leizaniko Leizániko

Lódalus, inmerso en una biblioteca vieja, sueña con el mundo exterior. Mirra, mientras entrena para convertirse en guardia, se pregunta si ha aprendido algo. Cuando ambos deciden dejar la ciudad escondida y acompañar al viejo artífice, encuentran respuestas incluso a preguntas que no se habían hecho. Criaturas hostiles, enredos políticos, los misterios de la magia, y la innegable perspectiva de que podrían ser muy buenos amigos.


Fantasia Épico Todo o público.

#magia #elfos #amistad #amor #aprendizaje #viaje #aventuras
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En la ciudad escondida

Una nueva mañana en el Pico de Nesda se le presentó a Lod irremediablemente aburrida, tanto como lo eran siempre y como sabía que siempre lo serían. Todos habían comenzado a trabajar un buen rato antes de que él despertara, y funcionaban tan maquinalmente que no habían notado que él, una vez más, no se había levantado temprano. Cuando salió de la casa, el trajín de la gente lo avivó un poco, pero sintió la opresión en el pecho que a menudo lo afectaba cuando pasaba varios días sin respirar aire puro. A veces se preguntaba si en verdad estar mucho tiempo abajo lo hacía sentir mal, o si era su mente la que lo hacía creer eso, pero ignoraba esa inquietud y prefería dejarse llevar por las ganas del momento. Tratando de pasar desapercibido, es decir, haciendo como que también él estaba ocupado en algo importante, logró atravesar la salida.

Frente a sus ojos se abrió la deliciosa vista del mar cristalino y lo invadió la sensación del viento fresco sobre la piel, y el sol en la cara y los hombros que lo hacía sentir libre y alegre. Poco más abajo, sobre la misma ladera de la montaña, mucha de la gente de Nesda trabajaba en diversas labores. Lod no bajó hasta el arroyo por el camino común, sino que atravesó como siempre el pequeño camino alternativo que casi nadie conocía. Buscó el lugar en el que siempre se sentaba, un rincón de la montaña lo suficientemente oculto pero tan bien ubicado como para recibir tanto la brisa marina como la luz del cielo. El recuerdo de las obligaciones que tenía pasó fugazmente por su cabeza, pero las aplazó de inmediato. Extendió lentamente todo su cuerpo sobre la hierba y cerró los ojos. Ahora oyó no solo el aire que chocaba contra sus oídos, sino también el rumor de las olas y el canto de las aves marinas.

―¿Qué haces aquí?

Lod se levantó sobresaltado. Era Mirra. Una chica más o menos de su edad, pero en ninguna otra cosa parecida a él. Iba ataviada con sus ropas de entrenamiento, tal como él la recordaba siempre, y lo miraba desde el camino, aunque el muchacho sabía que no lo había encontrado accidentalmente.

―¿Qué haces tú? ―replicó Lod, sin preocuparse por sonar simpático.

La chica se cruzó de hombros.

―¿Me seguiste?

―Sí ―admitió―. Te vi adentro y supe que ibas a hacer algo incorrecto.

―¿Lo contarás por ahí?

Mirra miró a otro lado y pareció pensárselo. En vez de contestar, escaló los metros que la separaban de Lod y se recostó cerca de él. Se quedaron en silencio un rato, mirando el cielo. El chico, sin embargo, ahora se sentía incómodo. No le agradaba la presencia de ella, porque muy a menudo estaba molestándolo, y ahora todo lo que quería era estar solo y tranquilo.

―¿No deberías estar entrenando? ―inquirió el chico.

―¿Qué?

―Eso. Jugando con tus armas. ¿No deberías estar allá?

La chica rio.

―¿Quieres que me vaya, Lod?

―No ―mintió.

Pasaron un buen rato viendo pasar las nubes, sin mirarse el uno al otro y, cuando el muchacho se sintió menos incómodo, se dio cuenta de que tal vez hasta le agradaba la compañía.

