Cuento incluido en ''Aquí empieza lo extraño'' (Serenity Press, 2016)
Desde hace algún tiempo recibo la misma invitación una y otra vez: unirme a un club donde aspirantes a escritores recitan juntos el fruto de su ingenio cada tercer sábado del mes. Se lo he confesado varias veces a Norah, no creo que la escritura responda a un ejercicio creativo. Para mí, quien también intento escribir, la escritura es un plagio constante; la justificación a una mentira trabajada con un poco de estilo. Cada texto es resultado de un sinnúmero de líneas ajenas que lograron “de algún modo” sacudirnos el alma.
La semana pasada, con el aroma del mate como testigo, le prometí a Norah que asistiría por lo menos una vez al dichoso club que desarrolla sus reuniones en un galpón al sur de la ciudad. Y como para mí la palabra es una cosa que hay que respetar, me vi forzado a cumplir.
Norah es siempre la primera o la última en dejar el lugar, lo sé porque en las ocasiones en que la he recogido, no he visto nunca a nadie con aspecto de escritor. Y no es que considere que existe un prospecto para la imagen de un literato, sino que asumo que estos jóvenes se preocupan más por llevar una boina o tener un gato en casa, a juzgar por las descripciones que Norah me ha proporcionado.
En todo caso, cualquier comentario importa poco. A Norah le tomó un par de minutos persuadirme de agarrar las llaves y conducir hasta el menudo galpón de portones oxidados. Tal vez he fracasado en mis juicios previos, y los jóvenes escritores son en absoluto predecibles. ¡Hay que ver que escoger un sitio así, en lugar de una tradicional cafetería, es por mucho algo inesperado!
Norah golpea el portón con una especie de clave sonora que supongo sólo sus compañeros reconocen. Al cabo de unos segundos, un flaco de ojos grandes y hundidos nos recibe en silencio. Bosqueja lo que parece ser su sonrisa, y nos abre paso al interior en el que ocho personas se encuentran sentadas en un círculo. Norah se adelanta y saluda con un abrazo al tipo más alto. Él la envuelve en sus largas extremidades por unos segundos y la suelta para darme la bienvenida con un sacudón de manos bastante prolongado.
—Tú debes ser Bosco; Norah nos ha hablado mucho de ti y de tus cuentos. Bienvenido.
—Espero no me haya puesto sobre un pedestal ante ustedes.
—No, para nada. Siendo nuevo para nosotros, me temo que serías el último en subir a un pedestal.
Su sarcasmo resulta detestable, más que nada porque no lo prevengo. Una vez cerrado el portón, somos once personas dentro de un caluroso galpón iluminado únicamente por la luz que ingresa por los ventanales. Saludo a todos con un cordial apretón de manos, incluso a las muchachas que sonríen, pero no se muestran dispuestas a saludarme con un beso. Al resto de varones del club los saludo con el mismo formalismo absurdo que amerita este tipo de reuniones.
Todos se muestran afables, a excepción de uno, aquel que me mira a los ojos y me deja con la mano estirada. Norah aparece de inmediato, pone su brazo sobre mi nuca y me guía hasta la silla que han colocado para mí en el círculo. Tomo asiento y abro el cuaderno que contiene el relato que he preparado para la cita.
—Hola a todos, y bienvenidos a nuestra séptima tertulia—dice Dante, el líder del club con quien tuve un breve encuentro a mi llegada—. Es una verdadera pena que muchos de quienes iniciaron con nosotros, ya no nos acompañen. Sin embargo, hoy por ejemplo, se une a nosotros un nuevo narrador.
Me echa un vistazo como esperando que me pronuncie ante los demás jóvenes, pero prefiero asentir con cortesía antes que decir cualquier patraña.
El flaco de ojos grandes toma asiento entre el grupo, y de inmediato empieza la tertulia. Noto algo extraño, misterioso, que prefiero ignorar considerando que todo creativo es siempre algo demente: los ojos de los presentes apuntan a la chica que sujeta su cuaderno con fuerza y se aclara la voz antes de leer. Las pupilas de los otros parecen dilatarse y esperar que algo suceda de la nada. Para cuando la muchacha de vaqueros desteñidos y blusa almidonada empieza a leer su cuento de arañas venenosas, todos guardan silencio y tratan de vivir el relato.
Norah parece haber olvidado mi presencia, porque desde que nos sentamos no se dirige a mí en lo absoluto. De pronto, el chico de barba abundante que se rehusó a estrechar mi mano, eleva sus piernas y las recoge sobre la silla en la que está ubicado. Mira el suelo con pánico y esboza un gesto de terror. Entonces veo las decenas de arañas negras acercarse a cada una de nuestras sillas. Norah y Dante se divierten con la escena que tiene a todos perplejos. Algunos también dibujan terror en sus rostros, y otros, como el alto de ojos hundidos, permanecen callados sin dejar de protegerse de las diminutas portadoras de veneno.
