Su mente estaba más en blanco que aquellas espléndidas hojas. Se las compró al extraño buhonero que había instalado su parada en la plaza de la villa. Era un papel estupendo, excepcional. Siempre utilizó cuartillas sueltas de mala calidad, su economía no le permitía apenas pagar ni por una tinta decente.
Llevaba toda la vida escribiendo, pero tan solo había conseguido publicar un par de novelitas que no alcanzaron ninguna repercusión: Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, la loca de Teresa de Jesús, años atrás, y ahora Quevedo, Góngora, Tirso de molina, Calderón de la Barca e incluso ese mindundi de Cervantes, con su ridícula historia sobre un hidalgo loco, habían conseguido fama y reputación.
Miraba las cuartillas, estaban ya encuadernadas, una verdadera excentricidad, pero cuando vio el libro en blanco en el tenderete de aquel comerciante y comprobó la exquisitez del papel, no pudo evitar el gastarse lo poco que llevaba en los bolsillos, con todo le pareció un buen trato.
—Una gran adquisición, si me permite que se lo diga, podrá comprobar que las palabras manan limpias y cristalinas del manantial de su mente. Tan solo tendrá que cavar un poco y fluirán como un torrente durante el deshielo.
No prestó demasiada atención a la verborrea del inquietante buhonero, había algo en aquel sujeto que no le agradaba. Pagó el precio sin ni siquiera intentar regatear.
Cogió el tomo y se apresuró a regresar a casa, estaba impaciente por moldear con palabras lo que se le antojó comparar con una pieza de hermoso mármol. Su pluma sería el cincel y él se convertiría en el mismísimo Miguel Ángel. Sin embargo, después de varias horas sentado con la mirada fija, la primera página seguía virgen e impoluta.
Comprobó nuevamente la calidad del papel, era finísimo, tanto que el borde le produjo un pequeño corte en el dedo.
Una gota de sangre cayó sobre la cuartilla y esta la absorbió sin que quedara rastro de ella.
Lejos de asombrarse por aquel extraño fenómeno, el escritor se sintió pletórico, desbordado por un torrente de ideas tal como le aseguró el buhonero que pasaría.
Mojó su pluma en la pequeña herida y escribió las primeras palabras. Un título magistral que invitaba a sumergirse en lo que, sin ninguna duda, sería una historia formidable.
El corte del dedo cicatrizó rápidamente. A la mente del escritor regresaron las palabras con las que tanto le habían presionado en sus años de estudiante. – “La letra con sangre entra” —Rio a mandíbula suelta. —Que gran verdad es esa. — Se dijo antes de hundir un abrecartas en su antebrazo.
Se infligió una herida de varios centímetros a lo largo, pero de escasa profundidad.
Por desgracia, las ideas fluían a un ritmo mayor que la sangre. En la siguiente ocasión el corte fue más profundo.
Estaba pletórico, las musas formaban un auténtico harén, fornicaban con él, y de esa cópula nacían cientos de ideas que plasmaba sobre el papel.
Poseído por una pasión desenfrenada se desnudó por completo, buscando partes de su cuerpo libres de heridas en donde hundir el pequeño cuchillo.
El libro mamaba de la sangre como si de un bebé hambriento se tratara.
Poco a poco, las páginas se completaban una tras otra y una apasionante historia tomaba forma. Sin ninguna duda sería la mejor novela de todos los tiempos.
La imagen era terrible, el escritor desnudo, cubierto por completo de su propia sangre, escribía a un ritmo febril, como si estuviera poseído por algún tipo de fuerza que no pertenecía a este mundo.
Habían pasado dos días, pero él no era consciente del tiempo, ni de nada de lo que le rodeaba.
Sus fuerzas habían llegado al límite, en su cuerpo apenas quedaba sangre y el libro seguía hambriento de palabras. Unas pocas páginas más y la mejor obra jamás escrita estaría concluida. Solo unas pocas palabras, unas pocas letras, y por fin un punto y final.
Exhausto, casi muerto, el escritor quiso repasar su obra. Su horror fue mayúsculo al comprobar que todas las cuartillas volvían a estar en blanco.
