kristelralstonwriter Kristel Ralston

Dimitri habita en una realidad perversa camuflada tras la opulencia de los círculos corporativos. Es él quien marca las leyes y castigos en un mundo en el que se defiende el territorio de forma distinta: con muerte y chantajes desde las sombras. Los jefes de los sindicatos pagan sus deudas con el pasado, y honran su palabra; en el caso de Dimitri dicha deuda llega bajo el nombre de Sienna Farbelle. La mujer lo enfurece con su descaro, y Dimitri no necesita una esposa por más que el acuerdo dure solo sesenta días. Él tiene prioridades: cerrar uno de los acuerdos financieros más ambiciosos para su sindicato, Pecados de Sangre. Si para lograr su cometido debe hacer tratos sucios, y en el camino doblegar la voluntad de Sienna para acortar el tiempo de su matrimonio, entonces Dimitri Constinou está dispuesto a ello. ¿Qué importancia puede tener una mujer en la que no puede dejar de pensar, y que, sin intentarlo, parece atravesar la coraza de acero que recubre su perfidia? Sienna no ha experimentado una vida acomodada, aunque ha aprendido a elegir sus batallas inteligentemente. Todo cambia para ella, cuando un fascinante hombre de origen griego adquiere la compañía para la que ella trabaja desde dos años en Londres. En un inicio cree que se trata del clásico empresario exitoso con intereses corporativos de aprendizaje y expansión. Qué grave error. Cuando descubre quién es Dimitri Constinou en realidad, y de la peor forma, Sienna ve su mundo, tal como lo conocía, explotar en mil pedazos. Pronto, la angustia se disipa y surge la determinación de hacer pagar a Dimitri por su engaño. Si él cree que en ese retorcido matrimonio solo una de las partes tiene la capacidad de decisión, está muy equivocado; no hay peor contendiente que aquel que menosprecia al otro, y Sienna tiene toda la intención de recordarle a Dimitri esa lección.


Romance Contemporain Interdit aux moins de 18 ans.
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PRÓLOGO


Sin ninguna prisa, Dimitri Constinou avanzó hasta el mini-bar que ocupaba una discreta esquina en su amplísima oficina de Manhattan y se sirvió un coñac. Sus dominantes ojos azules observaban con indiferencia al hombre cómodamente sentado en el sillón de cuero. Le habría ofrecido una bebida, pero no era dado a las cortesías sociales, y aquella tampoco era una visita cualquiera; lo llevaba muy claro. Esa mañana debió tomar un avión hacia su Grecia natal, sin embargo, esa reunión lo instó a reacomodar su plan. No porque le pareciera importante la presencia de Anksel, no, sino porque le debía un favor, y Dimitri pagaba las recompensas, así como también cobraba sus deudas sin un ápice de arrepentimiento o escrúpulo.

—Tu corporación ha crecido más en los últimos dos años —señaló el visitante. Vestía de manera elegante, aunque no conseguía un efecto distinguido, sino más bien siniestro.

Anksel se frotó la barba canosa, mientras su expresión calculadora estudiaba el entorno. Esa era la primera ocasión que estaba en las oficinas centrales de Constinou Security, una compañía que ofrecía servicios de seguridad digital y también personalizada a través de agentes operativos. El alcance de los tentáculos corporativos de la empresa de seguridad llegaba hasta las principales capitales del mundo, en especial las que poseían muelles para el comercio internacional, y cuyos controles fronterizos aéreos y terrestres eran vulnerables a los sobornos.

Dimitri asintió, y después bebió un largo trago. Regresó hasta su escritorio, y acomodó el cuerpo contra el respaldo de la silla. Dejó el vaso a un lado, después miró fijamente a su interlocutor. Podían haber transcurrido años, pero los únicos signos de envejecimiento de Anksel eran el tono del cabello y la falta de este en la coronilla. El brillo perverso y siniestro que danzaba en esos ojos negros permanecía intacto. A otra persona, esa mirada le habría causado temor, pero Dimitri había atravesado en varias ocasiones el umbral entre la vida y la muerte, y ya nada lograba afectarlo.

