Fue en el sitio de 1870.
Lo recuerdo bien. Todo se grabó en mi pupila y luego indeleble
en el fondo de mi memoria.
La mañana en que el condenado debía marchar al suplicio
era muy hermosa, tibia, llena de vivos reflejos, ceñida en el alto
del naciente con la diadema deslumbradora de la grandeza
estival.
El reo pertenecía a la raza negra; joven, veinticuatro años
apenas, en toda su plenitud fisiológica, alto, robusto, cuello de
toro, musculatura de hierro, dorso escapular de luchador, pecho
saliente, el frontal achatado como la nariz, colmillos de lobo,
mirar siniestro. Un bigote con ranuras cubríale el labio a
medias. Tenía envuelto en bandas el brazo derecho, y sujetas
las piernas por los grillos.
La herida del brazo, ancha y dolorosa, le había sido causada
por un bote de lanza de hoja de palma y medias lunas.
Ramón Montiel -que así se llamaba- era un soldado bravío capaz
de la acción heroica como del crimen alevoso.
Tres días antes -en tal lapso de tiempo se instruyó el proceso
y falló el consejo de guerra- Montiel había cometido un grave
delito. A causa de un desorden en la esquina del cuartel, el oficial
comandante del Cuerpo de Guardia le intimó personalmente
que volviese a su campo. Del Cuerpo de Guardia al sitio del
desorden, había más de veinticinco pasos. Montiel, que estaba
excitado, se negó a obedecer, arguyendo con gran energía que
el oficial no podía desempeñar esas ni otras funciones sino
dentro de una distancia prefijada por las ordenanzas, tratándose
de las que en ese momento estaban encomendadas a su
celo.
El oficial, que era joven y resuelto, avanzó entonces sobre él
con ánimo de compelerlo a la línea del deber. Esperolo tranquilo
el soldado, daga en mano y trabada una lucha breve, apenas
de segundos, el teniente Torres caía sin vida en la vereda partido
el corazón por una puñalada.
Ramón Montiel levantó el brazo con el acero teñido en sangre
caliente, y dijo iracundo que se allegase otro.
Un nuevo contendor, oficial también, reemplaza al teniente
en la pelea. Otros hombres de armas se agrupan, en aquel círculo
popiliano, lanzando voces enérgicas. Montiel brinca y ruge
como estimulado por el vapor de la sangre que tiñó las piedras;
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se lanza veloz sobre su segundo adversario, lo hiere y lo
derriba.
Se estrecha entonces el circulo en medio de estrujones y alaridos;
se oprime al matador que doquiera ve rostros amenazantes
y oye gritos poderosos.
El león negro se dispone a romper el cerco mostrando los
dientes, el ojo encendido y alta la daga en su diestra formidable;
silba el plomo a su lado sin rozarlo; y ya va a esgrimir por
tercera vez su hoja temible, cuando otro oficial que se ha apoderado
de una lanza la blande colérico desde lejos, la hunde a
dos manos en su brazo hasta encajarle las medias lunas y le
obliga a abandonar el hierro homicida.
Precipítanse sobre él varios hombres y le sujetan. Mientras le
ataban, bramaba. La sangre le corría de la espantosa desgarradura
a borbotones, y una contracción de rabia habíale transformado
el semblante en una máscara de simio enloquecido.
Su jefe le dijo airado, mostrándole el puño:
-¿Qué has hecho, Ramón?
Pareció él recién darse cuenta de su arrebato, descorriose el
velo de sus ojos y quedose mudo removiendo los gruesos labios
trémulos, ni más ni menos que la fiera después de haber hundido
una y otra vez los colmillos en la carne de su víctima, al escuchar
el terrible grito del domador.
Sesenta horas más tarde estaba condenado a muerte.
Era necesario moralizar. La indignación bullía en las tropas
como una espuma de borrasca. Aquella vida no valía más que
la de un gusano, y había que extinguirla bajo una descarga, para
ejemplo.
En la noche última de capilla, a altas horas, el fiero negro se
puso pensativo. Quedose como abismado ante el misterio de la
muerte.
Estando yo cerca de él, me preguntó en una corta ausencia
del sacerdote que le prestaba sus auxilios espirituales:
-¿Es verdad que abajo de tierra no hay más que gusanos? Esto
digo porque muerto el perro se acabó la rabia.
Algo le contesté que pesó en su ánimo.
El repuso:
-He de morir como soldado.
Un rato después, cuando sin duda trabajó su cerebro la suprema
angustia de la jornada final, levantose de la banqueta
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como herido por un golpe eléctrico, arrojose al suelo con todo
el peso de su cuerpo y de sus hierros y se echó a rodar como
una peonza elástica de la puerta al altar y del altar a la puerta
entre gruñidos y lúgubres choques de grilletes.
El centinela enderezó la bayoneta: pero se quedó inmóvil por
algunos segundos cual una figura de piedra. Después echó el
arma al hombro, dando un ronquido.
Como efecto de los retorcimientos y convulsiones, la congestión
del brazo herido de Montiel fue horrible: formósele allí como
una bola enorme de una dureza de granito.
A poco se sosegó. Recobró una fría tranquilidad.
Parecía ya haberse habituado a la idea de la muerte.
-Mi jefe estará sentido con razón -dijo con mucha calma.
Aludía al coronel Belisario Estomba, bizarro militar que mandaba
el Cuerpo de Infantería en cuyas filas había revistado el
reo, y a quien había impresionado profundamente el suceso.