Maldijo a Dios, a sus arcángeles, a los santos, al Papa de Roma y a toda su iglesia. Se maldijo a sí mismo antes de desplomarse sin vida sobre un charco de sangre ya seca.
El buhonero apareció en ese momento en el escritorio de aquel desgraciado al que la vanidad había arrastrado a tan trágico final. Cogió el libro y echó una ojeada. Sin ninguna duda aventajaba a toda la obra de Shakespeare junta, a todo lo mejor de la literatura del pasado, del presente y de la que estaba por venir.
Arrancó el cortafrío de la mano del desafortunado escritor y buscó una zona del cuerpo libre de heridas. Su brazo no alcanzó una amplia zona de la espalda. —Será más que suficiente.—Pensó el buhonero.
Lo desolló, curtió la piel y con ella forró el libro. Grabó en la cubierta con hermosos caracteres el atrayente título de la obra y en letras más pequeñas el nombre de su autor. Por último, encerró el alma de este en su interior y regresó a su destartalado carromato. Poco después del amanecer abriría su tenderete y pondría a la venta aquel manuscrito único.
Era joven y muy hermosa, aunque la literatura decididamente no era lo suyo. Buscaba un regalo para el cumpleaños de su padre y aquel libro, de bella encuadernación y título enigmático, parecía perfecto para un lector compulsivo como era su progenitor.
Pagó un real de plata, una auténtica ganga. No se molestó ni en echar un vistazo a su interior, tenía prisa por regresar a casa y sorprender a su anciano padre.
Un sujeto de aspecto sospechoso la vigilaba, estaba sucio y sus ropas raídas dejaban bien a la vista su extracción social. Al contrario que él, ella era muy elegante, su vestido debía de ser muy caro.
El villano la vio alejarse mientras acercaba, de forma "distraída", la mano a la mercancía del buhonero. Palpó la piel de una mano áspera y peluda. Cuando giró el rostro se encontró de frente con los ojos del comerciante. Aquella mirada le heló la sangre. En un acto reflejo dio un salto hacia atrás.
—¿Cómo te llamas gañan? El pícaro se despojó de su viejo sombrero en una falsa actitud servil y respondió:—Lucas, Lucas Trapaza, para servirle a Dios y a usted.
—Bien Lucas, tengo un trabajo para ti.
El anciano padre de la muchacha estaba entusiasmado con su regalo. Cenó de forma apresurada y corrió a encerrarse en su cuarto. Pasó una y otra vez la palma de la mano sobre el espléndido cuero de la encuadernación acariciando la portada. Deslizaba delicadamente la yema de su índice sobre los surcos que formaban el título de la obra. Tal era su excitación, que apenas tuvo valor suficiente para abrir el libro por su primera página. Respiró hondo al tiempo que cerraba los ojos. Al abrirlos de nuevo, las letras, las frases, tomaban forma, surgiendo de la nada en sinuosos caracteres de un rojo brillante e intenso. Era un manuscrito de caligrafía impecable.
Lejos de extrañarse por lo extraño de aquel fenómeno, el anciano quedó fascinado por el adictivo relato, perdiendo toda noción del tiempo y del espacio.
En cada nueva página se repetían las mismas pautas. Ante la mirada del viejo, la hoja en blanco se llenaba de palabras a medida que seguía leyendo de forma compulsiva. Letras en rojo sangre, hermosas e hipnóticas.
Era incapaz de detenerse, la historia lo atrapó, lo amarraba a la silla y su mirada, cansada por la edad, no le supuso un obstáculo, tampoco la mal iluminada habitación. Tan solo necesitaba de una vela que alumbrara lo suficiente para proseguir con aquella enfermiza lectura.
Perdía color, palidecía a medida que leía, como si el libro le robara la vida, le chupara la sangre. Se notaba desfallecer, pero era incapaz de detenerse, ni siquiera cuando comprendió que de seguir moriría.
Encerrada en el interior de la novela, el alma del escritor maldecía su suerte. Demasiado viejo, aquel anciano no conseguiría leer ni la mitad de su gran obra. Si no la completaba de nada habría servido su sacrificio. Su libro merecía ser apreciado por todos, traducido a la totalidad de los idiomas para que el mundo entero reconociera su talento y si aquel maldito carcamal perecía en el intento a medio relato, todo habría sido en vano.
