Capítulo 1
Lope de Figueroa, Platero
Cuando Su Majestad abrió los ojos, todavía presa de cierta indecisión
crepuscular que al despertarse había experimentado
otras veces, y que era como la ilusión de que flotaba entre dos
vidas, entre dos mundos, advirtió que la fina y vertical hebra
de luz que escapaba de las maderas de una ventana, era más
pálida y más fina que de ordinario.
Su Majestad estaba de tal suerte familiarizada con aquella
hebra de luz, que bien podía notar cosa tal. Por ella adivinaba
a diario, sin necesidad de extender negligentemente la mano
hacia la repetición que latía sobre la jaspeada malaquita de su
mesa de noche, la hora exacta de la mañana, y aun el tiempo
que hacía.
Todos los matices del tenue hilo de oro tenían para Su Majestad
un lenguaje. Pero el de aquella mañana jamás lo había visto;
se hubiera dicho que ni venía de la misma ventana, ni del
mismo cielo, ni del mismo sol…
Mirando con más detenimiento, Su Majestad acabó por advertir
que, en efecto, aquella no era la gran ventana de su
alcoba.
¡Vaya si había diferencia!
Su humildad y tosco material saltaban a la vista. Su Majestad
se incorporó a medias en el lecho, y apoyando la cabeza en la
diestra púsose a examinar en el aposento, estrecho y lucido de
blanco, en la media luz, a la cual iban acostumbrándose ya sus
ojos, lo que le rodeaba.
Al pie del lecho, pequeño y bajo, había un taburete de pino, y
sobre él, en desorden, algunas prendas de vestir. Una ropilla y
un ropón de modesta tela, harto usada, unas calzas, una capa.
Más allá, pegado al muro, un vargueño, cuyos cerrojos relucían
redes, algunas estampas de santos y en un rincón una espada…
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Su Majestad se frotó los párpados con vigor, y cada vez más
confusa buscó maquinalmente la pera del timbre eléctrico, que
caía casi sobre la almohada, aquella pera de ágata con botón
de lapislázuli, que tantas veces oprimió entre sus dedos, y a cuya
trémula vibración respondía siempre el discreto rumor de
una puerta, que, al entreabrirse, dejaba ver, bajo las colgaduras,
la cabeza empolvada de un gentilhombre de cámara.
Pero no había timbre alguno…
Su Majestad, sentada ya al borde del lecho, perdida absolutamente
la moral, sintiendo algo así como una terrible desorientación
de su espíritu, el derrumbamiento interior de toda su ló-
gica, más aún, de su identidad, quedose abismada.
En esto, la puerta que Su Majestad, por invencible hábito, suponía
que era una ventana que caía sobre la gran plaza de Enrique
V, se entreabrió, y una figura de mujer, alta, esbelta, armoniosa,
se recortó en la amplia zona de luz que limitaban las
maderas.
-Lope -dijo con voz dulcísima de un timbre de plata-, ¿estás
ya despierto?
Su Majestad -o mejor dicho Lope-, estupefacto, quiso balbucir
algo; no pudo y quedose mirando, sin contestar, aquella
aparición.
Era, a lo que podía verse, una mujer de veinte años, a lo sumo,
de una admirable belleza. Sus ojos, obscuros y radiantes,
iluminaban el óvalo ideal de un rostro de virgen, y sus cabellos,
partidos por en medio y recogidos luego a ambos lados, formando
un trenzado gracioso que aprisionaba la robusta mata,
eran de un castaño obscuro magnífico. Vestía modestamente
saya y justillo negros, y de los lóbulos de sus orejas, que apenas
asomaban al ras de las bandas de pelo, pendían largos aretes
de oro, en los cuales rojeaban vivos corales.
-¿Duermes, Lope? -preguntó aún la voz de plata-. Tarde es
ya, más de las siete… Recuerda que mañana ha de estar acabada
la custodia. El hermano Lorenzo nos ha dicho que en el convento
la quieren para la fiesta de San Francisco, que es el
jueves.
