anyajulchen Ana Julia

Sung es un esclavo sexual, tesoro de la mafia china. Perdido en una tierra desconocida, su cuerpo no es lo único que ofrece a sus clientes. Entre el aroma a incienso, los sonidos de los vendedores ambulantes y el chasquido de las armas, su don de ver el futuro ha despertado más de una ambición.


Conto Impróprio para crianças menores de 13 anos.

#cuento #realismo-mágico #fantasía #relato
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I.

La inyección de adrenalina seguía en mi sangre cuando las brumas del futuro se disiparon. Un par de golpes se escucharon en la lejanía. La explosión de la sangre era una melodía silenciosa contra el pavimento mientras que los humos del restaurante acariciaban mi nariz con aceite y salsa de takoyaki.

Con un pie allá y uno acá, la imagen se había incrustado en mi cerebro. Ciegos eran mis ojos al presente, incapaz el cuerpo que alguna vez me había pertenecido. El sentimiento de permanecer para siempre en este limbo sin final, en la apertura eterna de las puertas hacia lo que aún era posible, cortó mi respiración. La muerte era mejor a existir en una carcasa sin alma.

Un milisegundo fue mi sufrimiento, un instante entre cerrar la ventana en mis ojos y abrir la terraza al ahora. Y, sin embargo, bastaba siempre ese corto período para recordarme de la doble espada de una bendición que no había pedido. En la espalda de un humano la potestad de un dios cae como yunque en el océano, ya que la finitud de su existencia es incapaz de sobrellevar la carga sin grandes sufrimientos.

Era sano, en cierta forma, conocer los límites de mi propia mortalidad. Por ello, dejé al terror fluir entre mis dedos como el jugo que derramé en mi pérdida de consciencia y que, ahora, formaba pocillos entre los cubiertos, los platos de una comida a medio consumir. Naranja el líquido del envase, del iris que rodeaba mis pupilas, de la colilla del cigarrillo en medio de una servilleta demasiado vieja para prenderse en llamas.

Enfoqué la mirada en los restos del pitillo antes de que mi boca se secara por completo. Tragué, mi cuerpo en automático cuando llevé a las casi cenizas muy cerca de mi nariz. El perfume a bares, a sudor y a dinero se tradujo en poder vislumbrar las paredes desnudas de la sala, en identificar las quemaduras en la madera de la mesa de comida/café/reposapies.

Dos golpes más. Cercanos, de aquí. Giré mi cabeza en dirección a donde, creía, se encontraba la puerta de entrada.

Aguardé unos segundos, minutos u horas.

Tres golpes. Rápidos, secos, hechos por una mano acostumbrada a dejarse caer en cualquier situación. Un presentimiento me recorrió antes de ponerme en pie, igual de irreal al de sentirse observado en medio de una habitación vacía. No lograba recordar si estaba vestido, si me había duchado o cuánto tiempo había pasado. Me guiaba el instinto, las reglas y mis costumbres. La decencia no era un miembro de ninguna de las listas.

—Hey, open the door! I don't have all the fucking day.

La visión había sido demasiado real. Tacto, ruido, tiempo, sabor, olfato y visión; una imagen con más verdades que mi mano en la manija. Las palabras pasaron de largo en mis oídos, volviéndose ruido blanco en mi lucha por recuperar el dominio de mis sentidos.

En la dimensión desconocida, bajé la manija y me encontré cara a cara con una imagen igual a la de un sueño.

Ajustarse tras una visión era la parte más compleja y, como todo lo complicado en la vida, los inconvenientes creaban desbarajustes en el proceder. De un paseo en la calle podía pasar a un enfrentamiento en unas montañas desconocidas. De una cena en algún mirador a la muerte en medio de una tormenta de nieve. Y, luego, un hormigueo que nacía en la raíz de los cabellos hasta las uñas de los pies.

En la plena conciencia de cada uno de mis nervios, de la forma biológica de mi existencia, escaneé al inconveniente invitado a formar parte de ese día.

La figura cruzó y descruzó los brazos, la luz mortecina apenas dejaba adivinar la forma de su barba, el tatuaje bajo su oreja derecha. Círculos negros como el moho en el resquicio de los números de mi apartamento, imperfectos como el ligero moho de las galletas en la mesa. Nada en su postura indicaba animosidad.