―Ya entiendo por qué te escapas todo el tiempo. Se está muy bien aquí. Y ni siquiera se oye el ruido de la gente que sale y entra ―dijo Mirra―. ¿Sabías que Faber se va? ―agregó, casi sin pausa intermedia, como si en realidad fuese eso lo que venía a decirle.

―¿Quién?

―Faber, el fabricante. Se marcha.

―¿Se marcha? ¿Y cómo lo sabes?

―Bueno, no lo sé. Pero creo que trama algo. Además, escuché algo en la guardia y creo que se referían a él.

―¿Y a dónde se va?

―¡Y yo cómo podría saberlo! ―dijo Mirra mientras volteaba la cabeza hacia él y lo miraba con pasmo.

En verdad, Lod sabía muy bien de quién estaba hablando e, incluso, había sospechado algo de eso. No es que el muchacho estudiara y controlara a todos en la ciudad, pero el fabricante era una persona que provocaba tanto respeto y admiración como susurros detrás de las esquinas. Es decir, no pasaba desapercibido para nadie que supiera algo de él, y Lod no desaprovechaba ninguna ocasión de husmear en lo que hacía, tal vez con la esperanza de ver alguna de esas cosas extrañas por las que se había ganado tantos chismes. Desde hacía varios días, el hombre había estado haciendo cambios en su casa: movía cosas de lugar, guardaba otras y andaba por la ciudad hablando con todo el mundo, lo cual no era común en él. Sin embargo, no imaginó que fuera a marcharse.

―¿No crees que necesitaría alguien que lo cuide? ―preguntó Mirra. En ese instante Lod recordó un momento muy lejano, pero que por algún motivo se le había quedado impregnado en la memoria; una escena de su niñez en la que, jugando con Mirra, habían soñado en voz alta acerca de lo que pasaba en el mundo exterior, y de la expectativa de alguna vez conocer lo que hubiera más allá de la puerta frontal de Pico de Nesda, que casi nunca se abría.

―¿A Faber? Está un poco arruinado ―contestó el muchacho―. Pero algunos dicen que es mago. Si es así no debe necesitar ayuda. ¿Tú crees eso de que es mago?

―No lo sé. La magia existe, ¿no? He escuchado a algunos decir que lo han visto hacer cosas sorprendentes. Pero, aun así, ¿no necesitaría alguien que le cuide las espaldas? ―insistió la chica―. No es bueno andar solo allá afuera.

―Tal vez sí. Pero no tenemos permiso para salir de aquí.

―Claro que no. Pero me pregunto cómo hará él ―dijo la chica, y la conversación concluyó―. Gracias, Lod. Tengo que volver antes de que noten mi ausencia ―agregó mientras se levantaba, y el chico asintió.

―Por cierto ―agregó ella antes de irse―, creo que adentro te esperaban para guardar el grano.

No podía irse sin, por lo menos por un instante, fastidiarlo. Se quedó echado otro rato, imaginando los planes del fabricante y soñando con viajes por todo Lordes, pero al final le ganó el peso de la conciencia y volvió adentro para ponerse a trabajar. Cumplir responsablemente con las labores, sin embargo, era algo que no se le daba bien. Aunque a veces se proponía despertar temprano y poner la parte de esfuerzo que le correspondía en las tareas comunes, ya fuese por un repentino sentido de justicia o bien por vergüenza frente a sus padres, siempre las noches le traían algo mucho más interesante y acababa ocupándose de diversos asuntos hasta que se le hacía muy tarde.

De día, por el contrario, se la pasaba pensando en escapar al aire libre o entretenerse en otras cosas. El problema de la gente de allí, sabía Lod, era que no sabían reconocer lo importante que era lo que él hacía. Porque mientras que ellos practicaban cosas tan simples como el trabajo en las huertas, Lod había encontrado un mundo increíblemente fascinante, extraño, atractivo y poderoso: los libros. En efecto, el muchacho andaba siempre con algún pequeño libro a cuestas, y por las noches, cuando nadie podía reprenderlo, sacaba aquellos que tenía escondidos y los leía. Algunos de principio a fin, vorazmente o con parsimonia, otros de forma salteada, otros a partecitas intercaladas con otros libros que manejaba paralelamente para tener en su mente muchas cosas a la vez. Leía historias reales o imaginadas, investigaciones, memorias, mapas, fórmulas químicas o lo que fuera que encontrara.