Tal como esperaba, el anciano murió. Le falló el corazón y su cabeza se desplomó sobre la novela. La piel blanca como el papel, sus venas y arterias secas de sangre.
La muchacha llamó repetidas veces a la puerta sin obtener respuesta, era ya tarde y su padre nunca permanecía tanto tiempo despierto.
Abrió despacio y entró en la dependencia con pasos furtivos. Sus ojos tardaron un poco en adaptarse a la escasa luz. Las pupilas se le dilataron al máximo y una expresión de horror le deformó su hermoso rostro en una mueca de histeria.
Corrió gritando hacia donde se hallaba el cuerpo sin vida de su padre. Lo abrazó llena de dolor, sus sollozos podían escucharse en toda la casa, pero nadie acudiría, vivían solos.
Fue entonces cuando reparó en el manuscrito abierto por sus páginas en blanco. Se maldijo a sí misma por haber comprado aquel nefasto regalo, al que atribuyó sin dudarlo la reciente desgracia. Lo asió con ambas manos, levantándolo en un ademán colérico con la intención de arrojarlo al fuego de la chimenea. No pudo hacerlo, algo la impulsó a detenerse, la atrapó la curiosidad y un irrefrenable deseo de echarle un vistazo. Tomó asiento al lado del cadáver olvidándose de él por completo. Al abrir el libro quedó extasiada de inmediato. De nuevo el mismo ritual, las letras tomaban forma a medida que extraían su sangre.
Tal como le había asegurado el buhonero no había nadie en la casa. Una moneda de oro por un asqueroso libro era un buen trato, un trabajo fácil. Lucas escudriñaba atentamente todas las dependencias por las que pasaba en busca de joyas o dinero. Los dueños del lugar eran ricos sin ninguna duda, podría sacarse unas cuantas monedas más robando algunas cosas de valor. Se encontró los dos fiambres uno junto al otro.
—Mercachifle hideputa. —Pensó para sus adentros, en la convicción de que el inquietante comerciante le había preparado una encerrona.
Permaneció alerta y en silencio unos minutos que se hicieron eternos, pero no hubo sobresaltos, no apareció la guardia para arrestarlo.
Respiró hondo intentando tranquilizarse. Sobre las manos de una joven se encontraba el libro, era tal como lo describió el buhonero. Estaba abierto por sus páginas centrales, Lucas miró las cuartillas y estas de inmediato empezaron a llenarse de extraños símbolos. El pícaro era analfabeto, sin hacer mayor caso lo cerró y guardó en un zurrón el grueso volumen. Se hizo con una sábana, la expandió sobre el suelo y empezó a depositar sobre ella todo aquello que consideró de valor. Fue entonces cuando la reconoció, era la joven del mercado, pero ahora estaba blanca, de una palidez que le daba la semejanza de una muñeca de porcelana.
Vestía el mismo bonito vestido que lucía por la mañana, realmente debía de ser muy caro. Sin pensarlo dos veces la desnudó y arrojó las ropas sobre la sábana junto a candelabros de plata y algunas otras baratijas que había reunido. Hizo un enorme hatillo y se dispuso a huir del lugar, entonces miró el cadáver de la joven. Lo había dejado tendido sobre el suelo, ahora le prestó más atención. Era realmente hermosa, aun con la piel totalmente falta de color. El negro vello de su pubis resaltaba sobre la piel blanca y sus senos, pequeños pero redondos y firmes, lo enfermaron de lujuria.
Repicaron por cuatro veces las campanas desde el campanario. Las cuatro de la madrugada, aún faltaban un par de horas para el amanecer, tenía tiempo.
El buhonero no quiso saber nada del resto de mercancía que le ofrecía el pícaro, tan solo se interesó por el libro. Una moneda de oro, ese fue el pago tal y como habían acordado.
—Ven a verme esta tarde cuando empiece a oscurecer, tengo más trabajos para ti.
