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La leña arde. El agua hierve. El reloj respira. La casa está absorta en su cotidianidad pero ella, ella está afuera mirando a un perro envuelto en la oscuridad. Observa su andar sigiloso, su movimiento apaciguado, su olfato alterado, pero no ve sus ojos. El perro desaparece. Intrigada, cruza la portera y lo comienza a buscar.

Su respiración se acelera. Siente calor en una noche de invierno y la leña ardiendo, el agua hirviendo no son un peligro en ese momento. Mientras los árboles rugen, ella se olvida de dónde está, no observa por donde va, sólo camina. Dos cuadras más adelante comienza a escuchar el mar. Las olas y las hojas se funden en una pelea sin igual pero sus oídos sólo se concentran en un sonido.

Lo escucha.

Camina más rápido. Dobla a la izquierda, a la derecha, a la derecha y vuelve a doblar. El pedregullo comienza a colarse entre sus dedos. Camina más rápido, más RÁPido, más RÁPIDO.

Sus pies se ahogan en frialdad.

Fría y suave, la arena es el bálsamo para los pies lastimados de una mujer que busca sin cesar. De cara al mar, al fin lo ve.

Él está con las patas en la orilla. Ella camina, lento, y lo mira, fijo. Sus pies mojados al fin respiran aliviados. Ella mira a los ojos que, hasta ahora, no había podido ver; pero cuando estira su mano, todo lo que toca es agua.

Y ahí, sólo ahí, entendió. Y sonrió. Y volvió.