Parecía quererle y respetarle, Montiel, porque añadió en seguida
siempre sereno:
-Justo será que él mande el cuadro.
Así era.
Al pronunciar esas palabras, el reo revelaba cierta fruición,
algo como orgullo de soldado.
Una sonrisa natural daba a su rostro una expresión resignada,
afable, atrayente sin signo alguno de debilidad o tristeza.
Sólo al romper de la mañana al ruido marcial de los clarines y
tambores que llegó a sus oídos como un eco lejano de la disciplina
y del deber, sintió una conmoción, irguió altivo la cabeza
y se estuvo atento largos instantes, ansioso de no perder una
nota de aquellas fanfarrias que concitaban sus instintos bravíos
a la acción y la pelea.
Ni más ni menos fue su sacudida nerviosa que la de una fiera
encerrada en la jaula al sentir la nota de un ave vagabunda, el
graznido de un pájaro de las soledades que le renovase las sensaciones
del desierto a modo de himno de vida y de libertad
salvaje.
Cuando fueron a buscarlo para conducirlo al suplicio, lo encontraron
sonriendo.
Entonces era la suya una sonrisa dura, sardónica, durable como
la que contrae los músculos faciales de los eterizados. Hablaba
con la mayor entereza, sonriendo siempre.
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Pidió hacer testamento, y se labró sobre un tambor. Dejaba a
su compañera diez y siete pesos que le adeudaba por servicios
domésticos el coronel Goyeneche.
Este militar, que pertenecía a la plaza sitiada y era un perfecto
caballero, recibió las últimas voluntades de Ramón Montiel,
y las cumplió religiosamente.
Hecho su testamento, Ramón dijo que estaba listo; pero que
le cortasen hasta el hombro la manga derecha de la casaquilla,
a fin de que ella pudiera ser prendida a la muñeca por un botón,
y permitiese así que se desahogara su brazo hecho una
criba.
Cortose la manga.
-¡Gracias! - dijo.
Después de esto marchó con paso firme, cual si no llevase
grillos.
En la puerta aclamó con voz robusta a su general y la revolución.
De la muchedumbre de gente de armas reunida en la calle,
no salió un eco: pero los gritos del fiero negro lo tuvieron
en los ámbitos más apartados a manera de imponentes
rugidos.
El cuadro estaba formado en una explanada verde y espaciosa,
en las proximidades de la plaza de toros.
Ramón Montiel atravesó la explanada con reposado continente;
y oyendo circular por filas la voz de "pena de la vida al que
pida por el reo", se volvió para dominar con aire altanero todos
los costados del cuadro, y dirigiéndose al digno capellán que lo
exhortaba a bien morir, murmuró lentamente:
-No siga entonces, padre, porque si saben que está rezando
por mí, lo van a fusilar también.
Ya en el sitio fatal, agregó con honda ironía:
-Está bueno de padrenuestros, señor cura. Con uno más no
hemos de sacar mayor ganancia.
Y a mi, que iba cerca de él, me dijo muy bajo, dulcemente:
-Es el primer delito que cometo éste, porque me matan. Que
no fui un malvado, dígalo alguna vez por favor.
Tenía yo entonces diez y nueve años y era ayudante secretario
del fiscal militar. Pasados veintitrés, la edad de Ramón, menos
uno, cumplo sus deseos.
Puesto de rodillas se leyó al reo la sentencia.
Una vez leída el condenado dijo:
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-Pido licencia para dirigir la palabra a mis camaradas.
Se le otorgó.
Entonces con acento pujante y viril, recomendoles que se inspirasen
en su ejemplo y dioles un sentido adiós.
Luego como última gracia, suplicó que no lo vendasen, pues
hasta el gusano tenía derecho a la luz del sol en la hora de
morir.
Se denegó la gracia.
Mientras le ponían la venda, avanzó sigiloso el pelotón con
las armas preparadas.
A la señal convenida los soldados apuntaron. Tenían lívidos
los rostros y trémulas las manos. Los rezos del capellán pronunciados
a media voz eran el único rumor perceptible en el
instante solemne. De pronto resonó la descarga.
Montiel, como impelido por un viento huracanado, se arqueó
y tambaleó hacia atrás. Luego, cual si fuese atraído por una
fuerza contraria, vínose hacia adelante, firme sobre sus rodillas,
se sacudió, y cayó al fin de costado entre roncos gruñidos.
La sangre salió a borbotones del pecho. Pero aún vivía.
Una nueva bala en el cráneo, tras de la oreja derecha, lo dejó
al fin inmóvil
La pólvora y el taco ardiendo pusieron fuego a la venda, que
se desprendió y cayó sobre el pasto, humeando; y entonces se
vieron enormes los ojos de Montiel, fijos en el cielo, y en su
semblante lívido el ceño terrible con que lo halló la muerte.
La infantería desfiló en silencio delante del cadáver.
Pero de la caballería brotaron frases brutales.
-¡A nadie vas a sacar ya los ojos!
-¡Clavaste el pico, cuervo!
Era la oración fúnebre, que daba la medida de la educación
moral y de los instintos de la masa cruda, indisciplinada, agresiva
por hábito, irrespetuosa por inconciencia.
Fue éste el primer reo que vi pasar por las armas. Algunos
hombres he visto morir después, mas ninguno con la estoica
entereza de aquel fiero negro.
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