Las nubes de la irrealidad se dispersaron al prevalecer la afirmación de que, fueran las que fueran las intenciones de este hombre, mi integridad física podría verse comprometida.

Incluso entre las hebras de mi flequillo, me daba cuenta que conocía a este hombre. Mejor dicho, era un desconocido familiar, una silueta de facciones en una tarjeta de identificación ya vista. No sonreí. Apegué mi cuerpo a la pared contigua al hueco de la entrada. No quería que me tocara, no por el momento.

—Kwan Yoo, ¿no es así?

Al escucharme, el ceño se suavizó y una sonrisa de gato, ladina, apareció en medio de una selva de pelos largos, oscuros, cuidados por el primor de una madre. En su mandíbula superior, un molar de oro reflejaba la pobreza de mis lámparas a medio encender. En su muñeca derecha adiviné una pulsera roja de plástico, iguales a las que dan en las ferias. Antes de entrar, ajustó los puños de su traje, el cuello de la camisa tieso por el almidón.

Ignoró mi alfombra y las zapatillas para invitados. El barro de sus zapatos pronto llenó el gris del suelo. A la mezcla se le agregaron las gotas de jugo que formaban un camino del asiento a mi mano. Mi camisa amarilla se volvió servilleta a mis dedos ya pegajosos. Mis pies eran gusanos asomándose bajo los faldones del pantalón. Me daba asco mi propia presencia.

Dejé que la puerta se cerrara.

I'm kind of surprised. You're quite a cute thing for your job. —Mojó el pulgar con su lengua y se arregló un pelo mal ajustado de la ceja, mientras cruzaba una pierna sobre la otra y me escaneaba de arriba a abajo—. Do you plan to stay there with your thumb up your ass?

—No entiendo mucho inglés, disculpe —corté con la cortesía de un vestido negro en una boda cristiana. Rehice el camino a mi asiento, cruzándome de brazos—. Si desea obtener mis servicios, nos comunicaremos en español o en mandarín.

—Vale, vale, hombre. No te molestéis. —El acento de sus palabras era duro y tieso, igual al de los asiáticos que aprendían el uso de la erre por primera vez. Coreano o japonés, sin dudas—. Vale, te lo traduzco. Que me sorprende lo rico que estás, flaca.

—Soy un tío, un chamo, un muchacho. Sung.

—Ya decía que hablabais como muy profundo, carnal. ¿Vale? —Sus mejillas se colorearon un poco. Suspiré—. Vale. Ósea, solo estás huesudo.

—Vale. Digo, sí. —Tosí, poniéndome de pie. ¿Dónde estaban mis modales?—. Puedo hacer té, también tengo algo de jugo de naranja. No este, claro.

—Algo más fuerte, joder, caña real. ¿Tu novio no es Michaelo Conte? Debes estar forradísimo. —Descruzó las piernas, sus zapatos eran negros como la noche sin luna y mi reflejo parecía el de un condenado en su celda.

Controlé mi tono de voz como pude, mi expresión sin el menor asomo de sentimientos. Sentía la cara caliente, los dedos gritaban con deseos de apretarse.

—No hablo inglés y estoy en Hong Kong. Podrá entender que... —La voz se me arrugó en la garganta—... No estoy aquí por voluntad propia.

Kwan se distorsionó por las lágrimas al igual que las acuarelas por un pincel. Me sujeté la frente. La temperatura había subido de repente. Ignoré el silbido de mi interlocutor. Me daba escalofríos.

—Así que es cierto, Michaelo sí usa su mercancía. —La oscuridad de mis párpados siguió a mi vano intento de secar las lágrimas—. Hombre, aunque ¿quién puede culparlo, eh? Un papacito como tú no puede terminar en una plancha de quirófano. Lo tuyo es colgado de algún techo y abierto de par en par.

Su risilla era como la de un niño.

—¿También te dedicas a lo mismo que ese monstruo? —Clavé los dedos en mis rodillas—. Porque, como imaginarás, no me siento cómodo ayudando a alguien así.

Ahora que lo pensaba, nadie me esperaba en los próximos días. Si este tipo me saltaba encima, mi cuerpo se pudriría allí. Otra vez allí estaba, la adrenalina. Controla tu respiración.

Su expresión era la de un lobo hambriento cuando introdujo la mano en el interior de su chaqueta. Me faltó el aire.

