A veces me imagino el arte en los colores. No solamente en pintura: en todo. Muchas veces los escritores hacemos de los colores las letras; pero eso es lo que les da la tonalidad.
Cuántas veces habré combinado ojos cafés, verdes y azules en el rojo que me corre por las venas, soltando frases de amor que me han hecho tener un lienzo por el cual pintar una gran parte de mi vida.
No solamente he hecho frases de romance estando demasiado verde para hacerlo (a dicho de muchos). En días grises intento sacarle el violeta a los textos para que la vida sea un poquito más color de rosa.
Dicen que el color es la lengua materna del subconsciente; un medio para influir directamente en el alma. Y es irónico que con letras negras, logremos hacer que la gente se imagine paisajes vibrantes. Si tienes un libro que te ayudó a ver mejor la vida, te ayudó a tener color.
La escritura es una especie de sinestesia artística, y me fascina ser parte de ella; al menos en parte.
Se puede transmitir de muchas maneras: objetos de color, color de piel, ambientes de cierto color, etc. Cuántas veces no habremos leído “labios color carmesí´”, o “un café por la mañana azul”
De hecho, a medida que escribo me concentro más en el color, a pesar de que mis dioptrías se opongan un poquito a ello. Como lo llevo escribiendo por días, cada vez me emociono más con los colores; es un buen antídoto contra el aburrimiento y lo recomiendo mucho.
Pero más allá de todos los colores que podemos captar, lo mejor que uno puede hacer (a mi más sincera opinión) es resaltar los colores en las cosas que aparentemente no lo tienen. Esas personas cuya manera de ser le da color a la vida. Esos paisajes que uno se imagina (no solamente con un texto, sino con casi cualquier pensamiento basado en cosas reales), o más simplemente, en ese color grisáceo que resulta de cerrar los ojos en el día, lo cual me parece el mejor comienzo para empezar a ver la vida “con los ojos” en vez de “por los ojos”.
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