Lucas se alejó del mercado, el enorme fardo que acarreaba sobre la espalda era demasiado sospechoso, ya buscaría un perista, pero ahora debía ocultar el botín en su mugrienta choza.
Vestía el elegante uniforme de capitán de la guardia. En su cinto el florete y dos pistolas. Altivo y orgulloso, arrojó con desprecio el real de plata a la cara del buhonero que lo atrapó al vuelo.
—No se arrepentirá gentil caballero, le aseguro que es un libro muy bueno. Le enganchará desde el primer capítulo, le atrapará en cuerpo y…alma.El comerciante le regaló una amplia e inquietante sonrisa, pero el soldado no reparó en ella. Cogió el grueso libro y se alejó sin brindarle siquiera un saludo de despedida.
—Este es fuerte y robusto. —Pensaba el espíritu atrapado del escritor. —Leerá mi obra y sacará a la luz todo mi ingenio, el mundo tendrá que reconocer por fin mi talento.
Al anochecer se presentó tal como habían convenido. Cuando el comerciante le informó de su nuevo objetivo, el pícaro no disimuló su satisfacción.
La casa del capitán de la guardia estaba en silencio, Lucas se lo tomó como un reto personal y no pudo menos que reír complacido, cuando lo encontró tendido como un pelele de trapo, blanco, con los ojos desorbitados y la boca abierta.El capitán había encerrado varias veces al bribón por hurtos menores y a punto estuvo en una ocasión de mandarlo a galeras. Gracias a su labia, a su habilidad para humillarse delante del juez, burló la condena.El libro estaba abierto por las últimas páginas, lo recogió y lo guardó en su zurrón sin prestarle mayor atención, sin hacerse preguntas.
—¿Qué ha sido del graaaan capitán? ¿Dónde están ahora tus modales de caballerete? ¿Qué fue de tu distinguiiidoo porte, de tu chulería de mierda?
Escupió sobre el cadáver, pero no le pareció lo suficientemente vejatorio, así que se bajó los calzones y orinó apuntando a la boca abierta.
Desvalijó la casa y de nuevo reunió sobre una sábana todo lo que consideró de valor.
Tampoco esta vez se interesó el buhonero por otra cosa que no fuese el libro y Lucas escondió la carga en su cubil.
No era día de mercado y el comerciante tuvo que instalar su carromato a las afueras de la villa. Muy pocos se acercaron a echar un vistazo a sus mercancías y ninguno se interesó por el libro. El buhonero no se inquietó por ello, su paciencia era “eterna”.
Durante todo el día no se habló de otra cosa en la villa que no fuera el macabro incidente de la casa del notario. De cómo los habían hallado a él y a su hija muertos, sin una gota de sangre, pero libres de heridas. Lo más escabroso, lo de la pobre muchacha, la encontraron totalmente desnuda, tendida en el suelo y al parecer la había poseído.
La imaginación de aquellas gentes, analfabetas y supersticiosas, era sorprendente. Se hablaba de brujas, de vampiros, de demonios. Todos estaban aterrados, y mucho más desde que aquella misma mañana había aparecido el cuerpo, en las mismas condiciones, del mismísimo capitán de la guardia. El burgomaestre había escrito una carta al inquisidor de la comarca y otra al señor conde pidiendo más soldados. La histeria se había desatado.
El buhonero los observaba divertido y en el interior del libro el alma del escritor se desesperaba. Ni tan solo aquel fuerte oficial había sido capaz de concluir su obra. Ahora ya no estaba solo, perdidas, sin conciencia de lo que realmente les había pasado, gemían padre e hija junto al soldado.Cuando estaba a punto de recoger los aperos apareció el palanquín transportado por dos fornidos mozos. Eran dos espléndidos ejemplares, unos auténticos atletas, pero se les notaba agotados.
Cuando descendió del habitáculo aquel individuo de carnes flácidas, de una obesidad mórbida desproporcionada, el buhonero comprendió la falta de aliento de los porteadores.
El gordo vestía ropas ostentosas, las manos, dedos y cuello estaban engalanados por joyas de todo tipo, sin embargo, aquel mezquino intentó regatear el precio del libro.
