Los brazos y la espalda le dolían, después de muchos otros viajes al pozo, por fin aquellos dos grandes cubos de agua serían los últimos.
Apenas había dejado de ser una niña, y aunque grácil y bonita, el duro trabajo en el castillo le había fortalecido cada uno de sus músculos.
Al pasar por el gran patio de la entrada al castillo vio un destartalado carromato lleno hasta rebosar de toda clase de mercancía; cacerolas, sartenes y utensilios de cocina, aperos para el campo, vestidos, e incluso espadas y algunas piezas de armadura, todo ello ordenado de forma que ocupase el mínimo espacio posible. El pobre pollino que estaba sujeto al carro, viejo y flaco, no parecía ser capaz de tirar de semejante peso.
Se sorprendió al ver al mismísimo vizconde hablando con el que debía de ser el dueño del carro, un buhonero de aspecto extraño.
Alto, de facciones angulosas, pelo abundante y negro como el azabache. Su estatura ya de por sí era considerable, más su extrema delgadez la acentuaba dándole un aspecto cercano al de un gigante.
Aunque la distancia que lo separaba de la joven era bastante grande, ella pudo distinguir perfectamente el color de sus ojos. En ese momento las miradas de ambos se cruzaron, aquellos ojos negros parecían capaces de penetrarla. Capaces, no solo de despojarla de las ropas, también de desnudarla incluso de las carnes hasta llegar a lo más profundo de su alma. En el rostro del comerciante se dibujó una inquietante sonrisa.
La joven sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral y a punto estuvo de derramar los cubos de agua al perder por un momento el equilibrio. Por suerte consiguió mantenerse en pie. El tener que hacer otro viaje al pozo, ahora que estaba tan cerca de su destino, habría sido una faena.
Por fin llegó a los establos y volcó los dos cubos dentro del abrevadero. En ese momento apareció corriendo Curithir, el mozo de cuadras.
Ambos se conocían desde pequeños y siempre los había unido una gran amistad, aunque en los últimos meses esa amistad se había convertido en un sentimiento más profundo. Se detuvo delante de ella jadeante y con palabras entrecortadas la puso al corriente de las terribles noticias.
—¡La peste, la peste…!
Los ojos de la muchacha se abrieron como platos al escuchar aquella palabra. Curithir continúo hablando al tiempo que intentaba restablecer la respiración.
—La peste ha llegado a la comarca Liadain.— Liadain era el nombre de la joven. —Tenemos que escapar, todo el mundo está recogiendo lo que puede y se dirige al norte. A pocas millas de aquí la gente está muriendo como chinches.
—Eso no es posible. —Le replicó Liadain.—Si fuese cierto. ¿Cómo explicas que hoy mismo se hayan reunido en el castillo todas las familias más importantes de los alrededores. Me he enterado de que esta misma noche celebrarán un banquete. Además, abandonar las tierras del señor se castiga, en el mejor de los casos, con 40 latigazos.
—Me arriesgaré.— Le respondió Curithir, intentando inútilmente esconder su pánico. —Prefiero cualquier cosa a morir de la peste. He oído que antes de expirar padeces terribles suplicios. Además, mira a tu alrededor, todos huyen y los soldados no mueven un dedo para impedirlo.
La muchacha recorrió con la mirada el patio de armas. Era cierto, hasta los soldados escapaban con lo puesto.
No entendió el por qué Curithir agachó la cabeza y se retiró de aquella manera hasta que no escuchó la voz del vizconde a su espalda.
—Muchacha, acompáñame. — Le ordenó con firmeza.
Al llegar la noche Curithir entró furtivamente en las dependencias del castillo. Su madre era el ama de llaves y desde pequeño había aprendido todos los recovecos de aquel lugar.
Cuando llegó a la alcoba de Liadain comprobó que la puerta estaba cerrada con llave. Acercó la oreja a la puerta y escuchó unos extraños ruidos.
El muchacho hablaba en susurros, temeroso de ser descubierto. —¿Liadain estas ahí? ¿Qué es ese alboroto?
Al rato llegó respuesta, la voz de la joven sonó entrecortada y excitada.
—El vizconde me encerró, no sé el por qué. Tengo miedo, llevo toda la tarde de un lado a otro de la habitación removiéndolo todo.
