Hasta donde sé, nadie debe tener miedo a ir con el doctor, porque ir al doctor es una práctica sana. Tal vez lo que le molesta a la gente es el dolor y la sangre. Por eso cuando sacaron el cadáver de Saraí de su casa en Iztapalapa imaginé que fue su negación al médico lo que le provocó una muerte temprana, sangrienta. No hizo falta una gran investigación para saber que el asunto había estado cargado de violencia. Ella se convulsionó, golpeó la puerta del refrigerador y se rompió un dedo. El cuerpo tenía moretones y mordidas.
Por ese tiempo, todos los vecinos lo vimos desde la ventana porque se desarrollaba la gran epidemia de COVID-19. En las noticias, el subsecretario de Contagios y Prevención, Eduardo Jean-Call, nos decía que tras la fase tres se dispararon los reportes de nuevos brotes que causaron la saturación del 60% de los hospitales en la capital. El hospital de Enfermedades Pulmonares registró ataques violentos de pacientes a doctores. Y en Twitter vimos videos de casos de violencia donde los enfermos tomaban las actitudes más erráticas y atacaban a los doctores.
Como buenos frikis, pensamos que el asunto tenía que ver con algún ataque zombie o con algún tipo de droga provocada por el propio virus, que impulsa a la gente a perder los cabales, para lanzarse a la barbarie y prenderle fuego al camión de bomberos. Pero no. Hasta ese momento no pensé que el asunto tendría tintes metafísicos y que habría que buscar otro tipo de armas. A parte de rifles y pistolas, la gente vio largas conferencias sobre cómo el virus abrió el paso a otra cosa que no se podía matar. Y que nos estaba comiendo las entrañas.
"Dime, por favor, que no has salido a la calle", le dije a Carlos cuando me dijo “me siento mal” y que de pronto las ventanas de su casa “ya no existían más”, y que sentía un frío en la piel que le contaminó las ideas. Fui a su casa, lo abracé y le susurré palabras tiernas. Él lloró en mis brazos, me besó y me pidió que lo dejara en paz. Después, avanzó al sillón y decidió morir. Porque así me lo dijo. Le supliqué que no se fuera, pero una mano invisible reventó sus pulmones y yo me quedé ahí, inútil. Y pude ver, efectivamente, la falta de ventanas y de varios objetos a los que ya me había acostumbrado en esa casa en la que tantas veces hicimos el amor.
¿Qué quieren? Les dije a los seres pequeños, parecidos a ratones, que susurraban en la habitación. Yo, sin pensar demasiado, abrazaba el cadáver de Carlos.
Necesitaba agua. Me paré a buscarla, bebí el líquido y pensé que ya estaba enfermo. Me tocaba salir a la calle para ver el último desastre que iba a acabar con los seres humanos. Este era el bueno, el fatal.
Merci pour la lecture!
Nous pouvons garder Inkspired gratuitement en affichant des annonces à nos visiteurs. S’il vous plaît, soutenez-nous en ajoutant ou en désactivant AdBlocker.
Après l’avoir fait, veuillez recharger le site Web pour continuer à utiliser Inkspired normalement.