“Érase una vez” escribió él sobre su libreta por milésima vez, intentando plasmar en letras algún esbozo de cuento o mínima idea, que lo hiciera sentir que esta no era una noche más de escritura perdida. Llevaba varias noches intentando aterrizar alguna idea, algo que lo llevara a crear un buen relato, pero siempre terminaba parafraseando banalidades que no le convencían.
Manuel era su nombre, acudía cada noche a aquel café, se sentaba en soledad, disfrutaba de un capuchino y se sumergía en su libreta intentando exprimir las ideas, mientras las risas, charlas y música acústica flotaban ajena a él y su proceso de creación.
Esa noche, como lo habían sido sus últimas siete noches, arrugó la hoja de papel y dejó perder su mirada, mientras la frustración le dominaba. No muy lejos una chica le observaba, mientras tomaba un poco de su tercer café de la noche; ella detallaba en silencio aquellos ojos marrones, de vez en vez, intentaba replicar en sus trazos los mechones de cabello negro de él y sombreaba con esmero aquel boceto que imitaba el rostro del escritor. Su nombre era Ana y desde hace pocas noches acudía a aquel café en busca de inspiración para sus ilustraciones.
Él dejó fija su mirada en ella, notando la luz en sus ojos claros y perdiéndose en las ondas de aquellos cabellos castaños. Las ideas comenzaron a brotarle, escribía casi poseído por las musas, sonreía de vez en vez al notar como ella parecía sonreír a la hoja de papel en la que dibujaba y en un momento sus miradas se cruzaron, causando que todo a su alrededor fuera irrelevante.
Ella le sonrió y él descubrió que le sonreía de vuelta de forma automática. Esa noche sus miradas se encontraron muchas veces, Manuel se esmeraba en describirla en sus letras, en ahondar sobre el misterio que ella le causaba y Ana sombreaba con esmero la expresión misteriosa que había captado en él al momento de comenzar a retratarlo.
Esa noche ninguno de los dos acudió a la mesa del otro, a pesar de mirarse con intensidad, de perderse en los ojos del otro e incrementar el magnetismo que tan solo los rodeaba a ellos. Cuando llegó la hora de irse, ambos se encontraron en la barra del lugar y mientras pagaban cada quien lo consumido esa noche, no paraban de mirarse de reojo, atentos de los movimientos de cada quién.
Y fue así que antes de abandonar el café, por esa noche, Ana le extendió a su chico misterioso el dibujo que con tanto esmero había hecho de él, mientras Manuel le extendió a ella el relato que ella había inspirado. Una risa cómplice los unió esa noche, donde cada quien se transformó en el inicio de una nueva historia.
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