Esta manía que lo distinguía y separaba del resto de los hombres del Pico de Nesda había surgido mucho tiempo antes, cuando contaba con apenas unos siete u ocho años. En aquel entonces vivía todavía el viejo Tereo, hombre que practicaba la lectura como nadie, experto, al menos en la teoría, en todas las artes y ciencias conocidas y sabedor de cada acontecimiento de la historia de Lordes. Un día, pocos años antes de morir y sin razón aparente, salió de su obstinada reclusión y abrió las puertas de su casa. Tal vez esperaba que sucediera lo que sucedió, o tal vez solo quería ventilar los mohosos anaqueles de la infinita biblioteca, pero lo cierto es que el mismo día en que abrió las puertas, el pequeño Lod se percató de la novedad y, sin pedir permiso, y guiado solo por su enorme curiosidad, se adentró en el desvencijado hogar. La primera imagen nunca desapareció de su cabeza: el anciano se encontraba encorvado en su escritorio, y bajo la luz de una vela, interponía entre sus ojos y aquel cúmulo de papeles con pequeñas manchas un vidrio que aumentaba la imagen. Lod lo miró un buen rato sin comprender qué hacía, pero el viejo no notó su presencia hasta un buen rato después, cuando el chico ya había tenido la oportunidad de recorrer de punta a punta las estanterías y de haber dibujado con sus dedos sobre el polvo que cubría aquellos innumerables objetos que, aunque aún no lo sabía, eran libros. Recién cuando unos papeles cayeron al suelo con gran alboroto Tereo levantó la mirada y se incorporó de un salto. Entonces se quedó petrificado un momento, tal vez un poco asustado, pero su expresión mutó luego a la de aquel que honorablemente cumple con una gran responsabilidad que ha recaído sobre él. Se acercó a Lod y dio riendas sueltas a la curiosidad del niño. Cuanta pregunta hizo, se la respondió. El pequeño notó que aquel hombre era un ser muy extraño, como si no acostumbrara a tratar con otras personas, y tal vez por eso mismo sintió que, por primera vez en su vida, había encontrado a alguien parecido a él.

Después de ese día el chico frecuentó mucho la casa, casi siempre en secreto y, como era de esperarse, llegó a emular el arte, casi olvidada por los hombres, de la lectura. Como si se tratara de un ritual de transición, a medida que Lod aprendía a leer y manipular todo tipo de textos, Tereo iba apagándose y volviéndose de un ánimo más taciturno. Fue víctima de sucesivas enfermedades que lo dejaron permanentemente postrado en la cama y, al final, una de ellas se lo llevó en silencio mientras dormía. La tarde anterior Lod lo había visitado y se había dedicado a reorganizar los anaqueles, tal vez por décima vez en el último año. Tereo permaneció acostado, pero en cierto momento, probablemente consciente de su inminente fin, le pidió al chico que se acercara. Hacía mucho que no le decía gran cosa a causa del modo en que estaba afectado por las enfermedades, pero esta vez pareció poner todo su empeño en señalar con vehemencia lo que se convirtió en su último acto por el mundo:

―Lódalus ―lo llamó. Este asistió rápidamente y puso su oreja cerca―: No todo está en los libros.

El muchacho lo miró esperando que dijera algo más, pero no fue así. Tampoco era algo extraño, porque no había nadie más lacónico que él. No dio mucha importancia a esas palabras y llegó a olvidarlas, pero al día siguiente estas volvieron y se instalaron dentro suyo, y ya no pudo despegarse de ellas. Fue cuando se dio cuenta de que esas habían sido las últimas que había proferido, y que su última voluntad había sido un regalo para él. El chico se impresionó cuando se encontró con el cadáver sereno del viejo, pero no derramó ninguna lágrima, porque cada vez que sacaba un manuscrito de un cajón o repasaba los textos de algún libro sentía la presencia invisible pero latente de su maestro.

