro, es mejor que nos vayamos. — Le suplicó el chiquillo.
Un individuo calvo, de tamaño considerable, se había plantado frente a ellos.
El ciego no atendió a sus ruegos. —No siempre he vivido en tinieblas y he jurado por mi madre que no miento.
—¡Vámonos maestro! — Insistió el aprendiz. —Que ese que le habla tiene aspecto pendenciero y es fácil adivinar lo que busca.
Atraídos por la posibilidad de una representación más violenta de la que les proponían en un principio, muchos curiosos se congregaron alrededor de los trotamundos.
El primer proyectil de fango impactó en la cara del ciego. El tipo calvo ahuyentó con un gesto a los tiradores, los chiquillos salieron corriendo entre risas y burlas.
—No temas, no has de recibir más "regalos" por ahora. Veamos cuan fantástica es esa historia.
No se hizo de rogar el comediante, más por temor al que le hablaba, que por complacer a la audiencia.
Comenzó con su relato
—Sepan ustedes, que no a tanto que vivía en un pueblo no muy distinto a este, un truhan dado a las chirigotas que, por no guardar nunca el respeto, acumulaba pleitos en los juzgados y sobre las carnes más cardenales de los que sirven al Papa en Roma. De a poco, más de una vez no acaba en galeras por tener demasiado grande la boca y aun así no ser capaz de tragarse por ella el orgullo. Más amigo de soplar de la bota que del cristal en la fragua, de discutir en las posadas a voz en grito, de perderse en los efluvios del vino y no dar jamás un palo al agua. Aprendiz de todo sin destacar en nada, se las daba de artesano por hacer mosaicos con sus resacas.
Helo aquí en su pasatiempo favorito, despotricar en la taberna con una jarra en los labios sin importarle el daño que pudiese hacerse si mismo, por propia mano o la de terceros.
El ciego señaló con la vara el segundo de los dibujos del lienzo. El chiquillo le movió la mano corrigiéndolo para que apuntase a la primera de las viñetas. En ella podía verse una ilustración, pintada con tinta y no exenta de una calidad artística aceptable, en la que se reconocía a dos personajes hablando en una taberna.
—Tengamos la fiesta en paz, no sea que no habiendo terminado aún el baile acabemos yendo de entierro. Apura tu jarro antes de que se agrie el vino y regresa por dónde has venido. Más, si me vuelves a echar el aliento... Como hay Dios que te mando con él de media bofetada.
El borracho miró con ojillos entrecerrados a quien lo amenazaba, un individuo grande al que de a poco no le cabían los músculos dentro de la camisa. El beodo, por el contrario, a duras penas rellenaba un jubón, que de tan tieso y áspero, parecía tejido con esparto. Señaló con el dedo al Gargantúa. El puño de su camisola, a la que se le habían descosido los botones, se deslizó brazo abajo dejando a la vista lo escuálido de la extremidad.
—Nunca soñé con volar tan alto. — Respondió el borracho mientras se peleaba con su propia lengua intentando que las palabras salieran de su boca en el orden correcto. —De haber nacido pájaro, lo que habría salido del huevo sería una codorniz o una gallina. No es de cobarde el sentir miedo de que tus pies dejen de pisar el suelo y en cuanto a mi aliento... Sobre él no tengo potestad y no soy capaz de retenerlo preso demasiado tiempo, pues cada vez que abro la boca se me escapa en busca del diablo y no se detiene hasta haberlo encontrado.
Al igual que el aliento, también las palabras parecían escapar de su boca en tropel y de forma apresurada, pero no lo suficiente como para que el gigante no llegase a entrever en ellas la ofensa.
—¿Por qué me buscáis el morro calentándome la oreja? Tampoco yo tengo el control de mis manos. ¿Veis? Se han cerrado mostrando los puños y de no acabar vos de regurgitar sandeces, serán ellos los que terminen incrustados en vuestros dientes. Si apreciáis los pocos que aún conserváis, más os vale zanjar por las buenas la disputa antes de que sea yo quien opte por acabarla por las malas.
El posadero decidió que había llegado el momento de intervenir.
—Este buen señor ya se marchaba. — Intentó retirarle la jarra de vino, pero el borracho se aferró a ella lo mismo que un recién nacido a la teta de su madre.