—¿No me daréis una visión si digo que sí? Que nobleza. Pensaba que en el infierno era el dinero quien daba la ley. —La cartera que me presentó estaba abultada, tan nueva que el olor a cuero llegaba a mi puesto—. Anda, allá van mis esperanzas de vivir bien cuando muera.

No te ha hecho nada todavía. Cálmate.

—Mis visiones son iguales a la muerte, por desgracia. Llegan sin importar la condición del afectado y su gravedad varía el precio —contesté con una valentía que no sentía y con una fuerza de la que carecía. Tomé el paquete de cigarrillos a medio abrir—. ¿Puedo encender un pitillo?

—Solo si me dais el honor de encenderlo. —Kwan sonrió y el ambiente volvió a la normalidad cuando sustituyó la cartera por un encendedor. Mi corazón pudo tener un momento de descanso.

El chasquillo y el primer humo despejaron los últimos resquicios de intranquilidad. El calor de mi garganta era bienvenido mientras se diluía la poca hambre en mi estómago. Di un par de caladas cortas, antes de expulsar el humo en círculos para la diversión de mi invitado.

—Bien, quieres una visión y no eres traficante humano. Supongo que debes estar en el negocio de blanqueamiento de capitales. —Crucé las piernas, inclinándome apenas hacia adelante. Kwan imitó mi movimiento al tiempo que enarcaba una ceja—. Necesito información para tener una visión. No nos conocemos de nada, así que tu destino me es ajeno.

Asintió, seguro impresionado, quizás crédulo. Era lo mismo para mí. Los milagros no son mi trabajo, no hace falta ni una pizca de creencia para obtener resultados.

—Oh, ¿no me creéis tan bueno para el narcotráfico?

—En los territorios chinos, el tráfico de drogas se paga con la vida. —Kwan soltó una risa de infante, su diente de oro brilló. Fue mi turno de estar impresionado, así que dispensé un amago de sonrisa—. Vaya, ¿en serio? No me parecías...

—Anda, ¿qué no? —De un tirón, se apartó la chaqueta. La culata de una arma se asomaba sin timidez de una sobaquera bajo su brazo izquierdo. Con la velocidad de un parpadeo, desenfundó la pistola a mi dirección, su pulgar retiró el seguro de forma automática—. Entre los ojos y adiós, guapo. Un muerto más a las estadísticas.

Sorpresa o repulsión, no sé cuál prevalecía en mi mente. Eso sí, me recorrió un escalofrío lleno sudor frío, una mueca tiesa entre los labios. Desvié la mirada al barro sabor naranja.

Tratar con las personalidades de los clientes era la parte más compleja del trabajo. Borrachos en el poder del armamento, de sus estatus falsos comprados en estupefacientes, se creían con el derecho y el deber de pisar a los inferiores, de recordarlos sus desgracias.

—Guarde el arma, por favor.

—Ah, ¿a qué te has impresionado? Para ser un supuesto oráculo, eres igual a otras zorras. —Soltó un bufido sin apartar sus ojos de mi cuerpo. Casi podía palpar el placer que sacaba de esta dinámica—. Vamos, guapo, quita esa cara. Que no ha sido para tanto.

Mi mirada huía la suya.

—Guarde el arma o váyase. No lo repetiré más. —Pero tenía los labios tan apretados que el sonido se perdió en ellos. Cerré los ojos con tanta fuerza que lágrimas afloraron.

El click del seguro relajó mi expresión, mas no mis hombros ni mi espalda, tiesa como un junco maduro. Volví a abrir los ojos. En mi periferia, vi los zapatos separarse y acercarse. Erguí mi cuerpo en la silla.

—Anda, anda. —Solté un respingo por los dedos que atenazaron mi barbilla, tirándola arriba pese a mi resistencia. Los costados de la mandíbula inferior no tardaron en dolerme—. Luego te lo pagaré, ¿vale?

—Yo...

Clavó sus uñas en mi piel.

—¿Vale? Soy un hombre ocupado. —En lo oscuridad de sus ojos no había espacio a risas de niño ni a los halagos sobre mis habilidades. Eran roca esos iris, sin ningún tipo de chispa que indicara vida. Una máscara de humanidad apenas sosteniéndose contra los huesos de su calavera.

—Vale.

Relajó el agarre suficiente para no causarme daño, aunque sentía bien el hormigueo de las marcas. Esperaba no me hubiera hecho sangre, mi rostro era lo único que me alimentaba.