Como nadie reclamó nada sobre las posesiones de Tereo y, de hecho, nadie se percató de su ausencia del mundo hasta que Lod se decidió a comunicarlo a sus padres, el muchacho se hizo cargo de cuidar y mantener el valioso tesoro que el viejo había cultivado. Siguió frecuentando la casa, prosiguió con la lectura de aquellos libros que aún no había tocado, y a veces hasta creía escuchar al anciano corrigiendo alguna de las interpretaciones que formaba en su mente. Por lo tanto, aquella siguió siendo su segunda casa y nadie nunca puso en duda su derecho a ello. Además, a casi nadie en todo el Pico de Nesda le interesaba ninguno de los “trastos inútiles” que había allí.

La sed de conocimiento del muchacho no empezó ni terminó con los libros. Pronto llegó a leer tanto que le costaba encontrar cosas diferentes: cada vez que leía un texto le parecía que las ideas de otros se repetían en él, y llegó a desear con todo su espíritu conocer alguna biblioteca con la esperanza de encontrar cosas nuevas y sorprendentes, pero no sabía de nadie más que tuviera una, a excepción de otro ser misterioso, que no tuvo oportunidad de conocer hasta mucho tiempo después, siendo ya adulto.

A cualquiera que nunca hubiese estado en Pico de Nesda le habría sido casi imposible imaginar el lugar, porque este se encontraba completamente emplazado en el interior de las montañas de la Columna Nesda. Había tan solo dos salidas. Una de ellas, que miraba hacia el interior de Lordes, casi nunca se abría. La otra, en cambio, daba hacia la costa y, como era imposible circular a lo largo de la cadena de Nesda por la ladera de las montañas y tampoco nadie se transportaba por el agua, era imposible ser vistos cuando estaban allí. Esa era, pues, su única salida al exterior, que era indispensable para poder cultivar, criar ganado y pescar, entre otras actividades.

Las razones por las que la vida de los hombres era así pocos las conocían, pero Lod pudo saberlas gracias a los libros. La historia se podía resumir en una palabra: miedo. Los hombres de Lordes desaparecieron un día, justo después de que sus fuerzas militares fueran aplastadas en la guerra, y nadie supo más de ellos. Los que sobrevivieron al asedio de su ciudad se ocultaron en una cueva no muy grande de la que solo ellos tenían conocimiento y no volvieron a salir: la magnífica fortaleza que antaño era el esplendor de los hombres, ahora era ruinas y soledad. El resto de las razas, tanto amigas como enemigas, los creyeron extintos.

Lod trabajó el resto del día. Como sus padres formaban parte de los grupos que se dedicaban a la siembra, él también se dedicaba a la agricultura. Bueno hubiera sido para él trabajar en los campos que daban al mar y sudar bajo el sol o la lluvia, pero no era así. Con los jóvenes eran especialmente cuidadosos y trataban de que salieran de las puertas de la ciudad cuanto menos mejor, por lo que le tocaba estar siempre adentro y trabajar en el cuidado y almacenamiento de los granos cosechados.

Cuando, ya muy tarde, concluyeron los trabajos, Lod no volvió a su casa ni a la de Tereo. Recorrió lentamente y con dificultad los callejones de la ciudad subterránea, abarrotados por las personas que ahora trataban de volver a sus hogares. Allí abajo casi no había diferencia entre el día y la noche. No se veía ni el sol ni las estrellas, aunque durante el día algunos rayos de luz llegaban débilmente a través de rendijas en las paredes de aquel gigante hueco. Pero como eso no bastaba, se prendían hogueras enormes en diversas plazoletas y se llenaban las callejuelas y los hogares de antorchas y hongos incandescentes. Pero el mayor problema del lugar no era la iluminación. Aunque la ciudad era increíblemente grande, el espacio no sobraba, por lo que todos debían acomodarse como podían. Las casas eran pequeñas y la mayoría se construían unas sobre otras, desde el suelo hasta el techo de la ciudad. También las calles eran estrechas, no más anchas que lo necesario para que pasara una carreta pequeña. Por otro lado, todo allí no era más que piedra y materiales muertos. Nada podía crecer, más que algunos líquenes en las paredes. Era, en fin, una ciudad funcional, aunque incómoda, poco agradable y en cierto modo sofocante. Sin embargo, nadie protestaba por ello. De hecho, casi todos estaban muy conformes con las cosas como estaban.