—Un real de plata, gentil caballero, ese es su precio. Ni más, ni menos.
Los fornidos mozos depositaron el palanquín suavemente en el suelo, uno de ellos se apresuró a abrir la puerta. El señor obispo descendió lentamente, más que andar, parecía arrastrar su cuerpo y tomaba aliento a cada paso.
En la entrada de su mansión esperaba el servicio, el ama de llaves y un jovencito de mirada triste. El zagal vestía elegantes ropas, pero no se ajustaban a su fino cuerpo, estaba claro que correspondían a las medidas de un anterior dueño.
Los porteadores recogieron el palanquín, ahora si corrían ligeros y aliviados hacia el gran patio central, donde se encontraban las cuadras junto con las dependencias de los criados de más bajo rango.
El ama lo acompañó al salón donde el gordo prelado tenía su despacho. Apoyaba su peso en el hombro del muchacho, al parecer hacía las funciones de báculo, su rostro carecía de expresión alguna.
El despacho estaba rodeado de estanterías y estas repletas de libros lujosamente encuadernados, pero si alguien se fijaba detenidamente, no le sería difícil comprobar que apenas ninguno de ellos había sido abierto nunca.El gordo se dejó caer sobre una amplia butaca, convenientemente acolchada con cuantiosos cojines. Depositó el libro en la mesa. Observó durante un instante la cuidada encuadernación y el sugerente título antes de decidirse a abrirlo.
Inmediatamente las palabras empezaron a tomar forma, con aquel tono rojo violento y brillante. Tampoco el obispo pareció preocuparse por aquel fantástico fenómeno, se limitó a empezar a leer como si nada.
El escritor estaba defraudado, aquel tipo casi no podía respirar por culpa de su desmesurado sobrepeso. Imaginó que su corazón estallaría antes de llegar siquiera al tercer capítulo.
Pasaban las horas, y para regocijo del autor, su nuevo lector continuaba vivo.
Casi había llegado al ecuador de la novela. Como los anteriores, no podía parar de leer, lo hacía de forma compulsiva. A cada página, las palabras se dibujaban en sangre ante la ávida mirada del obispo.
Pronto perdió la esperanza el escritor, el gordo ya estaba completamente pálido, sus labios morados y su respiración cada vez era más acelerada.
Empezaba a ser tarde, muchas horas forzando la vista en la lectura, pidió que le trajeran algo para iluminar con más claridad el salón. El ama de llaves no tardó en aparecer con un candelabro de 8 velas en la mano. Lo dejó sobre el escritorio y se sobresaltó al comprobar de cerca el mal aspecto de su señor.
Estaba desfallecido, su agotamiento no pasaba desapercibido al escritor que se desesperaba. Tres cuartas partes de su gran obra ya habían pasado página, pero no daba la sensación de que el gordo pudiera continuar por más tiempo, y así fue.
Dejó el libro abierto sobre la mesa y se tumbó en el respaldo de la silla, desabrochó los botones del cuello de su camisa de seda en busca de facilitar el camino del oxígeno a los pulmones. Intentó inútilmente levantar la voz, solo un susurro salió de su garganta, pero el ama apareció.
Preocupada por la salud de su señor, no lo había perdido de vista en todo el tiempo.
El gordo pidió la cena, eso tranquilizó a la anciana mujer, se había hecho muy tarde y el obispo, jamás en los muchos años que llevaba a su servicio, se saltó una cena.
La mesa se llenó de sabrosas viandas que el gordo devoraba acompañadas por un buen vino. Zampaba casi sin masticar, tragaba enormes trozos de carne que agarraba con la mano prescindiendo de cualquier cubierto.
Poco a poco empezó a recuperar el color. Cuando se sintió mejor retomó la lectura.
El escritor desde su encierro montó en cólera, aquel cerdo estaba manchando con sus dedos grasientos su preciado texto.
Se tranquilizó, parecía que el tipejo había recuperado las fuerzas y ya le quedaban muy pocas páginas para llegar al sorprendente final de su extraordinaria novela. —Solo un poco más. —Pensaba el escritor. —Solo unas páginas más.
