kerpevzchenko A. L. Rodriguez

Agustín es un vagabundo que a base de las monedas que le da la gente, sostiene su vida día a día. Los factores que determinan su supervivencia y las decisiones que toma lo ponen contrarreloj, lo que lo obliga a tomar acciones desesperadas.


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Confinamiento de la Subsistencia

Una vida en la que siempre dependes de algo resulta tediosa, es como tener a varias personas liderando un cargo y desconocer si realizaran su trabajo. La vida de Agustín estaba llena de dependencias.

Por su avanzada edad, aunque de todas formas no había muchas opciones, su rutina diaria consistía en pocas actividades, pero hay tres que eran fundamentales. La primera, ir por toda la ciudad mendigando unas monedas; la segunda, hacer uso de esas monedas para subsistir y, por último, dormir. Todo indispensable para poder vivir bien dentro de las posibilidades permitidas.

Las personas que estaban dispuestas a dar monedas y la intemperie son dos variables de las que Agustín dependía y hasta ahora habían estado funcionando.

Las ropas que vestía estaban, en su mayoría, descoloridas y opacas. Llevaba puesto un chaquetón azafranado rasgado en varias partes de las mangas por donde se asomaba el blanco relleno. Traía unos pantalones violetas íntegros, sin embargo, tenía manchas de grasa y de polvo por todos lados. Al igual que con su calzado, eran unos deportivos, ambos enteros, grisáceos oscuros, pero solo se trataba del polvo que lo recubría ya que se lograba ver que algún día fueron negros.

También llevaba unas prendas que sus colores aún relucían casi como nuevos de tal manera que sobresalían sobre la demás ropa descolorida: Su cabeza estaba cubierta por un gorro tejido con estambre rojo y su nuca cargaba una bufanda azulada de un tono oscuro y los extremos de ella solo pendían a la altura de su cintura.

Como cada día al anochecer, Agustín llegó a una gasolinera para ver a su mejor amiga, que le ofrecía la tranquilidad, así como la salvación, a cambio de unas monedas, su vieja conocida, la máquina expendedora. Agustín compraba en ella regularmente y ese día se encontraban de frente. Él la contemplaba mientras llevaba en sus manos la base del intercambio.

Aquella siempre lucía radiante y ese día no era la excepción, su exterior estaba revestido por un color azul metálico, un poco pálido pero muy brillante, y al acercarse se podía notar el marco rojo alrededor del vidrio, que resaltaba el interior de la máquina y a un costado se encontraban los dorados botones que permitían la interacción.

Una a una, Agustín, ingresó las monedas en la ranura hasta quedarse sin ninguna, oprimió las tres teclas correspondientes al producto, esperando que cayera en el cajón inferior para poder tomarlo, pero la máquina se quedó quieta, sin mover ni un solo fierro que la componía. La tercera variable de Agustín había fallado.

Cual adulador que pierde todo el interés, Agustín golpeó con sus manos los costados de la máquina. Al principio, eran unos golpes que solo hacían resonar el metal que los recubría, pero la fuerza fue aumentando, haciendo que toda la máquina sintiera la energía del golpe.

Agustín se detuvo y, una vez resignado, se alejó de la gasolinera y de aquella amiga con la que alguna vez confió.

La supervivencia de Agustín dependía del resultado de una ecuación, una multiplicación en la que todos sus factores eran variables y la correspondiente a la máquina expendedora contenía un cero.

Al ser de noche, la gente que transitaba las calles se vuelve mucho menor. Además, por más acostumbrado que esté, las consecuencias de estar caminando todo el día aparecían por la noche, lo que obligaba a Agustín a tomar un descanso. Buscó un espacio en la acera y se sentó en ella, y para cubrirse del frio que suele traer la noche se enrolló parte de la bufanda alrededor del cuello.

Agustín observaba a las pocas personas que caminaban a su alrededor. Iban de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y cada una se perdía en el respectivo horizonte. Parecía como si estuviesen programados, yendo de un lado para otro, inexpresivos, empeñados en cumplir aquella tarea dictada por un superior. Todos exactamente iguales.

La gente suele contar ovejas para dormir, pero Agustín solo veía a las personas y, como si fuese una técnica científicamente comprobada, comenzaba a sentir como sus párpados caían hasta cerrarlos por completo y caer en un profundo sueño.

Como niño que se despierta vertiginosamente después de tener una pesadilla, Agustín lo hizo tosiendo impetuosamente. Se encontraba tendido sobre un costado. Sentía los ojos húmedos y como si alguna gruesa membrana obstruyese levemente el paso del aire por su garganta. Después de dejar de toser, talló sus ojos y comenzó a respirar de manera acelerada. Eso significaba una cosa, su pesadilla estaba a punto de comenzar.

Con ayuda de sus brazos, Agustín trató de levantarse de la acera, pero al apoyar su peso en ellos, comenzaban a temblar, tendiendo a doblarse. Mientras se esforzaba, Agustín se percató que su gorro estaba en el suelo. Los brazos no cedieron, en tanto se ponía de pie, recogió con una mano su gorro y al estar completamente incorporado, se lo acomodó nuevamente, se desenrolló la bufanda y alineó los extremos de modo que estuvieran como siempre los llevaba.