Lod transitó una gran distancia hasta dar con el lugar que buscaba. Era una casa ubicada en un cruce de calles. Desde pequeño la había visto muchas veces. Había transitado incontables veces la ciudad entera, que no era tan grande, pero este lugar en particular había sido siempre un objeto de contemplación. Cada vez que pasaba por allí, el chico se detenía unos metros más lejos y la observaba detenidamente, como esperando a que sucediera algo. No por el lugar en sí, sino por la persona que lo habitaba, un ser de lo más misterioso. De hecho, era más extraño de lo que era él mismo y también de lo que había sido Tereo, cuya única rareza había sido pasar su vida leyendo en la reclusión de su biblioteca. La singularidad de aquel hombre sobrepasaba por mucho las de ellos, y las historias que sobre él se contaban, por otro lado, solo hacían más grande el aura de misterio que lo rodeaba.

Allí, clavado en la puerta, un cuadrado de madera tallado rezaba: “Faber, fabricante de objetos mágicos”. Abajo, en un cartel agregado, decía: “Y armas y armaduras no mágicas”. Otro cartel más, agregado a ese de forma que las inscripciones llegaban casi hasta el suelo, agregaba: “También boticario, arquitecto y consejero”. Lod se preguntó para qué serviría aquel cartel en un lugar en el que casi nadie sabía leer.

A través de la ventana de la pequeña vivienda brillaba la luz de un fuego. Una sombra recorría el lugar de lado a lado y parecía estar ordenando y moviendo cosas. Efectivamente el hombre, que siempre que era visto estaba sobre su banco de trabajo, esta vez tramaba algo diferente, algo novedoso.

Lod se había visto atraído muchas veces por aquel personaje, así como por su taller repleto de objetos de todas clases, metales y piedras brillantes, una colección de pequeños frascos con diferentes contenidos, y aquello que el joven codiciaba y que siempre venía a su mente: una extensísima biblioteca, tal vez más grande que la del difunto Tereo. Lod se acercó más y más con tal de poder averiguar en qué estaba metido el fabricante. Espió a través de la ventana todos sus movimientos y estudió todos los materiales que abarrotaban la vivienda. En cierto momento no lo vio más y pensó que se había marchado sin que se diera cuenta. Se dio la vuelta y ahí estaba el hombre, un poco más alto y delgado que él, con una compostura soberbia.

―¿Y bien? ―preguntó con dureza―. ¿Qué quieres?

―¿Es cierto que se larga de aquí? ―soltó Lod sin pensarlo, pues su curiosidad lo dominaba.

El hombre le clavó fijamente los ojos que medio se ocultaban tras las largas y espesas cejas grises, y compuso una seriedad implacable.

―Si lo que quieres saber es a dónde voy, no puedo responderte ―explicó con una voz tan solemne que parecía provenir de algún lugar mucho más profundo que sus pulmones―. Podría ser hasta las ruinas del sur o las tierras corruptas del este. Andaré por los caminos apacibles de los elfos o escaparé de los peligros del valle. No sé cuál sea ni mi destino ni mi camino. Pero si lo que quieres saber es simplemente lo que preguntas, sí. Es cierto. ¿Qué sucede con eso?

Lod respondió sin vacilar.

―Que yo también quiero ir.

13 de Julho de 2020 às 21:22 1 Denunciar Insira Seguir história
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