El obispo no dejaba de comer, soltó algún que otro eructo, pero continuaba leyendo y eso es lo único que importaba.
El escritor estaba convencido, de que cuando hubiera completado la lectura, aquel tipo saldría corriendo arrastrando todo su tonelaje hacia una imprenta con el encargo de editar muchas copias de su fantástica novela. Pronto el mundo lo conocería y respetaría como merecía.
El gordo se detuvo, el escritor no entendía el motivo. Apenas quedaban 15 páginas para el final y aquel cretino cesó de leer.
Se ladeó en la silla alzando las posaderas y soltó un sonoro y prolongado viento. Cogió por el hueso un muslo de pavo que devoró de dos bocados.
De nuevo tomó el manuscrito, lo miró unos segundos.
El autor estaba perplejo y expectante. —¿Qué demonios pasa ahora? — El obispo cerró el libro al tiempo que exclamaba. —¡Menuda basura!
Lo arrojó al fuego de la chimenea.
El manuscrito se consumió enseguida y el alma del escritor sintió como las llamas, en una especie de anticipo del infierno que les aguardaba, también lo devoraban a él y a los desafortunados lectores allí atrapados.
El obispo se quedó dormido, en la mesa los restos de lo que parecía había sido el banquete de muchos comensales.
Lucas apareció una hora antes de que amaneciera, se coló en la mansión sin dificultad siguiendo las instrucciones del buhonero.
Al llegar al despacho lo encontró recostado en un sillón, era un tipo gordo, tenía los ojos cerrados y la boca muy abierta.
El truhan buscó por todos los rincones el libro sin resultado.
No tardó en desistir en el empeño. Aquella mansión era muy lujosa y sin duda podría sacar de allí un botín mucho mejor que la asquerosa moneda que le ofrecía siempre el extraño comerciante por aquel libro.
Se fijó en las joyas que lucía el gordo.
Pensando, que al igual que los otros también estaría muerto, intentó arrancarle los anillos sin ningún tipo de cuidado.
El obispo despertó y gritó al ver a aquel extraño intentando robarle con tamaño descaro.
Lucas no se lo esperaba, pero no se dejó amedrentar, sacó una gran navaja de su faja, desplegó la hoja y le rajó el cuello de oreja a oreja.
Para su desgracia, el ama de llaves, preocupada por su salud, había decidido vigilar al obispo. Vio entrar al asaltante, y sabiéndose incapaz de enfrentarse a él, corrió en busca de ayuda.
Allí apareció junto a los porteadores justo en el momento en el que Lucas mandaba al otro barrio al señor obispo.
Sorprendido, intentó inútilmente hacerles frente, los porteadores lo redujeron con facilidad.
El buhonero estaba satisfecho, ni siquiera él pudo predecir el giro de los acontecimientos. Reía sentado bajo la luna y las estrellas en mitad de la solitaria plaza del pueblo.
Realmente aquel libro era lo mejor que jamás nadie había escrito nunca en el pasado, nadie lo superaría en el presente, inmejorable en el futuro. ¿Pero qué significa eso cuando topas con la mente de un ignorante? —“Menuda basura.” —Dijo el puñetero gordo.
El buhonero soltó una gran carcajada al pensarlo, a su espalda unos pies se balanceaban.
Se levantó del banco de piedra en el que descansaba y dando media vuelta miró sonriente el cadáver del ajusticiado.
Se dieron mucha prisa en colgar al reo. El juicio fue rápido, todas las pruebas eran irrefutables. Lo sorprendieron acuchillando al obispo y al registrar su chabola encontraron los enseres de las otras tres víctimas. Todos dormirían más tranquilos esta noche en la pequeña ciudad.
Lucas parecía que lo miraba con aquellos ojos muertos y desorbitados, la lengua colgando muy fuera de la boca.
El buhonero metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda de oro y se la arrojó al cadáver.
—Tu pago, buen trabajo.
FIN.
Merci pour la lecture!
Una historia excelente que te atrapa desde el inicio con imágenes viscerales... Tinta Roja hace de este relato una obra envolvente que te absorbe párrafo a párrafo y te impide soltarla hasta llegar al final irónico y terrible. Completamente recomendada.
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