Surgen de esta unión dos bellos lazos grises, y otros dos de color amarillo. Ambos relucen, como estrellas solitarias en un cielo oscuro. Ellos quieren crecer, quieren llegar a la superficie.
Y lo hacen.
Trepan por nuestros brazos, entrelazados, desnudos, hasta llegar a tu rostro.
Ese rostro.
El mismo que llevo mirando más tiempo del que recuerdo, y el que tan bien recuerdo por llevar tanto tiempo mirándolo. Esas dos dunas tranquilas, en calma, que en el momento más inesperado se tornan una auténtica tormenta de arena. Ese precioso campo de fresas, siempre torcido en su lado derecho, siempre sembrando las frutas más dulces. Y más arriba, cerca del bosque que alberga el más embriagador perfume que haya existido nunca, el rastro de una serpiente de nombre Infancia, que quiso ser recordada el resto de tu vida a través de una anécdota.
Pero nuestros lazos grises y amarillos no se detuvieron ahí. Ellos envolvieron tu magnífico rostro, todo tu cuerpo, y a mí con él.
Y en ese momento lo entendí.
Tú y yo éramos algo más que un fugaz brillo.
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