—¡No he de ir a ninguna parte mientras me quede plata! —Buscó monedas de forma torpe dentro de su bolsa. —¿Dónde os escondéis malditas? Dad la cara para que podáis cambiar de manos. — Se balanceaba de un lado a otro dando traspiés y a punto estuvo de tropezar consigo mismo en varias ocasiones. El tipo grande lo sujetó por la pechera de la camisa para evitar que finalmente se diera de bruces con el suelo.
—De no estar tan embotado os daría lo que buscáis con tanto ahínco, muy enfermo debéis de tener el corazón para desear la muerte. — Le ofreció un maravedí al mesonero. —Servidle otra jarra y que se mate el solo, yo no he de mancharme las manos con este pobre desgraciado.
—¡Ve con Dios, arrogante del demonio! — Le gritó mientras el gigante se dirigía a la salida de la taberna, este se detuvo, ladeó la cabeza compungido y sin girarse respondió a las provocaciones del beodo.
—Rezaré por vuestra alma, por qué encontréis la paz que os negáis a vos y a los demás.
—No necesito de vuestra compasión. — Escupió en el suelo. —¡Ni tampoco de vuestra caridad! — Arrojó la jarra, que se rompió en pedazos derramando el contenido por el piso.
—¡Es suficiente! — El mesonero salió del mostrador y lo agarró por la espalda, le pasó los brazos por debajo de los sobacos y le sujetó la cabeza agarrándolo por la nuca. Lo empujó hasta la puerta golpeándolo con la rodilla en las nalgas cada pocos pasos. Una vez fuera le pateó la espalda violentamente mandándolo lejos. El borracho cayó al suelo y allí se quedó semi inconsciente. —¡Y no se te ocurra volver por aquí, ya hemos tenido demasiada paciencia contigo!
—Hijos de puta. — Balbuceó. — Sois todos unos hijos de puta. — Se reafirmó antes de quedarse dormido.
Lo despertó lo que en un principio pensó se trataba de lluvia. Un segundo chorro directo a la cara le hizo dudar. A medida que el líquido caliente se acercaba a su boca desde dos direcciones sus dudas se desvanecieron lo mismo que su borrachera. Se incorporó de forma torpe lanzando puñetazos al aire sin tener del todo claro en dónde se encontraba.
—¡Os voy a arrancar la cabeza bastardos, puñeteros abortos de ramera!
Dos mozalbetes se subieron los calzones y se alejaron a toda prisa riendo a carcajadas.
El borracho se frotó con fuerza los ojos intentando aclarar la visión. A su espalda, a pocos pasos, la posada ya había cerrado y a la calle solo la iluminaba la luna. Se miró las ropas alejando de ellas las manos asqueado. Estaba empapado de orines y el hedor se mezclaba con el aroma agrio de las manchas de vino barato.
—Ya estamos otra vez. — Miró las estrellas como si esperara de ellas que le mostraran el camino. —¿Y ahora qué? ¿Norte, sur, este u oeste? — Se mojo el índice con saliva y lo expuso al viento, ni un mínimo soplo de aire. —Incluso Eolo me ignora. Dejaré que sean mis pies los que decidan.
Comenzó a caminar en una dirección cualquiera.
Apenas había amanecido y se caía de sueño. Pulgas y piojos lo mantenían despierto a picotazos, ellos solían ser la única compañía en su vagar de villa en villa por la meseteña Castilla. Buscaba, sin demasiada convicción, de algún trabajo que lo alejara de las tabernas el tiempo suficiente para reunir unas monedas que le procuraran el sustento y, de haber suerte, un techo para resguardarse de las inclemencias del tiempo.
Seguía un camino, a algún lugar lo habría de llevar, cuando vio a lo lejos un carromato detenido. Se acercó a toda prisa, temiendo que en cualquier momento reanudara la marcha y perder así la oportunidad de continuar el viaje sentado, dando un respiro a los pies y salvaguardar también de ese modo la suela de sus raídas botas.