—Creía que no volvería a verte —dijo con aburrimiento.

Anksel sonrió con malicia.

—Así habría sido de no haberse presentado una situación… particular —dijo en tono críptico—. Los capos no hacemos solicitudes.

—Pedimos, y nos conceden —coincidió Dimitri. Anksel asintió—. Así que, dado que ambos tenemos negocios que atender, abreviemos, ¿cuál es el motivo de esta visita?

La mafia calabresa y la griega no eran enemigas, y Dimitri pretendía que la situación continuase de ese modo. No era ajeno a los baños de sangre, y si tenía que propiciarlos, lo hacía; sin embargo, un enfrentamiento, de momento, iría contra su objetivo principal para los próximos meses. Estaba reuniendo toda la información necesaria para expandir su alcance e incursionar en el contrabando de piezas arqueológicas.

Él lideraba Pecados de Sangre, el grupo más grande de griegos en el extranjero, y el más indómito en sus métodos de expansión y protección territorial. Dimitri era conocido por la cantidad de personas que había degollado desde que encontró a su padre en Atenas, y este, al reconocerlo como su hijo, le heredó el cargo sucesorio. Su cuchillo era la herencia que pasaba de un jefe a otro, y solía tener el mango recubierto de oro; lo llevaba consigo la mayor parte del tiempo. Los hombres que custodiaban sus espaldas solían ir armados a diario con AK47 y 9mm, pero otra clase de armas de grueso calibre estaban almacenadas en bodegas estratégicas en diversas ciudades en las que Dimitri tenía negocios. Simple precaución.

Con el paso de los años, se volvió más ambicioso y ahora dominaba la zona griega en Manhattan, Toronto, Londres y Budapest. Para monitorear cada zona continental tenía un sistema que utilizaba tecnología de punta y que había sido desarrollado especialmente para Constinou Security, por eso no estaba disponible en el mercado; era una de las ventajas de poseer mucho dinero. Los hombres que trabajaban para él, si querían mantener la cabeza sobre los hombros, sabían que una mentira equivalía al inicio de un calvario que no solo podía acabar con sus fútiles existencias, sino también con la de aquellas personas cercanas en sangre y afecto. Esa era la vida que habían aceptado a cambio de una paga muy alta, así como el acceso a privilegios que un empleado promedio jamás alcanzaría; una vez que entablaban un acuerdo con Pecados de Sangre, no había salida.

Las autoridades difícilmente perseguían a Dimitri, porque no solía dar motivo para generar sospechas; y su compañía de seguridad mantenía todos los lineamientos legales que encubrían aquellos acuerdos fuera de la ley. Además, Constinou Security generaba una alta contribución financiera a organizaciones sin fines de lucro en Manhattan. Los miembros de la mafia griega solían ser más discretos y eficientes que aquellos capos sobre los que disfrutaban haciendo películas en Hollywood. La notoriedad pública fuera de su país natal, Grecia, era garantía de una ruina más cercana y vergonzosa a la luz pública.

En Creta, Dimitri había asesinado, siete meses atrás, al líder de la organización que solía cobrar los tributos por prostitución, alcohol y drogas; lo hizo con dos disparos certeros en la cabeza; vengó una afrenta. Christos Karimides tuvo la errada audacia de retarlo a un combate cuerpo a cuerpo, además de insultarlo diciéndole que era un jefe incompetente. Nadie lo desafiaba, ni elegía cómo combatía, si acaso decidía hacerlo.

Disparó con impecable precisión, y con la certeza que brindaba la práctica. La policía griega, por supuesto, ni siquiera apareció en los alrededores. Los encargados de retirar el cuerpo de Christos fueron los hombres de este y que, al final de ese mismísimo día, le juraron lealtad a Dimitri. Él despreciaba a los proxenetas, porque no creía que ningún ser humano merecía ser traficado como si fuese mercancía de quinta categoría. Ni tampoco en calidad VIP.