—No te preocupes, te sacaré de ahí.
Curithir sabía perfectamente dónde encontrar la llave maestra que habría todas las puertas de las dependencias del castillo, el gran problema es que estaba en las habitaciones del vizconde.
Se deslizó como una sombra hasta ellas. Tuvo suerte, el señor del castillo no se encontraba allí, así que cogió la llave sin mayor dificultad.
Justo al lado, en el gran salón, estaban reunidos la flor y nata del vizcondado junto con sus familias. Nobles e hidalgos y los hombres más ricos e influyentes de la comarca, incluso se sentaba a la mesa el ilustrísimo señor obispo.
El mozo de cuadras no pudo reprimir su curiosidad y escuchó el brindis que hacía en ese momento el vizconde.
—Damas, caballeros, estamos aquí reunidos para celebrar que mañana la peste habrá pasado de largo ignorando a todos los presentes.
Uno de los nobles, de aspecto fiero y tamaño imponente, lo miró con incredulidad mientras sujetaba su copa y le increpó.
—Hemos venido hasta aquí confiando en tu palabra, pero no te ofendas si pregunto el cómo puedes estar tan seguro de que en tu castillo estaremos a salvo.
El vizconde sonrió y comenzó a explicarse, en sus palabras se apreciaba un nada disimulado orgullo.
—Digamos que he cerrado un pacto con alguien muy influyente. Hoy, justo antes de la media noche, sacrificaremos a una virgen. Su sangre a cambio de la nuestra.
Todos los presentes se quedaron boquiabiertos y por un impulso dirigieron al unísono sus miradas hacia el obispo. Tampoco este supo reaccionar hasta pasados unos incomodos segundos. No lo rumió demasiado antes de responder.
–No os preocupéis, Dios no ve con malos ojos que sus mejores hijos sobrevivan a cambio de la vida de una vulgar plebeya.
Todos respiraron aliviados y brindaron complacidos apurando de un trago sus copas.
Estaba horrorizado, no podía creer lo que acababan de escuchar sus oídos. Salió de allí lo más aprisa que le permitía el sigilo y se dirigió sin dilación a la alcoba de Liadain.
Las manos le temblaban, tuvo que emplear más tiempo de la cuenta en abrir la cerradura. Cuando lo consiguió encontró a la joven sentada en la cama con expresión asustada.
—¡Tenemos que salir de aquí, el vizconde piensa asesinarte!
La cogió del brazo y la arrastró por los pasillos. Los soldados habían escapado junto con todos los sirvientes, así que les fue fácil llegar sin contratiempos a la salida.
El gran portón levadizo estaba abierto, huyeron al bosque, de momento ambos estaban a salvo.
Cuando se aproximó la hora, el vizconde mandó a dos de los presentes ir en busca de la muchacha. Al cabo de unos minutos regresaron corriendo asustados. La muchacha no estaba y solo faltaban unos minutos para la media noche.
El caballero de aspecto imponente desenvainó su espada.
—¡Nos has engañado! ¿Acaso son nuestras vidas lo que realmente ofreciste?
El vizconde tan solo pudo abrir la boca antes de ser decapitado. La expresión que quedó en su rostro mientras su cabeza rodaba por el suelo se asemejaba a la de un besugo.
—¡Nooo, aún estamos a tiempo! — Gritó el obispo. —¡Tu hija, tu hija es virgen!
Todos los presentes miraron hacia una esquina, una madre horrorizada abrazaba a una niña pequeña de no más de seis años. El caballero se interpuso entre los invitados y su familia esgrimiendo amenazante su espada.
—¡No la tocareis un pelo de la cabeza miserables!
Solo cuatro de los presentes eran lo suficientemente jóvenes y hábiles para blandir un arma, el más osado de ellos se abalanzó contra el defensor, pero este hizo una finta y le propinó a su oponente un mandoble con tal fuerza que le partió media espalda. Los tres restantes daban vueltas a su alrededor intentando alcanzar a la niña en un descuido del padre.
Uno de ellos casi lo consiguió, pero el cuerpo de una madre se interpuso entre el acero y su hija. Furioso por la muerte de su esposa, el caballero atravesó el cuerpo de su enemigo de una estocada. Abrazó a la niña y sostuvo la mirada a los dos que quedaban en pie.