Cuando estuvo cerca pudo darse cuenta de que el carro estaba abandonado, nadie parecía cuidarse de él, como tampoco había caballo o pollino que pudiera arrastrarlo. Era extraño, porque estaba atestado de mercancías y algunas parecían de valor. Pensó que podía haber ladrones merodeando, maleantes que habían puesto en fuga o asesinado al dueño y robado los caballos. Aquella hipótesis carecía de sentido, no habrían abandonado la mercancía. Echó un ojo a todo lo reunido, estaba dispuesto de forma que aprovechaba al máximo el espacio al tiempo que quedaba expuesto como si fuese un tenderete de esos que plantan en cualquier mercado. Buscó con la mirada algo que poder sustraer, algo de pequeño tamaño y valor suficiente para poder venderlo sin despertar las sospechas de la guardia. Se decidió por un pellejo, lo libró del tapón y comprobó que estaba lleno. ¡Olía a vino, pero a vino del bueno! Tenía todo lo que necesitaba y se apresuró a salir de allí, más no había recorrido veinte pasos cuando una silueta salió de la nada y le dio el alto.
—Dé un trago buen hombre, pero guarde algo para cuando asome el sol. El verano es muy seco este año y el calor lo puede agostar.
—Cierto. — Se apresuró a excusarse el ratero. —No piense usía que estoy robando, el carro estaba abandonado y yo tengo la boca seca por el polvo del camino. — Miró a su alrededor hasta dar con una encina no muy lejos. —Buscaba la sombra de aquel árbol en la que descansar un rato, luego juro que pensaba devolver el pellejo.
El recién llegado se le acercaba con paso tranquilo y sin embargo avanzaba muy deprisa. Cuando lo tuvo muy cerca entendió el motivo, aquel individuo era muy alto y sus zancadas largas. Su delgadez hacía que su estatura pareciera aún mayor y sus ropas, completamente negras, la acentuaban más si cabe. También era negro su sombrero, la barba y el pelo, pero, sobre todo; sus ojos, tan oscuros, que se confundía el iris con la pupila. El trotamundos sintió como un escalofrío le recorría la columna vertebral al tenerlo enfrente.
—No lo pongo en duda, tenéis aspecto de ser buena persona.
El borracho se rio por dentro al escuchar una apreciación tan poco acertada.
—¿Sois el dueño del carro?
—Lo soy y apelo a la bondad que veo en vos para implorar ayuda.
—¿Ayuda? ¿Qué es lo que necesitáis de mí? — Desconfiado, más por experiencia que por naturaleza, entrecerró los ojos en un gesto de recelo. El tipo de negro le inspiraba mucha menos confianza de la que él parecía procurarle.
—Dejé pacer a mi pollino mientras me daba un descanso cuando el desagradecido animal salió corriendo y ahora no soy capaz de atraparlo. Quizás entre los dos podamos acorralarlo, que cada vez que me acerco se queda quieto el maldito, para luego salir al trote cuando mis dedos casi pueden tocarlo.
—Un burro juguetón. — Le respondió con sorna. El truhan comprobó los aledaños. —Es campo abierto, saldrá huyendo y harán falta muchos más de dos para cortarle el paso. Ha probado vuestra merced a ofrecerle algo. Poco tiene que comer el animal en este pedregal. Quizás una manzana o cualquier otra fruta.
—Lo intenté incluso con azúcar, pero nada.
Volvió a otear los alrededores. —No puedo verlo, ya debe de estar muy lejos. Amigo, creo que nos queda un largo camino hasta encontrar un lugar habitado en el que conseguir más ayuda. A falta de agua, nos va a hacer falta este pellejo.
El mercader se acarició su fina y perfilada perilla meditabundo. —Cerca de aquí hay toda la que necesitamos, corre un arroyo de aguas limpias y tranquilas bordeado por campos de olivos. No hay un lugar mejor en el que pueda estar ese asno desagradecido.
—Nada perdemos por acercarnos, de no encontrarse allí, siempre podremos darnos un baño, que el maldito sol comienza a secarme las ideas.
Partieron sin más demora los dos viajeros en busca de agua y del animal extraviado, y tal como supuso el comerciante, lo encontraron tan tranquilo bebiendo del riachuelo.
El ciego inclinó el cuerpo agachando a cabeza para que su oreja quedase muy cerca de los labios de su lazarillo.
—¿Cómo anda la cosa? — Le susurró.
—Muchos son los que han perdido el interés y han regresado a sus quehaceres. Apenas un par de damas y otros tantos caballeros, aparte del fanfarrón, que no parece demasiado entusiasmado.
—Esa historia nada tiene de fantástica y sí mucho de aburrida. — Despotricó el calvo confirmando las sospechas del zagal.
—Abrevie maestro, o estos pocos que quedan se nos marchan también.
—Marcelo. — Respondió el ciego a su aprendiz. —Muchas son las veces que has escuchado mi relato y bien sabes que cada frase es importante. El que quiera que escuche y el que no, pues que vaya con Dios.