-¡Lope! -murmuró Su Majestad- ¡Lope, yo!… ¿Pero quién sois
vos, señora?…
-¿Bromeas, Lope? -respondió la voz de plata-. ¿O no despiertas
aún del todo?
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Y acercándose con suavidad puso un beso de amor en la frente
de Su Majestad, murmurándole al oído:
-¡Quién he de ser, sino tu Mencía, que tanto te quiere!
Lope se puso en pie, restregose aún los ojos, se palpó la cabeza,
el cuello, el busto, puso sus manos sobre los hombros de
la joven, y convencido de que aquello era objetivo, consistente,
de que no se desvanecía como vano fantasma, se dejó caer de
nuevo sobre el lecho, exclamando:
-¡Estoy loco!
-¿Por qué? -insinuó la voz de plata.
-¿Quién ha podido traerme aquí?… Yo soy el Rey…
-Cierto -dijo Mencía con tristeza-. ¡Lo has dicho tanto en
sueños!…
-¡Cómo en sueños!
-¡Soñabas agitadamente! ¡Hablabas de cosas que no me era
dado entender! ¡Dabas títulos! ¡Conferías dignidades!
-¡Yo!…
-Ibas de caza… Nunca, Lope, habías soñado tanto ni en voz
tan alta… Por la mañana, tu dormir se volvió más tranquilo, y
yo me marché a misa con ánimo de que reposaras aún hasta mi
vuelta. Lope, mi Lope querido, ¿te vistes? Ya es tarde… ¡Has
de acabar mañana la custodia!
* * *
¿Sería dado, al que esto escribe, expresar la sensación de
costumbres, de familiaridad, de hábito, que iba rápidamente invadiendo
el alma de Lope?
¡El pasmo se fue, se fue la estupefacción; quedaba un poco
de asombro; lo sustituyó cierta sorpresa, un resabio de extra-
ñeza, de desorientación; luego, nada, nada (tal es nuestra prodigiosa
facultad de adaptación a las más extraordinarias circunstancias);
nada que no fuera el sentimiento tranquilizador
de la continuidad de una vida ya vivida que sólo había podido
interrumpir por breves horas un ensueño que él había sido engañoso:
el de rey!
¡Peregrino ensueño! Mientras se vestía, referíalo a grandes
rasgos a la ideal mujer de los ojos luminosos y de la voz de
plata:
«Yo era rey, un rey viejo de un país poderoso del Norte de
Europa. Vivía en un gran palacio rodeado de parques. Mis
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distracciones eran la caza y los viajes por mar en un “yate”. Poseía
también automóviles… ».
Y seguía su historia.
La celeste criatura movía la cabeza corroborando con signos
afirmativos el relato de Lope, entre sorprendida y confusa:
-Sí, cierto -interrumpía a cada paso-, eso soñabas… , eso decías,
esas palabras desconocidas pronunciabas…
Y añadía pensativa:
-¡Raras cosas se sueñan!
-Tú has tenido siempre letras, Lope -continuó después de una
pausa-; no es extraño, pues, que dormido imaginases historias
peregrinas…
-¡Bien dices, Mencía, raras cosas se sueñan!
-¡Raras cosas se sueñan, Lope!
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Capítulo 2
Los sueños son así
En la pieza contigua había una gran mesa, sobre la cual, en
medio de un desorden de herramientas, de crisoles, de barras
metálicas diversas, de envoltorios con limaduras, y otros con
piedras preciosas, se erguía una custodia de plata con relicario
de oro.
Era la obra del platero Lope, para el convento.
No lejos de la mesa, un gran bastidor sobre toscos pies de
madera enmarcaba, bien restirada, una tela de seda, bordada,
en gran parte, con diversos motivos, también de oro y plata,
siendo el principal un divino Pastor que llevaba al hombro,
amoroso, a la oveja perdida. Era aquella labor, visiblemente
destinada a un ornamento de iglesia, la obra de Mencía.