Quizá era un señor del crimen, pero su protocolo de acción no incluía trata de blancas. Desde aquella tarde del asesinato nadie, nadie, se atrevía a cruzarse en su camino o enfrentarlo como si fuesen sus iguales; no lo eran, y que poseyeran el respaldo de un grupo de seguidores o tuviesen el poder sobre un territorio, tampoco los ponía a su mismo nivel.

La residencia habitual de Dimitri era Estados Unidos, y usaba la tapadera de su compañía de seguridad para no tener que lidiar con la policía norteamericana cuando trabajaba en su verdadero negocio: contrabando y ajuste de cuentas. Sin embargo, en Skiathos, Grecia, estaba su bastión principal y en el que solía pasar gran parte del año. Todos conocían a qué se dedicaba, pero él era el dueño de la mayor parte de los negocios en la paradisíaca isla ubicada en el Mar Egeo. Los pobladores le rendían reverencia y atenciones, porque era impensable no hacerlo, pues él proveía empleos, una paga justa, y las familias estaban protegidas de otras mafias que pretendiesen ingresar a la zona.

Dimitri sabía que su equivalente jerárquico, en una de las organizaciones italianas más peligrosas, y que manejaba los negocios de la ‘Ndrangheta en gran parte del territorio inglés, estaba en Nueva York para cobrar la deuda pendiente contraída años atrás. No hallaba otra explicación para que Anksel estuviese en Estados Unidos, en lugar de disfrutar en alguna de las tantas propiedades que poseía en Europa.

Ningún hombre, no en las condiciones de su entorno, extendía la mano a otro sin un motivo oculto o un interés particular; y claro, ninguno de esos motivos o intereses estaba en la línea de lo que se consideraría legal. Al menos desde el punto de vista del ingenuo y común ciudadano. Cuando empezó a involucrarse más en las escalas del crimen organizado, las sospechas de que Anksel lo había estudiado con antelación previo ese encuentro en Grecia cobró fuerza. Se preguntaba qué iría a pedirle a cambio de haberle salvado la vida casi una década atrás. El curso que tomaría la conversación de esa tarde marcaría un precedente.

A pesar de haberse encontrado esporádicamente en fiestas alrededor del mundo, Anksel jamás hizo amago de recordarle que había una deuda por recaudar. ¿Por qué ahora?

Cuando conoció al italiano-británico, Dimitri tenía una mochila llena de droga que había cometido el error de hurtar a un peligroso vendedor de Mykonos, golpes en todo su escuálido cuerpo, y un alto nivel de desesperación para tratar de sobrevivir. Anksel Farbelle era parte de una dinastía peligrosa en el bajo mundo de Gran Bretaña, representante legítimo del Don de Calabria, pero ya no poseía el mismo alcance de influencia de sus inicios. Sin embargo, el respeto que se había ganado permanecía intacto.

El rumor de que Anksel estaba a punto de retirarse como cabeza de la famiglia Farbelle para dejar el “negocio” a cargo de su hijo mayor, Pietro, persistía tras las cortinas de humo que creaban polución en el mundo de la mafia. Los buitres empezarían pronto a deambular de forma más agresiva para tratar de sacar partido de la aparente debilidad de un “colega”.

—El día en que te enteraste quién era tu padre biológico, la vida tal como la conocías cambió —replicó Anksel a cambio.

—Si no hubiera sido apresado, y uno de los hombres que estaba conmigo en la celda no hubiese hecho la asociación física con Laslos Constinou, entonces que me sacaras de la calle no habría surtido ningún efecto —lo miró con fastidio. ¿Acaso creía que tenía ganas de entablar un recorrido por la calle de los recuerdos? «Jodido viejo que empezaba a chochear».