—Usaré el otro servicio que ofreces, ¿qué dices? Y te envío uno de esos bonitos televisores curvos, ¿vale? —Su voz había vuelto al tono del principio, juguetón, considerado. Su otra mano acariciaba el camino de mi barbilla hasta deslizarse debajo de mi flequillo.

—Vale.

Ante mi respuesta, apartó los cabellos que impedían ver mi rostro por completo. Acortó la distancia como si fuera a decirme una confidencia o besarme. Su aliento apestaba a una combinación entre menta y huevos podridos. Al parecer, mi amigo mentía sobre su ética de vendedor.

Mi incomodidad debió ser palpable, ya que amplió su sonrisa. Sin embargo, una mirada diferente traslució en esas pupilas dilatadas tan grandes que era imposible distinguir un color real. Un alma salvaje, sin escrúpulos. Un pasado violento, un presente próspero y su futuro incierto.

Al menos, lo fue hasta cerrar mis ojos y volverlos a abrir.

El dolor en mi rostro se desvaneció, junto al aroma huevos podridos y la habitación. Los sonidos se encontraban también ausentes en la calle frente a mí, en un barrio pudiente cualquiera en las civilizaciones influenciadas por los valores occidentales.

El pasto bajo mis pies era suave, gris oscuro. A mi alrededor, los hijos del blanco y del negro cubrían los objetos en todas sus tonalidades. El cielo era blanco sucio, el sol de una palidez mortal. Olía a cloro, a helado, a lubina recién hecha, al calor que invita a quitarse las ropas y echarse desnudo a la sombra de los árboles. Un grupo de niños grises cruzó por las calles en sus bicicletas. En su silencio, me sentí observador de una película antigua.

Elevé mi mano para comparar la palidez de mi piel contra el espacio monocromo. Ni siquiera yo podía considerarme blanco contra la mismísima pureza. Era la excepción a los caprichos de las imágenes.

O eso creía, hasta que algo captó mi mirada. Un brillo de los océanos, de los mares más límpidos. Un color que se había escapado al genocidio de pinturas.

Giré en dirección a la fachada de la casa frente a la que había aparecido.

Era una construcción de dos pisos de estilo americano, de las típicas que se encuentran en las películas. Enfrente de la cochera se encontraba un coche con la matrícula CP5N482. Texas. Guardé el dato en mi mente, antes de adelantarme a la entrada principal. Me detuve junto a los parterres llenos de flores.

En la puerta entreabierta veía una silueta ausente de curvas, delgada y fuerte como un junco de bambú. Su cabello era completamente liso, negro, corto. Vestía un sombrero de ala ancha, unas sandalias y una bata vaporosa que dejaba adivinar el bikini de puntos, así como una piel sin marcas. El origen del brillo azul estaba allí, en la forma de una pulsera alrededor de la muñeca izquierda.

Hablaba con alguien adentro, sus labios moviéndose a una velocidad y forma familiar. Debía estar conversando en mandarín. Su rostro se apretaba con disconformidad, a veces señalando con un dedo a su interlocutor. Tras unos minutos, movió los brazos como si arrojara algo al piso y bajó presurosa las escaleras. Pasó tan cerca de mí que sentí el calor de su piel y el perfume a manzanas verdes de su cuello.

Tuve la tentación de extender mi mano para tocar su nuca. Me contuve en mi sitio, congelado. Mis ojos siguieron su ruta alrededor del coche hasta el asiento del conductor. No escuché el golpe de la puerta al cerrarse, pero el aire desordenó sus cabellos.

Detrás de ella siguió un hombre de mediana edad, un niño de unos diez años con unos audífonos y una niña pequeña, apenas lo suficientemente alta para llegarme a la rodilla. Todos vestían ropas ligeras y compartían la misma contención en su mirar.

El niño ayudó a su hermana a subir. Se veía aliviada de marcharse, sus coletas negras se agitaban entre palabras. El padre cerró bien la puerta, apresurándose para subirse también él en el asiento del pasajero.

De la casa salió una anciana regordeta, baja, que gritaba en silencio a la familia, agitando lo que parecía ser una cuchara de madera. Para mi sorpresa, se adelantó frente al coche para golpear el morro, incluso cuando las luces cobraron vida.

La mujer de la pulsera golpeaba con fuerza el claxon, su rostro lleno de la locura de la impaciencia y de la angustia. El hombre asomó la cabeza por la ventana. Agitaba su mano al ritmo de ese baile sin sentido cuando su esposa, me supongo, giró la llave del coche.

