Un día, durante un recreo, uno de los conserjes tiró por accidente su navaja en un pasillo y yo la encontré. Me llevé la navaja al baño para explorar su anatomía: fue la primera vez que escudriñé una hoja de metal y el espiral de un sacacorchos. Decidí salir al patio con el instrumento en mi bolsillo poco después, embebida por el brillo y el filo que acababa de descubrir en sus partes. Puse la navaja a un costado, sobre la banqueta en que me senté, y vi a Ignacio acercarse con esa expresión de bravucón que todo el salón temía. Hizo justo lo que imaginé: me tomó del brazo y empezó a denigrarme a vista de los demás chicos del salón por mi delgadez. Se rio y me agarró la cara con las manos sucias. Algunos maestros podían vernos—estoy segura—, pero yo sabía que nadie haría nada aunque llorase de miedo. Por eso decidí usarla. Por eso extendí mi brazo libre hacia la banqueta y tomé la navaja con la hoja grande fuera y le hice un corte sobre el trapecio. Su uniforme se manchó de inmediato porque empujé la navaja en cuanto la tuve sobre su cuerpo. Ignacio no gritó, pero me apartó de él con un empujón que me derribó y que me hizo perder la navaja; se quitó la camisa para intentar parar el sangrado. Una maestra gritó al ver la escena y el entrenador del equipo de fútbol asistió a Ignacio y avisó a la enfermera del colegio. Pero no pasó gran cosa después eso. El rector me hizo una amonestación y mamá me amenazó con llevarme a un psicólogo, pero esa amenaza no surgió realmente por aquel episodio sino porque mamá estaba convencida de que yo hablaba muy poco para alguien de catorce años; de que algo no andaba bien conmigo. Esa fue la primera vez que ocurrió.
Seis años después yo estaba en cuarto semestre de periodismo. Habíamos acordado que evitaría retomar contacto con mis compañeros del primer y segundo colegio en donde hice la secundaria, por eso escogí una universidad para la que tenía que tomar tres buses: simplemente porque a mamá le preocupaba el qué dirán; quería que le evitara más dolores de cabeza, y si calarme las horas perdidas subida en un bus era necesario, pues así tenía que ser.
De lo ocurrido en el segundo colegio no guardo un recuerdo claro: perdí el conocimiento después del tercer corte y me encontraron en el baño en medio de mi sangre. Alguien tomó una foto con un celular y para la mañana siguiente el colegio, la clínica en donde me internaron y todo el barrio sabía que había intentado suicidarme. Claro que esa fue la versión del periódico local: Jovencita intenta quitarse la vida en baño de colegio religioso, titularon la nota, pero solo yo sabía la razón por la que me había hecho esos cortes en el brazo. La doctora González intentó saber esas razones y diagnosticarme alguna patología, pero fue en vano. Le mentía todo el tiempo porque iba obligada por mi mamá y por su novio, con quien se casó más adelante y a quien metió a la casa sin preguntarnos a mi hermano o a mí. Mamá entendió que la doctora no daría nunca con un cuadro claro mientras yo no tuviese voluntad de explorar en esos dos episodios bochornosos. Hace cuatro años ya de eso. No he vuelto a hacerme daño y, si bien es algo de lo que en casa no se habla en lo absoluto, se lo debo al hecho de que intento enfocarme en la objetividad bajo la cual hablo de economía y producción en un periódico pequeño de la ciudad. Me cagan esos temas pero la paga es suficiente para detenerme de renunciar; y a la vez tan poca como para que siga viviendo en casa de mamá. Con el dinero que gano en el periódico intento hacerme creer que he ganado independencia y que empiezo a colocarme bien el tornillo flojo que no pudo arreglar la doctora González. En todo caso, independiente soy a la hora de pagar las citas con el doctor Rodrigo Ubidia—Sí, ahora asisto a un psicólogo por voluntad propia y porque siento que empiezo a poder abrirme con alguien—.
