ryztal Angel Fernandez

Locke es inestable emocional, asiste a un psicólogo para corregir su pensamiento errático y cumplir su promesa de «ser un mejor hombre» para su amada Rosantina. El camino de la recuperación, será turbio cuando una misteriosa llamada de una mujer conocida como Rose, cambia el ambiente. Sumérgete en el pensamiento de un prófugo del sanatorio mental del pueblo de Hillwind. Conocer nuestra sombra en el viaje instrospectivo, no es tan fácil como creemos. ¿Morimos en el intento o renacemos al final del túnel? Méritos: • Primer lugar en Shinling Awards 2021 #PV2021


Horror Horror gótico Para maiores de 18 apenas.

#Terror #suspenso #miedo #horror #monstruo #criatura #silenthill
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Capítulo 1

Salgo a las cuatro de la tarde del consultorio de psicología. Me mezclo con la población como si fuera un transeúnte de la ciudad. No me califico como ellos, pues soy un individuo de la especie humana distinto. ¿Existe diferencia entre persona, individuo y ser humano? Sí, existe diferencia.

Pretendo ser un hombre mejor, es una promesa que mantengo. No obstante, soy inestable emocionalmente, me cuesta identificar mis sentimientos. Los demás si pueden… ¡Exacto!, «ellos», los que caminan a mi alrededor.

Están caminando en torno de su universo, cada cabeza forma parte de un mundo y el núcleo de su planeta es un asunto. Mi observación denota que en el interior de cada mundo hay problemas que ramifican una profunda reflexión sobre el ser.

—¡Disculpe, tengo prisa! —dice un imbécil que tropieza conmigo.

Sostengo la mirada en el canalla mientras se aleja. Respiro profundo, como me había enseñado el psicólogo. Uno… Dos… Tres… Deseo quemar al sujeto, ver sus entrañas arder. ¿No todos tenemos premura por algo? ¡Ah, cierto! Cada quién en su maldito mundo y, por tanto, nadie es atento a las necesidades ajenas.

—¿Está usted bien? —pregunta una amable anciana.

—Sí, lo estoy —respondo, automático, sin mirarla. Acelero el paso, no agradezco su gesto.

Me sangra un poco la mano, parece que al formar el puño, destinado a desencajar la mandíbula del individuo apurado, clavé las uñas en la palma. Es mi inconsciente cuando toma el mando… No soy yo. El lado primitivo y agresivo no puede serlo, debo amar al prójimo. ¿Eso dicen todos los curas de las iglesias?

Llego a la estación de tren. Acto seguido, me acerco a la taquilla para hacer fila. Necesito regresar cuanto antes a casa y consumir mis pastillas. Necesito las pastillas. ¿Es normal depender de químicos cuando aceptamos ser insuficientes para superar nuestros conflictos?

Es normal tomar antidepresivos, todos tomamos un poco del regalo divino de la ciencia y los vicios; es aceptable que el humano guste autodestruirse. La mutilación del espíritu es un placer para nosotros. Quizás porqué nacimos a costa del sufrimiento de nuestras madres. No es excéntrico ni peculiar pasar los días con un poco de depresión; un trago, un porro, un cigarro, una pastilla, son mejores que un abrazo y un consuelo. No debería pensar así, mi psicólogo dice que las pastillas me harán dependiente, las drogas me matarán, el alcohol empeorará mi conducta y el cigarro me traerá un cáncer; sin embargo, el colectivo es dependiente de algo desde que pisa la tierra.

Peor es ser adicto al ser humano.

—¡Locke! —saluda, desde la entrada, mi compañero de trabajo.

—¡Santiago! —respondo el saludo con la mejor sonrisa.

Me abraza. Él sabe que no me gustan los abrazos. Como método de anestesia local a mis nervios, muerdo la lengua para no insultarlo. Lucho por ocultar mi animadversión.

Debo mejorar por ella, prometí hacerlo.

—¿Cómo sigues con las sesiones? —pregunta, mirándome con lástima.

¿Debería romperle la mandíbula?

—Mejor —contesto.

—¿Rosantina escribió?

—¿Debería? —Alzo una ceja. No te importa, estúpido.

—Pronto lo hará, son mujeres. —Encoge los hombros—. Mi mujer me echó de nuevo del apartamento…

Empieza a narrar su barato circunloquio, el cual ignoro. Después de diez minutos extenuantes, llega al típico grano del tema: las mujeres son orgullosas, ya que buscan a su macho tarde o temprano. ¿No se da cuenta de lo misógino que es él mismo? Me sorprende que no fuera divorciado. Huelo el hedor del aliento de su boca con dientes cariados. Parece tener una gasolinera en su cavidad bucal, un fósforo y estaría en el suelo, gritando y retorciéndose.

Fuego… Me gustaría quemar gente.