Mesa y bastidor estaban cerca de la única ventana de la habitación,
a fin de recibir la luz que por ella entraba. En el lado
opuesto, en el intervalo existente entre una puerta y el ángulo
del muro, había un escritorio de modesta apariencia, como todo
el mobiliario. Sobre él un rimero de libros, de piedad, de enseñanza
o entretenimiento.
Entre los primeros, el Libro Espiritual del Santísimo Sacramento
de la Eucaristía, del Padre Juan de Ávila, y un libro de
horas. Entre los segundos, el Diálogo de la dignidad del hombre,
del maestro Hernán Pérez de Oliva, y el Diálogo de la Lengua,
de don Juan Valdés. Entre los últimos, el Tractado de las
tres grandes, conviene a saber: de la gran parlería, de la gran
porfía y de la gran risa, del donoso Doctor don Francisco López
de Villalobos; la Celestina, el Amadís, la Vida de Lazarillo de
Tormes y de sus fortunas y adversidades, y la Diana, de Jorge
de Montemayor.
El resto del mobiliario constituíanlo algunos taburetes, un
gran sillón de cuero y dos arcas; la una abierta, por más señas,
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y dejando ver una ropilla de tisú, un jubón y unas calzas de velludo
negro, que probablemente pertenecían a la indumentaria
dominguera de Lope.
Pero volvamos a la custodia.
Esta figuraba la fachada de una catedral gótica, de un gótico
florido riquísimo en detalles. Tenía tres puertas, y el hueco de
la del centro formaba el relicario.
El superior del convento, un teólogo largo y anguloso, de cara
ojival, que había sugerido a Lope algunas de las esbeltas lí-
neas de tal arquitectura, afirmaba -según Mencía dijo a su esposo-
que aquello representaba o podía representar la ciudad
de Sión, «¡donde no hay muerte ni llanto, ni clamor ni angustia,
ni dolor ni culpa; a donde es saciado el hambriento, refrigerado
el sediento, y se cumple todo deseo; la ciudad santa de Jerusalén,
que es como un vidrio purísimo, cuyos fundamentos
están adornados de piedras preciosas, que no necesita luz, porque
la claridad de Dios la ilumina y su lucerna es el Cordero!»;
y Mencía, espíritu apacible y cristalino, cuando esto escuchaba
de los labios del religioso, sentía, según expresó a Lope, suaves
transportes de piedad y algo como un íntimo deseo de entrar
con su amado a esa custodia celeste, a ese tabernáculo ideal, a
esa ciudad divina que estaría asentada sobre nubes, como Toledo
sobre sus rocas, y cuyo interior debía asemejarse al de la
Capilla de los Reyes de la Catedral, que era la obra religiosa de
más magnificencia que ella había contemplado.
Faltaban por ajustar algunos topacios y amatistas, y por cincelar
una torrecilla de oro.
Lope, con una pericia de la cual minuto a minuto iba sorprendiéndose
menos, púsose a la obra, en tanto que Mencía bordaba
en su gran bastidor con manos ágiles de reina antigua.
A medida que pasaban las horas, Lope sentíase más seguro,
más orientado y sereno. Parecíale recordar el modesto e ignorado
ayer, desde que tuvo uso de razón hasta que se enamoró
de Mencía, desde que se casó con ella, hasta ahora en que trabajara
su custodia para el convento.
Todos los eslabones de la cadena de sus días que momentos
antes, sueltos y esparcidos quebrantaban su lógica y enredaban
y confundían las perspectivas de su memoria, iban soldándose
naturalmente y sin esfuerzo.