Llego con retraso porque siempre es un dolor de cabeza moverse en horas pico. Cuando subo al consultorio, la recepcionista me dice que pierda cuidado, que él acaba de llegar y que prepara café para nuestra cita. Le cuento que he traído galletas y le ofrezco unas cuantas antes de entrar a la consulta; me dice que están deliciosas, sonríe, y regresa al libro del Marqués de Sade que esconde entre las fichas de los pacientes. No hay nadie en la sala de espera porque casi nadie agenda los lunes.
— Hola, doctor—saludo al ingresar al despacho.
— Pensé que habíamos acordado que me llamarías por mi nombre.
— Lo lamento. Soy olvidadiza.
Dejo las galletas sobre el escritorio de su despacho y me ofrece un café recién hecho. Además de un psicólogo formidable, he encontrado en Rodrigo a un amigo y a un caballero que parece sacado de El amor en los tiempos del cólera.
Coloca la grabadora y el café en la mesa junto al sillón chester, en donde me recuesto con las manos sobre el pecho mientras él toma asiento y abre su cuaderno de apuntes sobre el que posiblemente reposa todo un cuadro de patologías psiquiátricas.
— ¿También quieres que lo diga hoy?
— Sí, por favor. Ya te lo he dicho: me tranquiliza.
— Todo cuanto me digas es confidencial, y por ende, no ha de salir de esta habitación bajo ningún concepto. Puedes contarme cuanto quieras—continúa—. Me valdré de ello solo para formular un diagnóstico y para hacer sugerencias que considere prudentes.
Cierro los ojos y suelto un respiro.
— ¿Más tranquila?
— Sí.
— Cuéntame, ¿cómo estuvieron las cosas en casa la semana pasada?
— Calmadas. El lunes llegué temprano y cené con mi familia. No dijimos nada, pero le ayudé a lavar los platos a mamá y eso podría tomarse como convivencia, ¿no?
— ¡Qué bien!—dice emocionado—. ¿Charlaron mientras lo hacían?
— Le conté cómo los aranceles están acabando con la inversión extranjera y que tal vez eso tenga que ver con que mi hermano no encuentre empleo—explico—. No dijo nada, se dedicó a asentir y luego me pidió que limpiara la mesa. Se fue a la cama después.
— Entiendo. Aprecio que hayas seguido mi sugerencia y lo hayas intentado al menos una vez más—dice—. ¿No hablaste con nadie más esa noche?
— Me topé con Eduardo cuando salí de la ducha y, tal como lo hizo durante la cena, me ignoró por completo. Mi hermano ha sido así desde hace años—agrego—. Ya te lo había dicho.
— ¿Crees que tu madre tiene razón?
— ¿En que Eduardo no me odia sino que me teme?—pregunto—. Empiezo a pensar que sí.
— ¿Por lo que me contaste?
— Sí. Creo que cualquiera se habría asustado con eso.
— Entonces eres consciente…
Nos miramos a los ojos porque suponemos que hay progreso, porque quizás empiezo a encontrar un remordimiento que antes no sentí; que no estuvo allí cuando corté a Ignacio, ni cuando me lastimé a mí misma, ni cuando Eduardo me encontró cercenando ratas, vomitó y huyó después; no solo del sótano, sino de mi existencia.
Rodrigo escribe por unos segundos y encuentro curioso lo que intenta disimular levantando la taza, tomando un sorbo de café: pareciera sonreír detrás de la porcelana. No encuentro en su expresión la aversión que sintió Eduardo con aquella escena.
La relación con mi madre siempre ha sido inane y adversa. Dejamos de tolerarnos mucho antes del incidente con Ignacio, así que no me atrevería a decir que mi madre me dio la espalda luego de que perdiera la compostura un par de veces. Pero Rodrigo nunca ahonda en descubrir lo que nos repele; lo que trazó esa distancia que nos separa. Noto, a medida que charlamos con más frecuencia y que empezamos a esperar a que la recepcionista se marche para conocernos mejor, que a Rodrigo le gusta que vuelva a esos episodios que a mamá le gustaría poder borrar de nuestras vidas; desterrándome a mí con ellos.