Tenemos la costumbre de atormentar a nuestros allegados con lo miserable que es nuestra vida. De modo que nos sentimos escuchados y entendidos, aunque la otra parte no sienta nuestro sufrimiento. Santiago menciona a Rosantina.


Ella y yo nos separamos por mis condiciones mentales. A veces hablamos por teléfono. Hablo con ella hasta el amanecer y su voz me recuerda que sigo siendo Locke. Estoy en pasos de recuperación. Por otro lado, Santiago es mi amigo, es insensible, no comprende mi presión.

—Locke, hombre —dice y chasquea los dedos en el aire.

Un insensible, dado que finge comprender.

—¡LOCKE, DETENTE! —grita, asfixiado.

Mis manos están sobre su cuello.

Debo mejorar, debo ser mejor hombre por ella… Me duele su recuerdo, ella es egoísta, se fue cuando más la necesitaba.

Una jauría de animales racionales, alarmada por defender su especie, se abalanza sobre mi espalda para detener el acto de agresión. El rostro de Santiago adquiere una tonalidad extraña, sus ojos miran al cielo, como si rogara por misericordia. Además, la boca hacía el movimiento de los labios de un pez fuera del agua: glup, glup, glup, ya no hay agua amiguito.

Me rio, satisfecho. Tiendo a reírme experimentando una euforia incontrolable al herir un animal.

Lo suelto. Las marcas de mis dedos en su cuello eran como la quemadura de una plancha. Se acerca un agente de la policía. Santiago explica la situación y mi condición. Ellos me conocen, la mayoría por supuesto, dado que frecuento la estación para regresar al pueblo.

—Disculpa, Santiago. —Me siento feliz, fui amable en ayudarlo a levantarse, somos amigos después de todo, ¿no?

Solemos perdonar a quienes nos hacen llorar. Rosantina me perdonó millones de veces. Aprendí que nuestros seres queridos son incapaces de amarnos sin antes odiarnos. La delicadeza de su cuerpo, curvas como un embudo y ojos claros carmesí, me hacen vibrar. Anhelo devorar la ambrosía de su sexo para alimentar el pecado perverso.

Estamos tensos, miro furtivamente la policía que permanece cerca de mí. Una vez que llego a la operadora, pido el boleto. Ignoro las ojeadas de repulsión de las empleadas.

Mi fisionomía no es agraciada. Rosantina solía bromear con el parecido a los actores de cine independiente que yo tengo. Ellas, las empleadas, no tienen cultura, tampoco educación. Al contrario de ellas, Rosantina es inteligente, interesante y más guapa.

Soy un hombre amigable, lo anterior fue un pequeño acto indebido por falta de químicos en mi cerebro. Debo llevar las pastillas conmigo.

En silencio nos dirigimos hasta el andén. Santiago sella sus labios, nos sentamos a esperar en el banco de madera.

Contemplo el aspecto gótico de la estación. Hay estatuas de gárgolas a cada lado del arco de entrada. La escaleras agrietadas descienden hacia la salida de la estación. De izquierda a derecha, observo el pulular de los pasajeros. La mística niebla cubre el bosque, al otro lado de la vía férrea. Los arces agitan sus ramas, produciendo la serenata del follaje. El lugar tiene un aspecto mágico. En días pasados, la niebla se fundía con el vapor de los trenes, llegaba al gran reloj, que está en el centro del andén. Recuerdo que el tiempo es relativo y nuestra impaciencia es una desgracia objetiva.

—Santiago, disculpa.

Resalto no sentir remordimiento. Rosantina me enseñó a pedir disculpas a las personas que hiero.

—No te preocupes. —Huelo el miedo en él.

—No debo herir a mis seres queridos. —Repito la frase que leía en terapia.

El teléfono vibra en el bolsillo. No sé si debería contestar. Chisto e introduzco la mano en el bolsillo para tomar el dispositivo rectangular con pantalla verdosa.

Leo en la pantalla:

Rose.

¿Quién es Rose? En mis contactos no tengo otra «R», solamente Rosantina. Intento colgar, pero asumo que el teléfono está descompuesto, dado que se niega a colgar la llamada. Presiono el botón rojo, pero no cuelga la llamada.

—¿Rosantina? —pregunta Santiago, cruzando los brazos.

El álgido relente asecha nuestros cuerpos de oficinistas.

—No —contesto.

Pasado unos minutos de intentos en vano, continúa sonando.

—Es aterrador —comenta Santiago, arrugando el rostro —. Ninguna llamada en espera dura tres minutos.

—Un error de fábrica, estoy seguro —digo, impasible.

Es irritante la tonalidad, pero en el fondo emerge una curiosidad por el enigmático nombre del contacto. ¿Quién es Rose? Debo aclarar que nunca he conocido una tal Rose. Tampoco evoco un posible seudónimo de Rosantina. Los amigos cercanos de ella, conocían su disgusto por los apodos. Sucumbiendo a la intriga y mirando por segunda vez el extrañado rostro de Santiago, presiono el botón verde.