—Con él nos reuniremos los dos de no llenar pronto el estómago. Maestro, yo soy joven y puedo soportar mejor el hambre, pero vos sois mayor y estáis enfermo. No espero gran cosa de estos pocos que aún nos escuchan, pero, de no quedar ninguno, lo más que hemos de conseguir es aire.
—Marcelo... ¿Has intentado vivir sin aire? Da gracias siempre por lo que tienes y no desesperes. El desaliento tampoco te dará de comer.
—¿Qué cuchicheáis vosotros dos? — El calvo estaba perdiendo la paciencia. —¿Vas a continuar con la historia o a seguir con los “secretitos”?
El vagabundo se acercó al animal despacio ofreciéndole en la palma de a mano una suculenta manzana roja que le había dado previamente el comerciante. El burro no se movió cuando le acarició el cuello, se mostró dócil. Tomó la manzana con los labios. La engulló masticando sin prisas. Un rebuzno de satisfacción antes de dar media vuelta y continuar bebiendo. El truhan miró al pollino con cierta pena, era poco más que pellejo y casi se podía ver cómo la sarna le horadaba por debajo de la piel. Los ojos enfermos, plagados de moscas, lo mismo que las orejas de garrapatas. El animal se dejó hacer mientras le rodeaba el cuello con una soga.
—Buen chico. Le susurraba mientras le daba palmadas en el lomo.
El pollino se movió inquieto al percatarse de la presencia del buhonero. —¡Sooo, bicho! Tranquilo, no pasa nada.
—Lo habéis atrapado, mi más sincero agradecimiento. No comprendo por qué a mí me huye y con vos se muestra tan dócil.
El truhan volvió a comprobar el mal estado en el que se encontraba el burro. —Quizás si lo trataseis mejor os tendría en mayor estima.
—¿Lo decís por su aspecto? Es un animal muy viejo, de ahí su mala planta.
—Y aun así lo hacéis tirar de un carro cargado a rebosar. No lo culpo por intentar huir.
—No me equivoqué con vos, sois un buen hombre. Os apiadáis hasta de los burros.
—Los animales son mejores que muchas personas.
—No os puedo quitar la razón en eso.
El vagabundo le cedió la cuerda al comerciante y fue cogerla, que el pollino comenzó a rebuznar y a dar brincos y coces asustado. El buhonero habría caído de culo al suelo de no ser porque su compañero lo sujetó. Tardaron un buen rato en conseguir que el animal se tranquilizara.
—Voy a regresar a mi carromato antes de que algún vagabundo me afane la mercancía. Podéis venir conmigo si así lo deseáis, os llevaré al pueblo más cercano.
—Gracias por el ofrecimiento, pero prefiero quedarme aquí para descansar a la sombre de los chopos. Me gusta caminar.
—Sea, con Dios entonces.
—Tomad, esto os pertenece. — Le acercó el pellejo de vino.
—Quedáoslo como muestra de mi agradecimiento.
—Soy yo quien ahora os da las gracias.
—No ha de darlas, os lo habéis ganado. — El comerciante volvió a ratificarse en su afirmación. —Sois un buen hombre.
Esperó a que se hubiera alejado lo suficiente para comprobar el contenido de la bolsita de cuero. Se la había afanado al buhonero cuando lo sujetó durante las embestidas del burro. Se le dibujó una sonrisa en la cara al contar las monedas. Era una pequeña fortuna. Aquel comerciante tenía más de “primo” que de inquietante.
Se rio entre dientes. —Soy un buen hombre y vos un imbécil.
Comenzó a bailar y a cantar dejándose llevar por a alegría. Ahora debía de tomar la dirección opuesta a la del comerciante para no llevarse a reencuentros indeseados. Volvía a meter las monedas en la bolsa cuando sintió que los dedos tocaban algo extraño. Comprobó la bolsita de cuero con detenimiento.
—¿Qué es esto? — Había un doble forro cosido y dentro algo oculto. Deshilachó las costuras y extrajo un papel cuidadosamente plegado. Lo examinó. —¿Un mapa? — Se dio cuenta de que solo era una parte incompleta y estuvo tentado de arrojarlo al río. Lo pensó mejor. Si aquel tipo había puesto tanto cuidado en ocultarlo, sin duda debía de tener algún valor.
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