Un frío repentino inundó la sala, de la boca de los invitados comenzó a salir vaho. Una figura pálida, vestida con harapos, se acercaba lentamente a ellos. Su mirada era serena, sus ojos reflejaban una paz aterradora.
Una mujer se palpó tras de las orejas, otro miró en sus axilas. Las bubas habían aparecido en todos ellos y empezaban a reventar manando de ellas un pus sanguinolento y negruzco. Habían contraído el mal, estaban condenados.
El caballero miró con ternura a su hija, también ella estaba enferma. La besó, la estrechó entre sus brazos y de un rápido giro le rompió el cuello.
Todos en la sala corrían de un lado a otro como pollos sin cabeza, algunos habían empezado ya con los espasmos y se retorcían de dolor en el suelo. Tan solo el caballero permanecía inmóvil con el pequeño cuerpo de la niña en sus brazos. Su cabecita colgaba sujeta por el descoyuntado cuello, a sus pies, el cuerpo ensangrentado de su amada esposa. Allí, impertérrito, aguardaba a la muerte.
Sin embargo, la peste pasó por su lado ignorándolo. Él vivirá durante muchos años para llorar a sus seres queridos día tras día y soportar sobre su espalda la pesada losa de la culpa.
Ajenos a todo lo ocurrido en el castillo, Curithir y Liadain corrían por un pequeño sendero del bosque. Él la arrastraba violentamente del brazo y ella casi no podía seguirle el ritmo. Las zarzas y las ramas que sobresalían la golpeaban y arañaban su cuerpo.
Por fin llegaron a un pequeño claro y la muchacha quedó petrificada. Allí, en mitad el descampado, estaba el buhonero con su fría mirada y su destartalado carromato.
Curithir la miró y tiró de su brazo obligándola a seguir.
—No tengas miedo, él nos ayudará a salir de aquí.
Entonces, cogiéndola por la cintura con su brazo izquierdo, la beso en los labios. Era el primer beso de su amado y Liadain sintió una punzada en el pecho, quizás producto de la emoción de aquel instante.
Apartó el rostro de el de él y mirándolo a los ojos suplicó una respuesta que no llegaba. Notó como un líquido viscoso y cálido mojaba sus ropas. Agachó la cabeza y vio el puñal clavado en sus carnes, puñal que sujetaba la mano de su amado.
Curitir arrancó el cuchillo, Liadain cayó al suelo sobre la hierba, la sangre manaba a borbotones y la vida se le escapaba por aquella herida. Sentía como las fuerzas la abandonaban, pero aún pudo ver y escuchar la conversación del traidor con el buhonero.
—Aquí tienes a tu virgen. Yo he cumplido mi parte, ahora cumple tú con la tuya y líbrame de la peste.
En ese momento la joven, sin saber de dónde salían sus fuerzas, empezó a reír a carcajadas. El mozo de cuadras se giró contrariado y la miró, aquella era una manera muy extraña de recibir a la muerte.
—Debe de haber enloquecido. —Pensó.
La muchacha lo acababa de comprender todo y no podía dejar de reír. Comprendió el cómo fue posible, que aquel hombre extraño de pelo negro como el azabache y ojos oscuros como cuevas, trepase más de doce metros de pared para colarse en su alcoba por la ventana. Comprendió el porqué con solo aquella mirada penetrante la seduzco al instante. Comprendió el porqué, con unas pocas palabras susurradas al oído, consiguió que su cuerpo se inundara de pasión entregándolo por completo a una bacanal de lujuria. También comprendió el porqué desapareció por la ventana, fundiéndose con la oscuridad de la noche, cuando Curithir llamó a su puerta.
Comprendió al fin quien era aquel hombre en realidad.
Mientras reía cruzó una última mirada de complicidad con el buhonero y expiró por fin.
Curithir la observaba atónito, pero sintió alivio al dejar de oírla. No podía apartar la vista del cadáver de la joven mientras se preguntaba el porqué de aquella reacción.
Tan embelesado estaba en esos pensamientos, que no se percató de la pálida y andrajosa figura que se le acercaba por la espalda.
FIN.
Este es un mundo de sueños, quizás haya quien piense que no tiene sentido, pero... ¿Desde cuando los sueños tienen sentido? Leia mais sobre Esculpida en piedra.
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