Miró el reloj en su muñeca izquierda. Hacía calor, como casi todo el año en esa parte del mundo. Apuró el último trago de bebida mientras contemplaba sin curiosidad el flujo y reflujo de motos y camiones entre los surtidores de combustible; el hielo se deslizó provocando su peculiar tintineo cuando hizo girar el vaso. La camarera se acercó, invocada por el sonido, pero él la detuvo con un movimiento de cabeza. Tenía unas cuantas horas de viaje por delante y no le agradaba la idea de hacer una parada en el desierto. Aunque al ritmo con el que el sudor empapaba su camisa lo más probable era que muriera de deshidratación. Viejos hábitos de etiqueta que no podía abandonar.
Se sentía nervioso. Quien lo viera no lo notaría, pero estaba tenso. Quizá fuera el cansancio de los kilómetros recorridos o la proximidad con el agujero en la tierra que alguna vez fuera su hogar y el de sus amigos. Volvió a medir la distancia entre las agujas. Unos minutos pasadas las tres de la tarde. El termómetro fuera de la ventana marcaba cuarenta y cinco grados. Nadie podía vivir a esa temperatura, por dios santo. Y sin embargo, como ralentizados, hombres y mujeres enormes aparecían y desaparecían con una cadencia hipnótica. América volvería a ser grande. Sonrió recordando que su patria también lo había elegido y se había separado de Europa, con el resultado que todos conocían.
“Vamos Wes, dónde estás”, murmuró para sí. Hacía media hora que tendría que haber llegado. “Wes”. Él era el único que seguía llamándolo así, del mismo modo que le permitía que lo llamara Rupert. Otro viejo hábito.
La puerta se abrió y Wesley entró. El vehículo que lo había traído no estaba a la vista, debía haber estacionado en la parte trasera del restaurante. Lo observó acercarse. Hacía un par de años que no lo veía. Se había dejado crecer el oscuro cabello que ya mostraba algunas canas y le caía sobre la frente para ocultar una cicatriz, que aún desde esa distancia, era notoria. Vestía ropa clara y casual, amplia, para esconder las armas y el chaleco de Kevlar que él mismo debería estar usando si no fuera por ese calor infernal.
Lo saludó con una inclinación mientras registraba mentalmente a los clientes. Su memoria fotográfica lo ayudaría a ubicarlos y evitarlos en caso de que algo saliera mal. Rupert se levantó con una mueca y cambió el peso del cuerpo. Le dolía la pierna.
Wesley se detuvo ante la mesa y lo abrazó con decisión, con firmeza, con reconcentrado cariño. —Perdón por la tardanza, la autopista está imposible… ¿Cómo estás? —Le preguntó mientras se separaba y se sentaba con un solo movimiento.
—No me quejo —contestó Rupert con timidez.
—Es bueno saberlo.
La camarera se acercó, solícita, cortando el momento.
—¿Puedo invitarte algo? —le preguntó Rupert.
Wesley miró a la mujer. —¿Qué tienen sin alcohol?
—Pepsi, agua y Lipton helado.
Wesley sonrió y entendió por qué el viejo Vigilante lo había citado ahí.
—Un Lipton.
—En seguida.
Rupert esbozó una mueca ante la sonrisa y bajó la vista hacia sus manos extendidas sobre la mesa. —Los hábitos no se pierden…
—Con el tiempo son lo único que nos mantiene en el mundo real —completó Wesley.
—Sí, creo que sí. Es un buen resumen.
Ambos se quedaron mirando las ondas de calor que se levantaban desde el asfalto de la ruta barrida por el polvo rojizo. Los españoles habían entendido muy bien que solo en una tierra fantástica podían existir paisajes como esos, y con un enorme sentido de la ironía así la habían nombrado sellando su destino.
Ninguno de los dos parecía estar apurado a pesar del retraso en el encuentro. Esperaban a que la camarera regresara a fin de no ser interrumpidos.
—¿Cuándo llegaste, Rupert?
La pregunta lo sacó de sus cavilaciones. Su nombre repetido sonaba irreal. —Hace poco menos de un mes.
—¿Y cómo está la vieja Europa?
—Menos calurosa… y más vieja.
La camarera colocó un vaso alto con hielo picado y vació el Lipton en él. Wesley agradeció y bebió un sorbo.
—¿Cuándo vas a ir por allí?
—Supongo que no tengo mucho que hacer allá. Mi vida está acá, ahora…
Rupert consideró la respuesta pero no sugirió que quizá podría ir a visitarlo. Al fin de cuentas, aunque habían comenzado mal habían aprendido a trabajar juntos, y el hombre compartía su mismo pasado. Alguien con quien no sentirse un extraño. Era increíble cómo nunca había terminado de asimilar la desaparición de Sunnydale y todo lo que ello había implicado.
—Claro, sí, lógico…
Wesley lo observó con atención. Lo había reconocido por sus ojos y por sus maneras. Todavía guardaba en su memoria al hombre burlón que lo había recibido en la biblioteca, un millón de años atrás, cuando la posibilidad era todo lo que tenía. Este hombre pálido y ojeroso que rengueaba ostensiblemente no tenía nada que ver con ese otro. Ni siquiera era una sombra de él. Eran dos seres disociados, independientes; dos seres que en algún punto habían olvidado el lugar en el que debían reunirse.
Rupert se quitó los anteojos y se masajeó la nariz, mirándolo pensativo. Wesley metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un objeto pequeño envuelto en un paño oscuro. Lo puso sobre la mesa y lo empujó hacia él. Rupert lo tomó y lo guardó en su morral, sin quitar la vista de los parroquianos. Wesley no había notado el bolso junto a la silla. Supuso que llevaría armas de repuesto y quizá ingredientes mágicos, ¿ropa tal vez?