En el exterior del gigantesco edificio de Constinou Security, al abrigo del ruido y la urgencia de miles de ciudadanos por acabar la jornada laboral, el sol empezaba a dejar rastros de tonalidades naranjas y violetas en el cielo. Pocos eran los privilegiados que tenían la oportunidad de observar ese peculiar escenario con la conciencia plena de que poseían una influencia especial sobre la sociedad; sobre aquel cúmulo de hormigas obreras; marionetas.

Dimitri era un hombre que había aprendido a tirar de los hilos correctos para abrirse paso en la podrida esfera social en la que se movían impresionantes fortunas, y en la que cualquier conciencia o voluntad tenía un precio. A los treinta y cuatro años era el lazo más fuerte del crimen organizado de Grecia en el mundo.

De padre griego y madre norteamericana, prefería viajar y monitorear personalmente sus clubes nocturnos y restaurantes. Era el único heredero de Laslos Constinou, un temido asesino a sueldo y traficante de armas que durante décadas aterrorizó varios países de Europa del este. Cuando Laslos cayó en manos enemigas y fue acribillado a plena luz del día en Polonia, Dimitri ya estaba bajo un régimen de entrenamiento. La ascensión del nuevo líder no tardó en darse, y poco a poco, cobró respeto en Pecados de Sangre.

Él tenía una hermana, Caliste, pero esta no quería tener vínculo con los recuerdos de haber vivido la infancia en una casa que se llevaba con vileza y perfidia. Al ser mujer en un entorno machista, no podía ser heredera del legado de Laslos, así que resultó un gran alivio para ella el día en que Dimitri llegó a la casa y su padre lo reconoció, además de darle el apellido Constinou. En la primera oportunidad que tuvo, Caliste pidió la bendición de su hermano, y este le concedió la libertad de vivir en Londres y elegir una nueva identidad.

A Dimitri le gustaba disfrutar de los excesos que la posición que había alcanzado, no sin las cicatrices que marcaban su cuerpo ni la sangre que había derramado, le ofrecía. Su naturaleza era indómita, y la facilidad en el manejo de cuchillos, revólveres y artes marciales, eran una combinación letal. Para él, la adrenalina que implicaba torturar o desangrar a un ingrato le parecía lo más normal de la vida; tan normal como estimulante resultaba el escenario previo a penetrar el coño húmedo de una mujer, a quien olvidaría en el instante en que su semen fuese expulsado de su cuerpo.

Tenía una opinión muy baja de las mujeres.

Su madre había sido el artífice en esa particularidad, y ninguna de sus amantes conseguía instarlo a reconsiderar su postura; de hecho, parecían exacerbarla. Las penurias que experimentó durante su infancia, hasta que tuvo los cojones para escapar y empezar a deambular por las calles de las diferentes islas que componían Grecia, fueron causadas por la negligencia y el abuso de su progenitora. Su hermana menor vivía en Londres, a salvo de las garras de la mafia, aunque no ignorante de que tenía que estar siempre alerta. La relación con ella era limitada, pero existía; si uno de los dos hermanos tenía que cargar con los pecados de su familia ese era él, no Caliste.

Dimitri solo confiaba en dos personas: sus mejores amigos desde las ingratas calles de Grecia. Corban y Arístides. Cuando se convirtió en jefe, los reclutó. Los dos habían respondido con inquebrantable lealtad todos esos años. Ahora, ambos coordinaban los entresijos del tráfico de armas en los Balcanes, España y Francia. Un mundo complejo, pero ninguno de los tres conocía una realidad distinta.

Corban Zabat era el segundo al mando, poseía un cerebro matemático similar al de un genio y se encargaba de programar los sistemas de seguridad. En el caso de Arístides Katzaros, el consejero legal de Dimitri, este hablaba cinco idiomas —sabría Dios en qué tiempo logró tal sapiencia—, además de comprender muy bien el funcionamiento de las leyes de comercio en los puertos en los que Pecados de Sangre operaba.