Rodrigo se acerca al sofá y se sienta a mi lado. Me hace un par de preguntas de rutina que advierto innecesarias: identifico a la perfección cuando pretende hacerme creer que sus prácticas no se alejan de lo ortodoxo; sé bien, tal como él conoce mi dulce favorito del café de la esquina, cuando abordamos un tema en serio y cuando no; cuando intenta de verdad hacer un diagnóstico.
Se hace de noche sin que me dé cuenta, y Rodrigo, tan caballero como siempre, ofrece dejarme en la estación del metro; nunca me lleva a casa porque dice que su cuñada vive cerca de mi barrio y que ella le cuenta todo a su hermana. Tomo mi cartera y mi agenda y nos despedimos con prudencia y con prisa, con un beso rápido en la mejilla, aprovechando la luz roja del semáforo. Tampoco queremos que algún paciente nos vea juntos en el auto. Casi olvido mi agenda al bajar, pero Rodrigo me la entrega antes de que la luz se ponga verde y se marche.
La noche transcurre sin disturbio en casa. Conmigo en mi habitación el silencio no es de extrañarse porque los mayores conflictos suceden conmigo presente. Eduardo y mamá no pelean nunca. El gordo sí pelea con mamá, pero durante el día, y yo paso en el periódico, en la calle, o en consultorio de Rodrigo la mayor parte del tiempo para evitarme esos malos ratos. Sospecho que Horacio debe estar gastándose el sueldo en algún burdel mala muerte porque ese gordo es asqueroso. A veces me arrepiento de haber escogido a las ratas cuando bien podría haber usado su cabeza dormida en la madrugada. No. Eso habría sido estúpido: habría manchado las sábanas y mamá se habría vuelto loca por el desastre.
Trabajo en una nota para el periódico hasta la media noche y me acuesto después de hacer un recordatorio de mi cita con Rodrigo pasado mañana en el celular. Pasan unos minutos antes de que el portazo interrumpa mi sueño y me vea obligada a bajar a la sala. Horacio llega borracho y golpea a mi madre varias veces. El alboroto se oye en toda la casa y probablemente los vecinos lo oyen también. Después de mi primer intento en derribar a ese imbécil, Eduardo se hace cargo y ambos se van de trompadas mientras mi madre encuentra una forma de culparme de esto y de su vida miserable. Soy parte de la escena por unos instantes más. Se me agota la paciencia cuando mamá le exige a Eduardo que no intervenga aun cuando Horacio le ha dejado morada la mitad de la cara. Encuentro refugio y solución en la cocina poco después, cerca de la alacena. El disturbio cesa poco después de que pongo a calentar agua.
Son las siete de la noche y las oficinas del centro se han vaciado. Veo al último paciente dejar el consultorio cuando llego; la recepcionista recoge sus cosas y lee unas líneas más de Travesuras de la niña mala y se despide haciendo un gesto coqueto. Cuando entro al despacho el aroma del café junto al sofá me relaja, y ver a Rodrigo preparar su libreta y colocarse los lentes me deleita.
— ¿También quieres que lo diga hoy?
— No. Hoy me siento tranquila.
Y toma apuntes en su libreta.
— ¿Tanto progreso en cuestión de casi dos días?—me pregunta, curioso por mi tranquilidad.
— Se publicó una nota en la que trabajé por semanas y me he inscrito en clases de yoga por las noches y en un taller de cocina los sábados.
— Tendrás menos tiempo para venir—dice—, pero seguramente tus galletas serán aún más deliciosas.
— Algo me dice que aunque nos seguiremos viendo, ya no será exactamente conmigo acostada en este sofá, Rodrigo.
— ¿Sí? Interesante—agrega—. Le falta azúcar a mi café—explica—. Permíteme.