De haber estado allí, en la realidad, mi cuerpo habría sufrido el mismo destino de la anciana. Habría volado varios metros a la calle, sandalias y vestido prendidos en llamas, para caer con un golpe en el jardín del vecino al otro lado de la calle. El coche era una bola de fuego, cuyo humo cubrió pronto el cielo de cenizas y gases tóxicos.

El metal y la carne ardían como una barbacoa humana. Supongo que hubieron gritos. Había manchas negras por todo el jardín, por la calle. Vi sombras de personas correr de los sitios cercanos, vecinos que sintieron el impacto de la explosión. Tejidos indefinibles colgaban de los pétalos de las flores.

No hubo sobrevivientes en el coche, estoy seguro. Las masas negras sin formas no merecían estar vivas. Pocos pecados en el mundo merecen semejante final. Si han de morir, una visita rápida de la Parca es lo más justo.

La cuchara, fiel hasta el final, se había salvado bien sujetapor una mano llena de arrugas. La madera apenas guardaba marcas del fuego, a unos centímetros de mi pie.

Parpadee.

A diferencia de mi visión anterior, la realidad hacía ver a los sucesos futuros como una fantasía de artista. Los colores me saludaron con su familiaridad usual, los ruidos lastimaron mis oídos y el rostro de Kwan, cercano como los cabellos frente a mis ojos, parecía sobrecogido por emociones indescriptibles.

—Vuestros ojos... Brillaron y... Había personas...

Decidí controlar mi sonrisa de orgullo y concentrarme en los asuntos inmediatos. Tosí, apartándome al tiempo que me ponía en pie. El olor a huevos podridos se había mezclado con el de la comida a medio consumir. Hacía calor.

Tras obtener el departamento, Michaelo se burlaba a veces de mi decisión. No comprendía cómo podía vivir en medio de la falta de espacio, piso doceavo de una torre demasiado habitada, sin ventilación central. A veces me hacía dudar de mi propia elección, para luego abrir las cortinas de par en par y convertir ese zapato de niño en la visión al mundo civilizado.

Tai Po era uno de los distritos más pequeños de Hong Kong. Dependía de un mercado principal, de turismo y de negocios. Era una zona tranquila, que llenaba mis expectativas para vivir de manera cómoda sin mucho esfuerzo. El negocio del placer era un asunto de boca en boca.

Y en Nueva Ciudad Tai Po, la visión era maravillosa. Mi edificio daba a la zona del viejo mercado, los edificios tan bajos que me sentía a veces como un gigante jugando a las muñecas. El verde era negro en medio de la tormenta. Gotas de lluvia golpearon mi rostro, junto al aire fresco de la tarde. Luces diminutas aquí allá, ruido de ciudad, de gentes.

La soledad era distinta allí, más real. Era solo un punto más en medio de una locura tras otra. A mis pies morían mortales, nacían niños. De caer, moriría como cualquier otro.

—En un día de verano, una familia conformada por dos padres y dos niños morirán en la explosión de su auto. La placa es CP5N482, Texas —recité de memoria—. Adicional, morirá la anciana que habitaba en la casa de dos pisos, con parterres de rosas. Cerca de una piscina.

—¿Sabéis la fecha específica? —Aunque no lo veía, el tartamudeo de Kwan me indicaba que anotaba todo lo que le decía—. La mujer, ¿poseía algún accesorio especial? Y la casa, ¿quedó en pie?

—Parecía un día muy caluroso. Diría que a mediados de verano, unos cinco meses de ahora en América, si no me equivoco. No sé la fecha. —Apoyé la cabeza en una de mis manos. El aire fresco alivió pronto el ardor de las marcas de uñas—. La mujer del auto llevaba una pulsera del mismo tipo que la suya, pero azul.

—¿Y la casa?

—Sufrió daños, pero estoy seguro que podrán controlar el fuego.

—Vale. Ahora cállate, debo hacer una llamada. —Una pausa, pasos alrededor de la sala—. Mierda, no hay señal en este puto hueco.

Giré mi cuerpo para apoyar los codos del marco de la ventana. El rostro blanco ceniza me hizo sonreír con toda la crueldad que sentía.

—¿Es alguien especial para usted, esa mujer? —Adelanté un par de pasos—. ¿Amante, amiga... Hermana?