Dimitri no era un hombre que apareciera en los periódicos o revistas; le gustaba trabajar en la sombra, y si era imperativo, a regañadientes, asistía a alguna de las estúpidas galas o fiestas de sociedad. Entre sus habituales quehaceres tenía el evitar que algunos tratasen de pasarse de listos pretendiendo evadir el pago del tributo correspondiente al atravesar mercadería en los puertos marítimos que le pertenecían. El proceso le parecía interesante, porque podía emplear diferentes métodos para pillarlos. Sin embargo, nada resultaba tan estimulante como pillar a las mulas y policías corruptos tratando de estafarlo. Se movía con sigilo y sus tácticas eran tan brutales como imperceptibles. No tenía misericordia. ¿Por qué habría de prodigarla cuando aquella era una tarea de otros?

Sobre su forma de vida se especulaba siempre; en unas ocasiones se exageraba, y en otras, se acertaba. Solía susurrarse sobre él en los círculos políticos y empresariales como si se tratara de una leyenda urbana. Quizá lo era, pero a Dimitri poco o nada le importaba. Lo apodaban Crack del Diablo, porque ese era el sonido que emergía cuando con sus manos quebraba irreparablemente un hueso vital en otro ser humano.

El aura de peligro que lo acompañaba, los secretos que parecían esconder sus profundos ojos azules, así como los rasgos cincelados con esmero por los Dioses Griegos, eran un imán muy potente para el sexo opuesto. Incluso aquella cicatriz en la barbilla, en una línea zigzagueante que se perdía hasta el inicio de la clavícula izquierda, parecía ser un punto de interés para las mujeres que buscaban descifrar quién era ese hombre de verdad. Una pena, porque Dimitri no tenía tendencia a entablar conversación cuando follaba; decía lo que quería, pedía lo que necesitaba, y ahí se acababa la interacción. Una vez terminada la faena en la cama o donde fuese que lo pillara el instante de lujuria, también lo hacía su interés.

—Ni tú ni yo creemos en la suerte, sino en el destino —dijo Anksel y se pasó los dedos sobre el bigote—. Aunque no estoy para dar clases de filosofía existencial.

—Mi tiempo se agota, Anksel.

El anciano hizo una mueca que, a juicio de otros, era lo más similar a una sonrisa.

—Tienes treinta y cuatro años. Pronto tu legado necesitará de un heredero que deje claro que tu territorio tendrá quién lo reclame cuando mueras. ¿Alguna de esas mujeres que pasan por tu vida tienen las cualidades necesarias para ser la señora Constinou? —preguntó —. Controlas una vasta cantidad de áreas en diferentes países, y no dudo que hayas conseguido un número de detractores considerable. Los capos nacemos con un blanco marcado en la espalda, y depende de nosotros cuidarla.

Al notar que la expresión de Anksel permanecía imperturbable, como si estuviera seguro de que Dimitri estaba interesado de verdad en sus palabras, soltó una carcajada sin humor, y meneó la cabeza con incredulidad mirando a su visitante.

—No necesitaba un recordatorio de mi biografía, aunque aprecio que te hayas tomado el tiempo de estudiar mi estatus —replicó con sarcasmo—. Cuando quiera un heredero, entonces organizaré la forma de conseguirlo sin atarme a ninguna mujer. —Se inclinó hacia adelante y entrelazó los dedos de las manos, mientras apoyaba los antebrazos sobre el escritorio—. Estoy seguro de que ocuparte de la vida personal de otros señores del crimen o padrinos de la noche, como sea que nos llames, no forma parte de tu habitual interés. ¿Qué te parece si cortas la mierda con tus preámbulos y me dices de una vez qué es lo que quieres?

Anksel sacó un cigarro, y se lo colocó en la boca. No pretendía encenderlo, más bien se trataba de un hábito. Había dejado de fumar cuando le diagnosticaron insuficiencia renal, porque los procesos de diálisis no eran compatibles con la nicotina. Aquella información médica no formaba parte de los datos que quería compartir con el joven jefe de la mafia griega.