—Buenas noches —digo, cortante.

—Locke.

Susceptible a este tipo de bromas, no soy. La voz de la desconocida despierta en mis sentidos, una inquietud indescriptible. Un escalofrío recorre mi espalda hasta la nuca.

—Por favor, elimine el contacto del teléfono o procederé a denunciar. —No puedo ocultar el miedo.

¿Por qué temo a su voz?

—¿No me recuerdas, Locke? —pregunta con aparente ternura.

Es insoportable, una gota de sudor viaja desde la sien hasta el mentón. ¿Por qué hace tanto calor?

—Soy casado, disculpe. —Intento colgar, de nuevo.

Se activa el altavoz ante mi mirada perpleja. Santiago, de testigo, acerca el oído.

—Locke, querido —susurra Rose—. Te extraño.

Despido un grito de horror, me levanto y lanzo el teléfono hacia el carril. Nuestro tren arrolla el teléfono del diablo. Tal vez no escuche jamás aquella voz en mi vida. Me importa un carajo quien es Rose. Abriendo las fauces de los vagones, el hombre de bigote fino y uniforme unicolor hace gala de su silbato. Sopla con fuerza para avisar al jefe de estación la llegada del tren.

—Locke, tengo un mal presagio —puntúa Santiago, temblando—. Volveré al apartamento y pediré perdón a mi mujer, disculpa. Hoy no regreso al pueblo.

—Regresa Santiago. Calladito sobre este asunto, ¿vale? Mañana debemos trabajar —digo con seguridad para ocultar los nervios que devoran mi razón.

—Una cosa más, llama cuando estés en casa. —Lo noto preocupado.

—En problemas no estoy, hombre. —Entorno los ojos—. Vaya al apartamento y prepare una sopa que revitaliza el alma.

—Está bien, buenas noches Locke.

—Buenas noches, Santiago.

Transcurre el tedioso proceso de bajar los pasajeros. Camino unos pasos para despejar la mente. A la mierda esa tal Rose.

—Locke, te espero cuando seas un mejor hombre. —Rosantina, eres tú, escucho tu voz, de nuevo.

Rose y Rosantina tienen diferencias marcadas en sus voces. Mi amada es un poco grave, en cambio, la descendiente del averno tiene la voz un tanto pesada y suave.

Regreso a la realidad, miro el reloj… Debe estar dañado también. Los números están invertidos y las agujas giran en diferentes sentidos. Cuesta describir sus sentidos, ya que cambian cuando parpadeo.

—¡Eh, señor! —llamo a un cuarentón atildado. Quizás vaya a una fiesta o a echar un polvo en un hotel de lujo.

—Buenas noches, caballero.

—¿Puede comprobar el funcionamiento correcto del reloj?

—Son las ocho y treinta. En efecto, está correcto, aprecie mi reloj analógico.

Miro su muñeca y marca las seis, las siete, ahora las ocho. Simulo agradecimiento. No estoy calmado. Llamo a otra persona, esta vez al jefe de estación y aprueba el correcto funcionamiento del reloj. ¿Soy el único qué puede ver el reloj defectuoso?

Procedo hacer lo mejor: dejar de prestar atención y no inmiscuirme en la sugestión. Compro una taza de café en una de las tienditas y me siento a esperar el aviso para subir las escaleras de hierro.

La fragancia a fresas frescas redujo mi estado de ansiedad.

Pasaron catorce minutos, los operadores dieron el aviso. Sigo la procesión para subir la escalerilla del tren. Camino a el segundo vagón, corro la puerta y me siento. Acodado en la ventana, admiro la monotonía de la noche. Una pareja entra y se acomoda al frente de mí. Saludo con una sonrisa amarga.

Iba a dormirme, pero una mujer del exterior reclama mi atención solo con su apariencia.

Lleva una maleta negra. Luce un vestido blanco. Cuelgan los tacones en sus dedos. El cabello es abundante, llega hasta la mitad de la espalda. Su figura es frágil y delgada. Sobre su cabeza tiene un sombrero de patrones de cuadros. El cuello es rodeado por una bufanda.

Espabilo la vista, sacudo la cabeza, vuelvo a ver y, efectivamente, está allí, no es una ilusión. Pasa en frente del hombre de bigote fino que revisa los boletos, es como si su presencia fuera nula a la existencia.

Me relajo, trato de buscar en mi memoria, el rostro cubierto por el sombrero. Ella pasará por el pasillo y podré reconocerla. No es posible que fuese Rosantina, ella está al otro lado del país con su familia.

Espero, jugando con los pulgares. La pareja conversa temas banales en voz baja.

