Dedicado con admiración a Amparo Dávila
Entras a la habitación y cierras la puerta detrás de ti. Estás exhausta. Todo está a oscuras: el ocaso recién ha terminado y la poca luz sobrante del atardecer se desvanece dentro del cuarto, fugándose bajo la cama y el ropero, escabulléndose detrás de la cortina abierta que cuelga de la única ventana en la pared. Las sombras comienzan a devorarlo todo y a cubrir las paredes de madera, los adornos, los cuadros de paisajes, los retratos familiares y las imágenes religiosas, mientras los colores se pierden poco a poco y tú te quedas casi a ciegas.
Te diriges a la cama, la modesta cama matrimonial que siempre te pareció tan grande y fría, tan helada. Incluso en su compañía. El colchón está más duro que de costumbre, parece una roca seca y la sábana se siente como un pedazo de lija raspando tu piel. Decides sentarte a la orilla del lecho, mirando hacia el piso: ahí, donde cientos de tus lágrimas de miedo y culpa terminaron filtrándose entre la sucia madera durante los larguísimos meses, esos tortuosos meses que pasaron cada uno más lento y desagradable que el anterior a lo largo de dos años.
Escuchas el resuello de tu respiración aún agitada. Afuera oyes el viento, ese viento gris que silva su tétrica melodía en el exterior de la casa de campo, como si estuviera aullando. Un aullido espectral y aterrador. Esta noche suena aún más lúgubre. Casi sientes que te habla, que trata de susurrarte desde el jardín.
Percibes algo: un tenue eco. Esperas con nervios que no sea esa terrible y tormentosa voz. Sientes un ligero escalofrío que trepa por tu columna vertebral, bajo tu ropa llena de sudor y manchas de tierra, esa sensación que recorre lentamente tus brazos, erizando cada vello de tu piel. Piensas en esas gélidas caricias que experimentaste noche tras noche antes de dormir o a mitad de las frías madrugadas.
Te duele la cabeza. Te llevas las manos a la sien y comienzas a frotar en círculos con los dedos. Aún tienes tierra bajo las uñas. Estás mareada. Ha sido una tarde agotadora, demasiado agotadora allá afuera, en el jardín. Tienes la nariz congelada: cavaste ese hoyo en el suelo, endurecido por la temporada, sintiendo la fría nieve cayendo sobre tu rostro y el sudor bajo tus axilas y tu cuello.
Diriges la mirada hacia la ventana. Ves el cielo oscuro y grisáceo… tan melancólico. Los diminutos copos de nieve te parecen cientos de millones de fantasmas que llueven hacia la tierra como emisarios de la tristeza. Piensas en el amargo sabor de la vida: desde la muerte de tu hijo hace un par de años en ese accidente de auto siempre te sentiste así. Culpable. Y tu esposo… él nunca te comprendió. Ni siquiera lo intentó. Tan solo se dedicó a inculparte por ello. A veces de formas sutiles pero igualmente dolorosas. A veces con insultos. A veces con reclamos.
Ibas manejando en esa carretera para llevar a tu hijo de vuelta a casa después de la escuela. Había una ligera cortina de nieve en el camino. Te distrajiste por una fracción de segundo. Solo una fracción de segundo. Y chocaron. Tu marido te alcanzó después en el hospital cuando recibió esa llamada durante sus últimas horas de trabajo.
Desde ese momento todo se fue al demonio.
Un crujido se escucha dentro de la casa. Volteas lacónicamente hacia la puerta: está entreabierta. Recuerdas haberla cerrado. Lo hiciste pero… ahora está abierta de nuevo. Observas el oscuro y tétrico pasillo que conduce hasta la otra habitación, la recámara vacía de tu hijo fallecido, y luego hacia las escaleras. Parece un portal hacia un pozo negro donde la luz entra para no salir nunca más, como si la vista se volviera obsoleta al cruzar el umbral.
Oyes voces. Esas voces, esos gritos. Esos gritos... Los malditos gritos. Son los fantasmas de la casa: el eco de todas esas discusiones con tu esposo, congeladas entre las paredes, reverberando en la densidad del profundo silencio, repitiéndose por siempre. Sientes miedo nuevamente. Tus pequeñas manos comienzan a temblar. Escuetas lágrimas brotan de tus ojos y escurren sobre tus mejillas.
Escuchas un nuevo crujido: esta vez, proviene desde dentro de tu habitación. Miras lentamente en derredor, asustada, inquieta. Tu respiración se dificulta. Buscas entre las oscuras sombras y siluetas de los muebles. Distingues el ropero, el tocador y sigues barriendo la recámara, sintiendo cómo la angustia se apodera de ti. Y justo cuando miras a la ventana, distingues algo más: hay alguien ahí, de pie a un costado de la pared, adherido a ella, cual si fuese una mancha emanando desde el interior del muro. Tu corazón da un tumbo dentro de tu pecho. Duele. Es él. Su presencia oscura y siniestra. Lo ves. Está observándote, vigilándote en silencio: no distingues sus ojos, pero sabes que te mira, lo sientes, sientes su negra mirada que te vigila con odio, con rencor, reprochando tus acciones y tus decisiones. Como siempre.
El miedo te oprime, te aplasta. Recuestas tu trémulo cuerpo sobre la dura cama dirigiéndote hacia la almohada y tomas una posición fetal: empiezas a sollozar de terror. Entonces observas cómo la oscura silueta se aparta del muro y comienza a acercarse a ti, haciéndose más y más grande, cada vez más, hasta convertirse en un monstruo gigantesco y aberrante, tan alto como el techo de la habitación helada: y entonces, justo cuando está frente a ti, a punto de alcanzarte con sus garras… lo miras agacharse frente a tu rostro y escurrirse bajo de la cama hasta desaparecer.
Recuerdas sus últimos momentos de vida, su fría compañía, su terrible mirada. Todos sus insultos se aglomeran en tu cabeza. Recuerdas también su rostro de agonía varias horas antes, cuando la garganta se le empezó a cerrar: había algo de nuez molida en su comida. Le tomó apenas unos minutos para que dejara de moverse.
Ya sabías que era alérgico. Tan solo querías un descanso.
Pero no funcionó.
Ahora, sientes que el colchón se hunde tras de ti: un aliento helado y podrido sopla sobre tu cuello y te pone los nervios de punta. Lloras desconsoladamente por el pánico y tu cuerpo se sacude por el horror. Sus frías garras se posan sobre tus hombros y empiezan a tocarte, acariciándote con sus manos que se sienten como cuchillos recorriendo tu piel. Con un esfuerzo considerable, abres un cajón de tu buró y sacas, con tu mano temblorosa, un frasco de pastillas para dormir: después tomas todas las que puedes y esperas a que todo termine para ti también.
Mientras tanto, el viento sigue aullando afuera de la casa, llevándose los tristes y amargos recuerdos hacia el horizonte, arrastrándolos hacia la nada, hacia el olvido. En el jardín, las ramas del nogal siguen meciéndose hasta crujir y la nieve sigue cayendo desde el oscuro cielo de la noche, acumulándose sobre el extraño montículo de tierra que recién excavaste: ahí, donde ahora reposa su cuerpo.
Historia de mi antología Noches de Octubre: Cuentos de Horror y Locura (2019), también disponible en Inkspired.
Escrita originalmente en octubre de 2019 y editada en abril de 2020.
Merci pour la lecture!
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