—Líbrame de un inconveniente, y yo te libero de tu deuda conmigo. —Dimitri enarcó la ceja y bebió lo que quedaba del coñac—. Hace unos meses confirmé que tengo una hija. Los detalles carecen de importancia. El problema es que no solo me enteré yo, sino también Joe Brimbella —dijo haciendo un fascinante equilibrio, bastante natural, mientras hablaba y mantenía el cigarro en los labios—. La persona que dejó correr esa información no está en este mundo para afirmar o negar lo que estoy comentándote —dijo con una sonrisa cruel—, pero sé que es cierto.

—Il capo di tutti i capi de la Cosa Nostra —dijo Dimitri reconociendo el apellido.

Anksel asintió.

—Quiere utilizar a mi hija para forjar una alianza de sangre y abarcar mi territorio con sus influencias. La entrada de la Cosa Nostra, por unión de sangre o no, sería un gran inconveniente para mis intereses. Tengo negocios en curso.

—Supongo…

—Yo soy la mafia calabresa en Gran Bretaña, y lo último que quiero es un baño de sangre para mantener el liderazgo, mucho menos ahora que la situación en Europa es bastante jodida como para permitir que se añadan más incidencias. De haber sido el panorama externo diferente no estaría aquí en Manhattan, y ya habría tomado acciones por mi cuenta. No estamos en los años ochenta en que derramar sangre por doquier era bien visto; ahora tenemos que protegernos todavía más gracias a los jodidos sistemas de vigilancia en las calles.

A Dimitri le parecía que el tiempo pasaba más lento de lo habitual o quizá era el aburrimiento que le causaba esa conversación.

—Mmm —murmuró el griego a modo de respuesta.

—Brimbella tiene intención de ir a Londres con su hijo mayor, Enrico. El bellaco ese apenas logra sostener un arma sin que le tiemble la mano; con veintinueve años no ha sido capaz de alcanzar una reputación más que la de un blandengue —dijo con desprecio y mofa en su voz—. En mis tiempos, la valía de un capo se medía por su capacidad de arriesgarse y poner el pellejo en la línea de fuego con tal de mantener sus intereses. Joe siempre tiene que intervenir en cada situación en que Enrico participa, porque lo que mejor sabe hacer ese hijo que tiene es joder los negocios. Sé que no pasará demasiado tiempo antes de que lo asesinen por inepto, y si llegase a poner sus manos en la vida de Sienna, entonces ella quedará expuesta. Se empezarán a abrir puertas que prefiero mantener cerradas.

—Los sindicatos italianos no tienen nada que ver conmigo, Anksel.

Dimitri desenlazó los dedos y miró con suspicacia a su interlocutor. Sabía de la existencia de Enrico Brimbella, y los rumores de su falta de liderazgo solían ser punto de habladurías entre los capos a espaldas de Joe. Un sindicato como la Costa Nostra con un líder que posee descendencia débil era un blanco seguro para la insurgencia.

—Puedes evitar un conflicto innecesario, y saldar una deuda.

—¿Quieres que halle la forma de que tu hija esté a salvo en otro país con otra identidad? —preguntó con cinismo. Quería que el hombre le dijera con palabras, punto a punto, qué diantres era lo que iba a solicitar esa tarde.

—Eso puedo hacerlo yo —replicó el Anksel.

Se sacó el cigarro de la boca y lo lanzó, con perfecta puntería, en el cesto de la basura más cercano. Dimitri no se molestó en seguir el curso de la acción, porque estaba fastidiado por el circunloquio de su inesperado visitante.

—Entonces, ¿a qué esperas para ejecutar el proceso? Estás haciéndome perder un valioso tiempo. Si fueses otra persona ya estarías siendo escoltado hacia la salida.

Anksel sonrió de medio lado, y las arrugas de las comisuras de la boca se marcaron con dureza. Tenía la piel morena, y unos vibrantes ojos verdes llenos de sabiduría y maldad.