La muchacha no deja de leer, continúa su lectura mientras otra de las chicas se entretiene viéndonos asustados. Se descuida, pierde de vista sus piernas un instante y un par de arañas trepan por sus rodillas y le clavan sus colmillos en la piel. La muchacha grita y las retira con un manotón. Acto seguido, Irene detiene su historia y todos retoman la calma. Las arañas desaparecen y el chico mudo vuelve a respirar. Sobresaltado, me pongo de pie y exijo una explicación. Creo en fantasmas y duendes, pero esto ha sido demasiado para mí.
— ¡¿Qué demonios fue eso?!
—Tranquilo, ya tendrás tu oportunidad de leernos uno de tus textos. Aguarda, joven escritor —sostiene Dante en el mismo tono detestable con el que me dio la bienvenida a este sitio de mierda.
—Bosco, por favor, siéntate, —me pide Norah—te dije que disfrutarías este club. Ahora, guarda silencio.
El portón está cerrado bajo llave y para cuando reacciono, otro joven está leyendo ya. Esta vez, la quietud y el frío se apoderan del galpón.
— ¡Para que su horror sea perfecto, destruye las ventanas de la casa!—dice el joven, mientras recita un fragmento de su texto.
Los vidrios saltan por todo el lugar; hechos añicos nos caen sobre la cabeza. Me cubro con unos libros y al menos mi rostro sale ileso de los cortes. Para cuando dejan de caer los cristales desde los altos ventanales del galpón, tres de los otros muchachos sangran sin parar; los han rozado trozos grandes de vidrio. Me pongo de pie nuevamente para intentar ayudarlos y tropiezo con el cuerpo tendido en el suelo de la chica atacada por las arañas. Dante ríe a carcajadas aun con algunas heridas, y para cuando me incorporo e intento tomar al líder por el cuello para detener sus risas, tres personas han muerto ya, y yacen en el piso lleno de vidrios.
Mientras, Norah, con heridas mortales que le surcan el cuerpo, me empuja e intenta calmarme sin importar la escena en lo absoluto. El muchacho de la barba abundante aprovecha nuestro enfrentamiento y el dolor de los otros para abrir el cuaderno que trae entre manos. El muchacho me mira y sonríe con un gesto que es por mucho lo más tenebroso que he visto. Comienza la lectura de su relato de forma abrupta y sigue así, sin perder nunca la dicción de un buen orador. El cuento del muchacho es oscuro desde su primera línea, habla de espíritus y aldeanos corriendo por sus vidas. Hay gritos espeluznantes por todo el galpón, los vidrios regados por el suelo se levantan, los jóvenes ilesos caen desmayados sobre cristales rotos y los cadáveres de sus amigos.
El lector continúa con su relato, no piensa detenerse hasta concluirlo. En la desesperación de tratar de tomar a Norah de la mano y huir, resbalo y quedo ante los pies de Dante. Su rostro se ha desfigurado por completo; no sé bien qué me aterra más, si su cara alterada o el ángel negro que aparece detrás del lector de barba abundante.
El suelo empieza a crujir y las sillas de los escritores muertos salen disparadas hacia las paredes. La quietud se ha esfumado por completo. Para cuando empiezo a correr hacia la salida, Dante convulsiona en el piso, Norah le sujeta los brazos, y la enorme sombra negra que el lector ha convocado a través de su cuento comienza a tragarse a los muertos; los envuelve en la oscuridad que da forma a su imagen. Desaparecen.
Ciertamente no habrá cesado el rito hasta que quien lee se detenga. Uno de los sobrevivientes, el único además de Norah, el inconsciente Dante, se arroja sobre el lector, pero éste le propina un puntapié antes de que consiga quitarle el cuento de las manos. El galpón se viste en tinieblas, Dante ya no reacciona, y Norah se incorpora para dirigirme la mirada por primera vez desde que llegamos. En el primer descuido de la sombra, corro hasta las puertas del lugar y con mi energía reforzada por el miedo, consigo romper el cerrojo. Norah me sujeta del pantalón, está tirada en el suelo, lleva la cara cortada y su ropa tan sucia como el galpón.
— ¡Bosco, por favor! —tienes que ser paciente. Ya vendrá tu turno de leer.
Consciente de que aquella no es la misma Norah con la que conduje hasta aquí, me suelto de sus manos, empujo el portón derecho y, antes de poner un pie fuera del lugar, el ángel negro se posa a mis espaldas y lanza un grito que me ensordece por unos instantes. Me dejo caer sobre la acera y con un movimiento escabroso cierro el portón de un solo golpe.
Guardo silencio. Regreso a mi asiento con el cuaderno cerrado. Los participantes me miran absortos, inmóviles, sobre todo Dante, que había dudado de mi lugar en el círculo dispuesto en el galpón. Los participantes se miran los unos a los otros, se cuestionan la autenticidad de los hechos. Algo es certero: mi relato los ha envuelto. Norah, lejos del suelo en esta realidad, me mira satisfecha; sabe que a los jóvenes escritores no les ha quedado duda alguna de mi destreza en el oficio.
Los portones se abren entre chillidos; ya no hay vidrios sobre el suelo. El manto de penumbra del ángel negro se ha esfumado, y la luz inunda el galpón en donde las sillas quedan dispuestas en el centro tras nuestra partida. Entonces, el galpón espera en silencio a que los seres invocados a través del relato, vuelvan pronto a la vida.
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