Advierto, de soslayo, que la mujer pasa como si tuviera prisa. Me incorporo de inmediato, apoyo la mano en el borde de la puerta y miro el pasillo… Desapareció, ella no está, como si nunca hubiera entrado.

—¿Señor, está usted bien? —pregunta el joven, preocupado.

—Sí, creí ver un fantasma —respondo con una risa seca.

Hago conjeturas sobre su posible paradero. Tal vez entraría a uno de los compartimientos o sería un efecto de mis neuronas por la falta del fármaco. Mi preocupación inconsciente produce quimeras. Es una mujer cuyo parecido a Rosantina, respecto al físico, es impresionante.

Estoy paranoico por el cansancio y la falta de pastillas.

Bajo los párpados como si fueran unas cortinas. Alguien palpa mi hombro. Emito un respingo del susto, no hay nadie y los jóvenes me miran con asombro.

—Descuiden, estoy medicado, no traje mis pastillas —digo como excusa.

—Tengo un tío en el sanatorio, entiendo tus palabras —dice la joven.

Asiento de buen grado.

—Tiene una carta en la mesa —añade el joven, señalando, con el dedo, el sobre sellado encima de mi pierna.

—¿No vieron al gracioso? —Agarro la carta, amargado.

El aroma a perfume de flores impregna mi piel. ¿Qué diría Rosantina que si oliera el perfume de otra mujer en mi cuerpo?

—Una mujer con vestido blanco lo dejó —responde el joven.

—¿No pudieron ver su rostro? —Perspicaz al asunto, temo pertenecer a un programa de cámara escondida.

Ambos niegan con la cabeza.

—Un sombrero cubría sus cara —contesta la joven, después de un silencio incómodo.

—Debe tener velo para poder ensombrecer de sobremanera el rostro —infiere, el joven.

Callado ante los hechos, abro el sobre, con parsimonia. Dedicatoria, destinatario o dirección no se lee por ningún lado de la hoja. Leo una nota diminuta con caligrafía perfecta. Rosantina escribe torcido, sus escritos parecen jeroglíficos.

Nos vemos en el último vagón.

Atentamente: Rose.

El volcán hace erupción. A continuación, salgo como una bala, decidido a resolver el enigma. Empujo a las personas que están en mi camino. Cuento uno, dos, tres y cuatro vagones. ¡Diablos! Espero que la señora se recupere del empujón. Aparto dos niños revoltosos con la rodilla, uno de los dos llora. Con el hombro embisto un anciano, creo que se hirió la frente al caer. Lo sé por el insulto que oigo.

Llego a el último vagón. Está vacío. Deslizo cada puerta, con furia. Quiero matar a Rose a puñetazos, estoy harto de su juego. Llamarme para molestarme y ooner cartas en mi pierna. La odio. Seguro quiere seducirme. Ahora recibirá la lección cuando descorra esta última puerta.

—¡Señor, no nos delate! —exclama un pobre con guiñapos.

Su putrefacta colonia de basura me provoca náuseas. Hay niños agazapados en el regazo de una madre vagabunda.

—Disculpe —digo y deslizo la puerta.

Suspiro, abatido. Ahora Debo disculparme con todos. Bueno, será un excelente ejercicio de hipocresía.

Intento abrir la compuerta para salir. El tren comenzó a moverse. La compuerta no abre. Mis manos me duelen.

—Locke —dice la voz de Rose.

Rastreo los rincones, hurgo otra vez en los compartimientos. El pánico incrementa. El traqueteo estridente del tren, incrementa en mis oídos como si tuviera una corneta a todo volumen en el tímpano.

—Locke, te extraño —continúa la voz.

Cambia la voz: Rosantina.

Escucho su voz repetidas veces. El eco rebota en las paredes. Mi convicción se hace débil. Desciende el número de latidos por segundos. Me una terrible jaqueca y mis nervios se duermen.

—¡Basta! —grito, tomo mis cabellos con fuerza.

¡Maldición!

—Ven conmigo, Locke.

El asedio del súcubo me conlleva a arrastrarme en el suelo. Siento presión en el pecho, no puedo respirar con normalidad. La bruma negra rodea mi visión, estoy al borde del colapso. Intento girar al techo, pero la gravedad me deja paralizado. Antes de cerrar los ojos, pues debo entregarme a la muerte, miro los pies de alguien. Parece acercarse. Debe ser Rose, seguro está fascinada con mi sufrimiento.

No puedo aguantar.

12 de Setembro de 2021 às 18:43 0 Denunciar Insira Seguir história
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Conheça o autor

Angel Fernandez Escritor y fotógrafo venezonalo. Nací en Carabobo, Puerto Cabello. Tengo 23 años. Me dedico a mejorar en la escritura y mantener la meta de representar a Venezuela junto a otros escritores noveles en la literatura del siglo XXI. Todas mis obras están registradas en Safecreative.

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