—Sienna no sabe que soy su padre, y tampoco tengo interés en que eso ocurra en un futuro cercano o lejano. Los hijos ilegítimos no tienen lugar en mi mundo, y es algo que, con el tiempo te hará bien recordarlo. Por eso, ella no forma parte de mis problemas, pero podría convertirse en uno si no tomo medidas pronto. Asesinarla no es la vía para dar por zanjado el tema con los Brimbella… A menos que me vea obligado a ello —se encogió de hombros—. Sería terrible, pero nada que esté fuera de mi modus operandi habitual.

—Tus consejos no son bienvenidos. Si tienes ganas de darlos, entonces será mejor que salgas por esa puerta o escribas un libro de consejos para hijos de los sindicatos de las regiones prominentes —dijo sin reparos. Anksel respetaba la seguridad de Dimitri como hombre de negocios, pero era una gran equivocación no escuchar a los viejos, en especial cuando habían vivido tanto tiempo entre bribones de altos vuelos—. Si quieres asesinar a esa mujer, hazlo. Me da lo mismo una vida que otra. Bastarda o legítima.

El viejo achicó los ojos.

—Cuento con una gran ventaja antes de considerar dar ese paso —dijo con calma—, y por eso estoy aquí.

—No sé cuál es la ventaja, porque entre más tiempo pasa, más cerca estará tu hija de que los Brimbella lleguen hasta ella. La única solución es que la saques con otra identidad o compres su traslado a otro continente.

—Aunque la ignorancia para Sienna es una bendición, no lo es para mí —se inclinó hacia adelante, mirando a su interlocutor con intensidad—. Lo que quiero, por haberte salvado la vida años atrás, es que te cases con ella. Ese es el precio.

Dimitri dejó escapar una carcajada.

—No sabía que la senectud te hubiese llegado tan rápido.

—Ni yo que la altivez se hubiese transformado en estupidez de juventud —replicó con acritud. Luego agregó sin inmutarse—: Quiero impedir una guerra entre familias.

—¿Insultando al líder de otra? —preguntó incorporándose.

—Será un negocio de mutuo beneficio —dijo. El tiempo corría en su contra.

—Aún encuentro difícil sacar algo positivo de esta charla —siseó Dimitri con hastío.

—Apartarás la posibilidad de que los Brimbella entren en mi territorio a través de Sienna —empezó con calma—. A pesar de que Enrico carece de las habilidades necesarias, de momento, para llevar los asuntos de su famiglia, es un muchacho bien parecido; no necesitará dinero para conquistar a una mujer si tiene un físico que hable por él, y persuasión. No conozco a Sienna, pero el hijo de Joe tiene fama de Don Juan, y dudo que sea por sus habilidades con las armas —dijo con sorna—. Salvaguardar mi territorio de los Brimbella será mí recompensa. ¿La tuya? Puedes tener un heredero. Si quieres divorciarte será tu asunto; y quedarte con la custodia del infante no sería nada difícil con tus conexiones. Los capos y los jefes griegos no son enemigos, y tampoco existiría un motivo por el que la Cosa Nostra deba saber que hemos sostenido esta charla.

—¿Qué te garantiza que no esté grabando esta conversación? Al fin y al cabo, la expansión de territorio no me vendría nada mal.

—Tú eres un tipo bastante listo, Dimitri, y sé que valoras tu pellejo.

—Espero que no sea una advertencia, porque no se me da bien aceptarlas, y ya he perdido gran parte de mi tarde escuchando tus comentarios —respondió. Que Anksel quisiera acorralarlo de aquella manera minaba su inexistente paciencia.

—Solo dejo los hechos sobre la mesa.

—Es tu hija, ¿no te importa que la descarte como a cualquier otra mujer cuando me canse de ella o me dé un heredero? Un heredero que, por cierto, sería griego y no italiano en el caso de que me interesara un descendiente adicional. Además, tú no tendrías ningún derecho sobre él o el legado que le correspondería llevar.

Anksel se encogió de hombros, y después agarró el bastón, que era más un arma que una ayuda para caminar, y observó al joven líder.