Antes de poder apartarme, un dolor en el estómago me cortó la respiración. Sentí el suelo antes de verlo. Profundicé la sonrisa pese al dolor en el brazo al caer, así como en la zona del impacto.

—Toma tu dinero de mierda, zorra del coño —Sus manos buscaban la cartera, incapaces de acertar introducirse en su chaqueta o aferrar la forma del objeto—. ¡No vuelvas a mencionar a mi hermana o te parto la madre, cabrón!

Con cierta dificultad, me senté. Sus amenazas eran banales, por supuesto. El miedo era más poderoso a cualquier arma. Y yo tenía una habilidad que él no podía comprender.

—¿O me vas a matar? Mil años de maldiciones es el precio de matar a un oráculo. ¿Quieres tomar la oportunidad? —Entrecerré los ojos, el aroma a terror aplacaba cualquier desgracia personal—. Anda, pensé que ibas a utilizar mi otro servicio.

La billetera se deslizó de entre sus dedos al suelo bajo el sofá. Hizo ademán de recoger el objeto, pero se limitó a mirarme un instante antes de dirigirse a la puerta.

—Enviaré a alguien mañana. No te atrevas a tocar mi dinero.

—No te olvides de tomar un taxi para ir a casa, los días de lluvia atraen a los imprudentes.

—Muérete.

Con el abrir y el cerrar de la puerta, me dejé caer contra la pared de la ventana un segundo, antes de levantarme corriendo para agarrar la cartera. No pude evitar soltar una risa al comprobar la fotografía de ese desconocido en un carnet olvidado.

Conté los billetes. Unos cincuenta Benjamín Franklin y unas veinte Europas verdes, así como diferentes monedas de varios países asiáticos. Este hombre movía plata. No había sido un mal negocio. Ordené la billetera por colores, boté las tarjetas y aparté un Franklin para la cena de esta noche.

La rutina de la cura fue lo habitual. Desinfectar, limpiar, vendar, algo de crema para no tener marcas. Terminé de arreglarme, tomé una chaqueta y un paraguas, justo antes de salir.

A los diez minutos, me encontraba en la calle principal.

Las luces de la policía, el aroma a takoyaki y el humo de los restaurantes llenaron mis sentidos de una sensación habitual. En medio de la calle, rodeado de cinta y el trabajo de un grupo forense, se encontraba un bulto blanco. La sábana se empapaba cada vez más de sangre y la explosión rojiza en el pavimento se mezclaba con la llovizna.

Crucé la calle entre los transeúntes y los testigos, evitando a toda cosa mostrar demasiado interés en la mortadela. Al llegar a la parada del bus, rocé mi mano con el poste y bajé la mirada a la alcantarilla atascada de residuos.

En el suelo, un objeto brillaba entre la basura. Al recogerlo, el peso me confirmó lo que era. Incluso manchado, no era difícil identificar el oro.

Cerré el puño alrededor de la muela para ocultar una sonrisa quizás demasiado complacida.

I told you to take a cab, my dear Kwan.

16 de Agosto de 2020 às 15:11 4 Denunciar Insira Seguir história
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Fim

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𝓜𝓮𝓵 𝓥𝓮𝓵𝓪𝓼𝓺𝓾𝓮𝔃 𝓜𝓮𝓵 𝓥𝓮𝓵𝓪𝓼𝓺𝓾𝓮𝔃
Justo hoy volví a leerte :D y en verdad que esto es sublime...
December 02, 2020, 05:58

  • Ana Julia Ana Julia
    De verdad te agradezco que lo releas :3 December 02, 2020, 13:01
𝓜𝓮𝓵 𝓥𝓮𝓵𝓪𝓼𝓺𝓾𝓮𝔃 𝓜𝓮𝓵 𝓥𝓮𝓵𝓪𝓼𝓺𝓾𝓮𝔃
woooow!Esto es lo mas intenso que he leído estos meses!! Debe ser intenso cargar con un don cómo ese, ser esclavo en un país desconocido y tener que soportar personas tan negras de alma cómo esas... amé el final, por completo inesperado...
August 20, 2020, 00:26

  • Ana Julia Ana Julia
    Muchas gracias por tu comentario. La verdad es que es uno de mis relatos preferidos, espero alguna vez volver a igualar mi propia intensidad al mostrar sentimientos. August 20, 2020, 00:35
~