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Sí, recordaba: Él no había sido nunca más que Lope, Lope de
Figueroa, natural de Toledo. Su padre fue librero, y en la calle
de los Libreros había nacido él. Gracias al comercio del autor
de sus días, pudo leer bastante, mucho para la época. Hubiera
seguido aquel comercio, pero temprano se sintió tentado por el
arte divino de la orfebrería. Siempre que lo llevaban a la Catedral,
a San Juan de los Reyes, a Santo Tomás, y, en sus peque-
ños viajes, a algunas de las grandes iglesias de España, caía en
éxtasis ante las custodias, los copones, los relicarios. Se sabía
de memoria los detalles de la mayor parte de estas obras maestras
de metal que existían entonces en la Península, casi todas
ellas en forma de quiméricas arquitecturas, en que la inspiración
de los artistas no conocía límites para su vuelo. El nombre
de los Arfé, esos magos oriundos de Alemania, era para él como
el nombre de una divinidad. La custodia de Córdoba, ejecutada
en 1513 por Enrique; la de Sahagún, la de Toledo, hecha
en 1524 (única que Lope había podido contemplar), formaban
para él como los tres resplandores de gloria de este hombre excepcional.
La custodia de Santiago y la de Medina de Rioseco,
ejecutadas por el hijo de Enrique, Antonio Arfé, en estilo plateresco,
las había visto en dos reproducciones de yeso en un taller
de Toledo, y lo cautivaban en extremo; y la amistad de Juan
Arfé, que era su camarada y que a la sazón había ejecutado ya
la custodia de Ávila (hecha en 1571) e iba a ejecutarla de Sevilla,
que empezó en 1580, fecha alrededor de la cual gira este
absurdo relato, le llenaba de orgullo. Aun estaban en el porvenir,
la custodia del mismo, que fue después, en 1590, una de
las joyas más preciadas de Valladolid, y la de Juan Benavente,
cincelada en 1582 en el estilo del Renacimiento.
El nombre de Gregorio de Varona, que empezaba ya a ser cé-
lebre, era también de los que estaban siempre en sus labios;
pero si profesaba el culto más ingenuo y fervoroso por todos
estos grandes artistas, hay que convenir en que el de sus predilecciones
era el abuelo Arfé, Enrique, y en que hubiera dado la
mitad de su vida por ser el artífice de un fragmento siquiera de
la gran custodia de plata (única que, como decimos, había podido
contemplar, aunque por reproducciones o dibujos conocía
las otras), que para el cardenal Ximénez ejecutó el artista, y
que tantas veces vio esplender en medio del incienso, bajo las
gigantescas naves de la catedral.
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¡Sí, él fue siempre Lope de Figueroa, ahora estaba seguro de
ello; Lope de Figueroa, de veintiséis años de edad; Lope de Figueroa,
que se soñó rey! ¡Un rey viejo, de quién sabe qué reino
fantástico, en quién sabe qué tiempos extraordinarios y
peregrinos!
-Sin embargo, Mencía (insistió el platero al llegar a esta parte
de sus pensamientos), jurara que no he soñado, sino que he
visto, que he tocado aquello. ¡Aun no puedo desacostumbrarme
del todo a no ser lo que fui… , lo que imaginé que fui; de tal
suerte era claro y preciso lo que soñaba!
-¡Los sueños son así! -respondió Mencía apaciblemente, sin
levantar los ojos de su bordado-. ¡Los sueños… son así! A mí
me contristó mucho -siguió diciendo-, me hizo gran lástima verte
en el lecho, sacudido por la ansiedad; quise despertarte, pero
no lo logré; tan pesadamente dormías… Por fortuna, a poco
desapareció el sobresalto… Ahora recuerdo que hablabas de
un atentado contra un hijo que tenías, y pronunciabas palabras
raras que nunca oí antes, y que infundían a todos miedo, terror
y espanto. Decías… , decías: «¡Los anarquistas!».
-Sí, cierto -exclamó Lope, sintiendo subir de nuevo a su cerebro
una ola de extrañeza-. Eran unos rebeldes…
-¿Como nuestros comuneros?
-Incomparablemente peores… ; fuera de toda ley… ¿Y
después?