Desde la noche anterior, Agustín sabía que el día siguiente sería difícil, solo que no sabía que lo sería de inmediato. Al parecer el planeta estaba empeorando.

Como todos los días, Agustín emprendió su caminata a través de la ciudad. Cada paso que daba aumentaba su fatiga de forma exponencial, lo que impedía que su respiración se tranquilizara. La falta de oxígeno en el aire comenzaba a notarse. Agustín se sentía como si hubiera corrido un maratón, cada paso traía las consecuencias de cien.

Después de unos minutos y con el cansancio de haber dado alrededor de 220,000 pasos, Agustín se detuvo hasta que se cruzó en su mirada, a una distancia aproximada de 15 metros, la fachada de una tienda y llamó su atención la multitud que entraba y salía de ahí. Era su gran oportunidad. Determinó su actual destino, aquella tienda.

Durante el trayecto, la respiración de Agustín se tranquilizaba, pero el dolor en las piernas permanecía. Las cosas mejoraban un poco para él. Y mientras se acercaba a la tienda, notó que las personas llevaban en sus manos el cilindro que aquellos como Agustín tanto anhelaban.

Frente a frente con la fachada de la tienda, a un par de metros de distancia, Agustín se enfocaba en la dirección en la que andaban las personas. Aquello parecía un rio. Agustín consideró mejor seguir el rumbo de la masa. Se dirigió a su izquierda, a unos cuantos metros de la tienda y caminó paralelamente a las personas mientras extendía parcialmente su brazo con la palma de la mano hacia arriba. De vez en cuando les dirigía un par de palabras, esperando que alguna de ellas le diera alguna moneda.

Conociendo el contexto, aquel momento podría colocar a cualquier espectador en un arroyo, mientras se observa a un viejo pescador tratando de capturar algún animal para saciar su inmenso apetito, pero con cada intento fallido, veía su vida más derrotada.

Luego de unos pocos y tormentosos pasos, llegó un momento, ya habiendo cruzado el frente de la tienda, en el cual Agustín se encontraba a una distancia aproximada a la que empezó. Desde ese punto, las personas que salieron de la tienda comenzaban a dispersarse, convirtiendo en caos el único camino que Agustín seguía, así que se detuvo.

Agustín dio media vuelta para mirar a la multitud que salía de la tienda, pero aquella había reducido. Aquel momento había llegado a su fin. Agustín vio su mano esperando ver un montículo de monedas y, en efecto, las tenía.

Las personas que quedaban y alguno que otro rezagado, seguían pasando al lado de Agustín, sin embargo, este ya no sentía la necesidad de apoyarse en ellas, se separó de las personas y de la zona de la tienda. Agustín caminó alejándose del área, que representó para él un refugio, un lugar en el cual recuperarse.

Habiendo pensado que solo se trató de un estúpido fallo, Agustín regresó a la gasolinera, donde tal vez se reconcilie con su vieja amiga. Al tenerla presente en sus ojos se dirigió a ella sin titubear, con monedas en mano. Durante el trayecto Agustín tosió un par de veces, pero no le dio importancia, al fin y al cabo, la tos desaparecerá, pensó. De nuevo dependiendo.

Cuando Agustín se halló, nuevamente, frente a la máquina, se acercó tanto a ella de modo que la piel de su cara estaba embarrada en el vidrio, echó una mirada ansiosa adentro, estableciendo un lazo casi indestructible entre él y lo que deseaba, una pequeña bolsa transparente con franjas amarillas y con una boquilla en la parte superior, de igual color.

Despegó su cara del vidrio de la máquina, levantó la mano que contenía las monedas y redireccionó su mirada hacia el pequeño montículo. Con la otra mano, quería tomar cada una de las monedas para calcular la cantidad de dinero que disponía.

Agustín se percató de algo. Sus ánimos se desplomaron. Había cometido un error a causa de su entusiasmo, no hizo la simple tarea de contar previamente el dinero. Finalmente lo hizo, era insuficiente.

Agustín lo vio perdido todo. Dejó caer sus monedas, colocó sus manos en los bordes de la máquina y recargó su frente en el vidrio como si ella fuese a consolar su impotencia.

Agustín comenzó a toser aún estando recargado y sintió que se aproximaba una tosida fuerte que seguramente le produciría un inmenso dolor pero que terminaría en ese instante. Movió la mitad superior de su cuerpo hacia atrás rotando su cabeza en el mismo sentido, pero en un ángulo mayor, cerró los ojos y emitió aquel par de violentas tosidas. Sintió que expulsó algún liquido viscoso y parte de él se quedó en sus dientes. Aún con los ojos cerrados, Agustín juntó saliva en su boca y la lanzó de un escupitajo hacia el suelo.

Solo era cuestión de tiempo para que la situación de Agustín empeorara, ahora su propio cuerpo se lo hizo saber.