—Sienna es un nombre, y un rostro. Punto. Eso sí, te aseguro que es una muchacha bellísima, pero, aunque no lo fuese, el sexo no necesita un rostro específico cuando de saciar los impulsos se trata —dijo con crudeza—. No hay de mi lado ningún afecto paterno o interés de cultivarlo. Sin embargo, que la Cosa Nostra sepa también de esa chica transforma este asunto por completo. Yo tengo mis hijos, y nietos. No me hacen falta más integrantes en mi famiglia. Cásate con Sienna, aleja a los Brimbella de su intento de forjar lazos de sangre conmigo a través de ella, y después, cuando te hayas cansado, serás libre de tu deuda conmigo.

—¿Eso es todo? —preguntó con ironía.

La sonrisa lúgubre y siniestra apareció en el rostro del matón calabrés.

—Tu deuda quedará saldada cuando ella lleve tu anillo o tu hijo en el vientre. Cualquiera de las dos cosas que llegue primero. Ahora, es preciso que hagas este proceso creíble. Levantar la más mínima sospecha echaría por la borda mi idea de mantener la paz entre famiglias. —Dimitri enarcó una ceja—. El matrimonio debe durar al menos tres meses.

—Casarme es un punto del plan, pero aceptar un tiempo impuesto como condición adicional, implica una retribución de tu parte. Estás pidiendo más de lo que podría concederte —Anksel esbozó una mueca—. ¿Acaso pensabas que aceptaría todos tus términos? —preguntó meneando la cabeza condescendientemente.

—No estaría aquí si ese fuese el caso —replicó Anksel apretando los dedos arrugados por tanto vicios, armas y vida disoluta, alrededor del mango del bastón.

—Haces bien…

—Entonces, ¿cuál es tu precio por esos tres meses para permanecer casado? —preguntó a regañadientes.

—Quiero que inviertas ciento cincuenta millones de dólares en una sociedad.

Anksel frunció el ceño.

—¿Cuál es el propósito?

—Producción de barcos mercantes y helicópteros para el Mediterráneo.

—¿Incluido el traslado de sustancias prohibidas? —preguntó Anksel con cautela.

—No hay nada prohibido cuando yo manejo negocios —replicó Dimitri con desparpajo—. Las reglas y protocolos los marco yo, así como también la decisión de elegir qué tipo de mercadería envío de un puerto a otro. Una vez que la inversión surta efecto, te devolveré el dinero. Después, te quiero fuera del trato.

La cantidad que estaba pidiéndole Dimitri era una bagatela, aunque no por eso Anksel podría tomar el asunto a la ligera. Por otra parte, resultaba imperativo para el italiano proseguir con su plan. El irascible griego era el único jefe de un sindicato que no tenía intereses que chocaran con los suyos.

—Una vez que cumplas los tres meses de casado o bien ella esté embarazada, yo firmaré el contrato de la sociedad. Los detalles los negociemos al momento de la firma, con abogados presentes, por supuesto, porque para mí lo más importante es deshacerme del inconveniente que representa Sienna en mi territorio si Enrico la encontrase primero que tú. La estrategia que elijas para llegar a ella es tu asunto. —Extendió la mano—: ¿Tenemos un trato?

Dimitri quiso soltarle un puñetazo. Ese jodido italiano acababa de fastidiarle el día, pero al menos acababa de sacar una tajada adicional: un inversor para consolidar su expansión como líder de Pecados de Sangre. Poseía suficiente dinero, por supuesto, sin embargo, la idea de quitarle un par de millones a ese capo soberbio por tratar de dictar cómo debía manejar su tiempo con una mujer, le causaba satisfacción.

—Tienes mi palabra, Anksel. Este es mi asunto de ahora en adelante.

—Te enviaré los archivos que he recopilado de Sienna, aunque imagino que harás tu propia investigación.

—Buen viaje de regreso —dijo Dimitri a modo de respuesta y soltó la mano de Anksel. El hombre era frío como la sangre de un reptil; no lo culpaba, porque él era de la misma calaña—. Escucharás de mí, cuando sea necesario.


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