-Tu hijo el príncipe moría asesinado, y tú tristemente, tristemente,
seguías reinando. Gustabas de cazar… , deja que haga
memoria, e ibas a no sé dónde, en una máquina vertiginosa… ,
en la que has nombrado hace poco…
-En un automóvil, ya te lo he dicho.
-Eso es, algo así he escuchado, algo incomprensible.
-¿Sabes cómo era esa máquina?
-No podría imaginarlo.
-¡Oh, jurara que la he visto, que la he poseído, Mencía de mi
alma! Era… ¿cómo te explicaría yo esto? Era como un coche
que anduviese solo, merced a una mecánica que no acertarías
a comprender. Volaba, Mencía, volaba… Y vivía yo, asimismo,
entre muchedumbre de otras máquinas. Las había que almacenaban
y repetían la voz del hombre; las había que, sin intermedio
alguno, llevaban la palabra a distancias inmensas, y otras
que lo hacían por ministerio de un hilo metálico; las había que
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reproducían las apariencias, aun las más fugitivas, de los objetos
y de las personas, como lo hacen los pintores, solo que instantáneamente
y de un modo mecánico; máquinas que escribí-
an con sorprendente diligencia y nunca vista destreza, como no
podrían hacerlo nuestros copistas, maguer sus abreviaturas, y
con una claridad que en vano pretenderían emular nuestros calígrafos;
máquinas que calculaban sin equivocarse jamás; máquinas
que imprimían solas; máquinas que corrían vertiginosamente
sobre dos bordes paralelos de acero… Yo habitaba una
ciudad llena de estas máquinas y de industrias innumerables.
Los hombres sabían mucho más que sabemos hoy, y eran mucho
más libres… , pero no felices. Los metales que yo manejo
con tanta fatiga y tan difícilmente trabajo, ellos los manejaban
y trabajaban de modo que maravilla, y conocían además su
esencia íntima, no a la manera de Avicena, de Arnaldo de Villanova
o de Raimundo Lulio, que los tienen como engendrados
por azogue y azufre, sino merced a las luces de una química
más sabia; y habían descubierto otros nuevos, uno entre ellos
que era acabado prodigio, porque en sí mismo llevaba una
fuente de energía, de calor. Vestían las gentes de distinta manera
que vestimos tú y yo, y vivían una vida agitada y afanosa;
hablaban otro idioma. Y yo era rey, tenía ejércitos con armas
de un alcance y de una precisión que apenas puedo comprender,
y junto a las cuales nuestros arcabuces con sus pelotas,
nuestras culebrinas de mayor alcance y nuestros cañones, serí-
an cosas de niños. ¡Poseía flotas, no compuestas de galeras,
galeazas y galeones, no construidas a la manera de nuestras
naos, no movidas a remo o a vela, sino por la fuerza del vapor,
del vapor de agua, Mencía, el cual escapaba de ellas en torbellinos
negros!, y algunas se sumergían como los peces, y…
-Imaginaciones del Malo han podido ser esas, Lope, tramadas
con ánimo de perturbarte, y ello me contrista, te lo repito. Mi
madre leíame que a San Antonio Abad le aparecían en confusión,
en el desierto, seres absurdos y artificios malignos, nunca
vistos por nadie. Tú, Lope, como ya te he dicho, quizás por la
influencia de los libros que con ahínco lees, siempre has soñado
mucho, y nunca entendí que eso estuviera bien. Por otra
parte, las cuartanas del año pasado te dejaron harto débil. ¡Tan
recio fue el mal, que día ni noche podías sosegar!
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Y abandonando su labor, la esbelta y delicada figura fue hacia
su amado, cogiole suavemente de la diestra y le llevó a la
ventana, añadiendo maternal y untuosa:
-¡Descansa un poco; la custodia estará hoy terminada! Son ya
las diez. Desde las ocho trabajas. ¡Solacémonos mirando la
gente que pasa!
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