Lentamente, Agustín abrió los ojos y vio aquel proyectil que lanzó con su boca impactado en el piso. El color rojizo de la baba embarrada lo alertó. Volteó hacia la máquina y se encontraba en el vidrio la misma grana viscosidad que comenzó a escurrirse mientras Agustín tallaba sus ojos. Al dejarlos al descubierto observó que el vidrio reflejaba sus ojos y parte de los pómulos.

Al verse, notó que sus ojos se habían teñido casi del mismo color que su saliva. Probablemente ese sea su ultimo día o sus últimas horas.

El coraje y el miedo se apoderaban de Agustín. Se apoyó con sus manos en la máquina e impactó su cabeza contra el vidrio. La fuerza del impacto lo empujó levemente hacia atrás y apreció el resultado de su enfado. Una pequeña grieta reposaba en el vidrio justo en el lugar del golpe.

Agustín necesitaba hacer algo, su salvación se encontraba del otro lado del vidrio que comenzaba a ceder sin siquiera haber tenido el propósito de hacerlo. Tal parece que su amiga lo está ayudando.

Con sus dos puños, Agustín comenzó a golpear el vidrio y después de varios la grieta incrementó su tamaño. Su fuerza en un comienzo ya era demasiado débil y daba los golpes en un intervalo cada más largo respecto al anterior, sin embargo, la roca no cede ante la gota por su fuerza sino por su persistencia.

Agustín agarró su gorro e introdujo su mano derecha en él, apoyó su otro mano en el borde superior de la máquina, emitió varias tosidas y comenzó su ronda de derechazos hacia el vidrio.

Las personas se conglomeraron a las espaldas de Agustín, volteó la mirada y observó aquel gentío, tan atentos en lo que Agustín hacía como si sus deberes hubieran desaparecido, y uno que otro que lo grababa.

Aquellas miradas, aquellos rostros con negros ojos vacíos. No se podría decir si esas personas estaban riendo, extrañados o tristes, pero algo era seguro, no estaban desesperados. Esas mascaras sobre sus caras les suponían la paz, o al menos la seguridad de estar al aire libre, al estar conectadas a un cilindro que proporciona del aire limpio. Una solución provechosa para un problema irreparable significaba la fortuna para algunos.

Lo que representaba correcto para Agustín se encontraba en cuestión, podía robar de la máquina o morir. Una fuerte tosida lo tomó desprevenido y lo despojó de aquella cuestión moral, pero trajo las consecuencias como si hubiera tomado alguna elección.

Agustín paró de golpear y colocó su mano sobre el pecho. El dolor de haber tosido desaparecía muy lento y se hacía insoportable, provocando que perdiera la estabilidad de sus rodillas. Cayó sobre ellas en el suelo al igual que su esperanza.

La respiración de Agustín se volvió rápida y observó, tal vez por última ocasión, a la máquina.

Las fuertes pisadas de alguien que corría a gran velocidad provocaron que Agustín desviara su mirada a sus espaldas, pero cuando lo hizo unas rodillas estaban tapando su horizonte y cuando alzó su mirada para ver a aquel extraño escuchó algo estrellarse contra el vidrio y sintió como algunos fragmentos de este caían sobre su cabello y sus hombros.

Cuando Agustín pudo ver claramente a la persona, observó su rostro, se trataba de un hombre joven, vestía de un traje formal de color gris, como todos los demás, y se le podía ver eufórico. Tenía en sus manos el cilindro metálico conectado aún a su máscara, lo había usado para romper el vidrio.

El extraño miró a Agustín tratando de advertirle con un gesto que ahora es su turno de actuar, logró captar el mensaje y trató de ponerse de pie, pero los brazos no tenían la fuerza suficiente para levantar su cuerpo. Nuevamente, aquel sujeto ayudó a Agustín a levantarse tomándolo del brazo.

Agustín ingresó la mano que no llevaba el gorro dentro de la máquina con cuidado de no cortarse con alguno de los vidrios sobrantes en los bordes y sujetó aquella bolsa que había fijado con la mirada.

Con rapidez, pero igual de cuidadoso, Agustín apartó su mano del interior de la máquina y se llevó a la boca aquella bolsa de plástico, poniendo la boquilla entre sus labios.

La mano le temblaba mientras apretaba con sus fuerzas restantes la bolsa, a la vez que aspiraba por la boca el contenido.

Cuál adicto que consume una dosis después de mucho tiempo, Agustín inclinó su cabeza hacia atrás al terminar de aspirar, sintiendo gran alivio y satisfacción mientras dejaba caer la bolsa de plástico.

Unas luces rojas y azules hicieron su aparición, al fin y al cabo, Agustín había cometido un robo.

Agustín seguía haciéndose hacia atrás buscando echarse al suelo, se mantenía en su estado placentero. Y mientras se echaba de espaldas, se ponía el gorro nuevamente

Aquel extraño que lo auxilió se volvió a colocar la máscara, debido a que estaba experimentando sutilmente lo que Agustín sufrió al iniciar su día.

Finalmente, Agustín cayó en el suelo con una leve sonrisa dibujada en su rostro que mostraba su actual paz.

El extraño aún seguía firme al lado de Agustín y el policía se hizo presente en la escena, también tenía su cara oculta detrás de una máscara conectada a un cilindro metálico.

14 Décembre 2019 00:54 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

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