Rupert pasó la mano abierta sobre el bolso y este desapareció, del mismo modo en que había aparecido. Eso era, magia. Wesley pestañeó sorprendido, no por la magia en sí, sino por la naturalidad del acto y del gesto. Él nunca había sido bueno con esas artes pero en cambio se había convertido en un formidable combatiente. A pesar de ello, estaba delegando en sus jóvenes guerreros tareas que antes hubiese acometido sin un segundo pensamiento. Su cuerpo tenía demasiadas cicatrices como para seguir exigiéndolo.
—Gracias por lo que estás haciendo por mí —dijo Rupert con suavidad.
Wesley lo miraba curioso. —Un placer, aunque me gustaría saber qué estoy haciendo… NO sé qué utilidad tiene este diario…
—¿Lo leíste?
—Hace años, antes de que el Concejo me despidiera… —bajó la vista.
—Está bien, no es un reproche, solo inquietud. Es mi primer diario como Vigilante. No tiene nada especial salvo ser el primero.
—¿En serio estás bien? —el tono tenía una invitación a la confesión que él no registró.
Rupert asintió pensativo y Wesley supo que mentía, pero no podía hacer nada más. No tenía un gran recuerdo sobre sus tiempos de Vigilante-Cazadora, y él no se lo había facilitado, no le había dado oportunidad. Siempre se había preguntado cómo el Concejo había nombrado a un Vigilante que no podía mantener las paradas básicas en un duelo de esgrima. Aún así sentía que debía haberlo intentado, haberlo instruido y no humillado, pero eso lo había pensado mucho después, cuando Wes había desaparecido y había vuelto convertido en un hombre aplomado y grave, a instancias de Angel. Un ser despreciable había sido capaz de lo que él no. Sin embargo, en esos tiempos lejanos todo estaba en juego: la vida de su Cazadora, la de sus amigos, la integridad de todo ese microcosmos en el que se sentía seguro, querido y esencial. Ese pequeño mundo que hacía que el otro estuviera a salvo de la maldad.
—Creo que nunca me disculpé apropiadamente por… como nos conocimos.
Wesley se rio con espontaneidad. —Yo creo que sí, en las mil veces que me salvaste la vida hasta que me aparté de tu camino.
—No me refiero a eso. No iba a dejarte morir si estaba en mis manos salvarte… pero podría haber intentado…
—¿Qué? ¿Entrenarme? ¿Instruirme? ¿En serio? Se suponía que el Concejo me había hecho un Vigilante, no te estaba mandando un interno, te estaba mandando un reemplazo. Lo cierto es que hacía muy pocos meses que estaba en la lista de aspirantes, y ni siquiera en la de los mejores. Nunca pasé la prueba. No sé por qué me designaron en tu lugar. Nunca pensé que me iban a asignar no a una, sino a dos Cazadoras, y a una mentalmente inestable. Estaba aterrorizado.
—Lo recuerdo… aún así… quizá podría haber…
—¿Haber sido más Giles?
Giles dio un respingo y Wesley le apretó el hombro.
—Lo siento, no quise…
“Ser Giles”. Eso le demandaba su Cazadora cuando perdía el foco, cuando se sentía abrumado y las respuestas no afluían de un libro o de un encantamiento, cuando las relaciones humanas se complicaban y entrometían. Había sabido ser “tan” Giles que había destrozado, sin hacer nada, ese entendimiento que los había convertido en el mejor equipo. Con un chasquido todo había desaparecido, envejecido, enmohecido y muerto.
—¿Entonces?
—Es que Willow está en una cruzada de salvamento de manuscritos, documentos, diarios… y… y no quiero que este termine en sus manos. Es muy… demasiado personal y no aporta a la causa.
—Entiendo. Aunque Willow lo echará en falta. También fue entrenada…
—Por mí, para ser minuciosa y precisa. Lo sé. Probablemente nunca haya visto este diario. El propio Concejo nunca lo volvió a ver cuando me di cuenta de que era demasiado personal. Desde ese momento llevé registros paralelos… No es que les mintiera….
—Solo omitiste la parte humana y tus temores…
Rupert asintió. Era raro recordar todo eso después de tantos años.
—Tu secreto está seguro conmigo. Me gustaría que alguna vez pases por mi casa y te quedes un tiempo. Unas vacaciones lejos del trabajo, tenemos mucho de qué hablar. Un té y una buena charla son raros hoy en día.
Le estiró una tarjeta. —Mi nueva dirección.
Rupert lo estudió por un segundo, parecía sincero. Luego miró las palabras y los números y arrugó el papel.
—Pero…
—¿Memoria fotográfica?
Wesley resopló aliviado. Siempre olvidaba que era de las pocas cosas que compartía con el viejo Vigilante.
—No te preocupes, es un compromiso que cumpliré con sumo placer. —Al fin de cuentas él se lo había sugerido antes y necesitaba con desesperación no sentirse ni solo ni culpable, aunque hubiese pasado el tiempo del perdón y del olvido.
—Entonces tenemos una cita programada. —Wesley se levantó, extendió la mano y cuando Rupert la estrechó lo agarró con fuerza del antebrazo para poder abrazarlo—. Mucho cuidado con lo que hagas.
Rupert no dijo nada. Wesley sonrió y dio media vuelta mientras él se quedaba parado junto a la mesa mirándolo salir y cruzar con paso decidido la playa de despacho de combustible. Lo siguió con la vista y cuando parpadeó ya no estaba allí. Esa era su señal para ponerse en movimiento.
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