Se levanta y saca una bolsita de un cajón. No consigue abrirla con las manos ni con los dientes, así que toma una tijera del escritorio y regresa a su asiento. Justo cuando se dispone a abrir la bolsita, su libreta se tambalea en sus piernas y Rodrigo la rescata de la caída. Y aún antes de que nada suceda, puedo ver la imagen: la tijera se resbala de la superficie de la libreta y cae sobre la alfombra. Descubro en ese instante una hoja móvil afilada y el metal todavía frío porque no ha rozado a su hermana, la hoja fija. La imagino en mis manos, me imagino con sus hojas afiladas en mi poder y mi brazo sacudiéndose mientras la tijera perfora un tejido, que bien podría ser el de un animal, mi propia piel, o quizás, la de un ser querido.
— ¿Pasa algo, Samanta?
— Me hice cargo del problema.
Rodrigo traga saliva y se agarra la nuca. Su libreta cae también sobre la alfombra, y entonces, tal como lo hice con el cuchillo más grande de la cocina, tomo la tijera lentamente con mi mano derecha y contemplo el filo de la hoja que muevo mientras mi reflejo en el metal esboza una sonrisa. Rodrigo recoge la libreta y toma apuntes sin quitarme los ojos de encima y sin despojarme del instrumento, como si disfrutara la fascinación con que me pierdo en el metal pulido; como si conociese esta reacción.
— ¿Qué fue lo que hiciste, Samanta?—exige saber.
— Una, dos, tres veces…
— ¿En tu casa?
— Sí, en la sala—explico—. Pero puse a hervir agua antes y la tetera chillaba para cuando lo hice. Los vecinos no oyeron nada.
— Sé más explícita—me pide.
— Una, dos, tres veces debajo de las costillas—agrego—. Empezó a suplicar después de la segunda puñalada. No te imaginas cuánto me complació tenerlo al fin de rodillas frente a mí—continúo—. Eduardo estaba helado, absorto por la sangre del gordo asqueroso que manchó los muebles y a mamá, que forcejeó conmigo después de la última puñalada; quien en medio del llanto me reprendía por arruinar su noche, por encarar al tipo al que encontré estrellándola contra la pared—le explico a Rodrigo, que parece balbucear algo—. Mamá empezó a tirar de mi cabello con fuerza cuando intenté una cuarta puñalada en el pecho del cadáver que era Horacio para ese momento. Empezó a golpearme, a insultarme, a escupirme incluso; y en medio de sollozos me dijo que debió haberse deshecho de mí después del episodio en el colegio. Justo después de que trajo de vuelta aquel suceso del que no habíamos hablado nunca me atreví a hacerlo, y me sentí libre. Sentí que haciéndolo había inaugurado mi libertad. Eduardo sujetó a mamá antes de que se desplomara, y le cubrió el cuello con un mantel. Esta vez no fallé: a diferencia de aquel intento con Ignacio en el patio del colegio, el corte sobre mamá no aterrizó en el trapecio sino a un lado del cuello. La profundidad de la herida aseguró un sangrado rápido y un desplome certero. Supe que Eduardo intentaría detenerme de huir, y que su rabia lo haría querer matarme. Fue justo por eso que hice que me siguiera a la cocina: usé el agua hirviendo para someterlo, y una vez distraído por el dolor de las quemaduras, le di el mismo final que al hombre asqueroso con quien compartí un techo y la mujer que me parió y nunca más hizo nada más por mí.
Cierro los ojos y siento a Rodrigo acariciarme la cara y quitarme las tijeras. Deja a un lado los apuntes y me besa la frente a continuación. Se termina el café de un sorbo, regresa las tijeras, el azúcar y la libreta al cajón, y se acerca al sofá por un costado sonriendo y abrazándome luego. Juega con mi boca después de mirarme a los ojos: me muerde los labios y eso nos excita a los dos.
— Me alegra mucho—dice finalmente.
Y le devuelvo la nota que puso en medio de mi agenda cuando me dejó en la estación del metro.
— Me siento más tranquila así—le digo—. Gracias por tu sugerencia. Ahora es como si no hubiera nada ya de qué preocuparme.
— Así será mientras sigas mis instrucciones.
Toma el papel y lo hace pedazos antes de tirarlo a la basura.
Rodrigo entiende, sin temor alguno, que además de ser él quien logra cautivarme, lo hace también el metal incrustándose en la piel de algún ser vivo.
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