Armida se despertó temprano ese día. Su hija no iba a volver hasta tarde así que tenía tiempo de hablar con su fallecido esposo, Raúl. Se llevó la taza de café al jardín trasero, y abrió el pequeño mausoleo. La vecina estaba husmeando, pero Armida se arrancó un diente y lo disparó con sus dedos. Eso la mandó horrorizada de vuelta a su casa.
Empinó la taza y dejó salir un pequeño gas antes de rascar la tierra suave con las uñas y sacar el cráneo de la tumba abierta bajo el mausoleo. Comenzó a platicarle sobre las cuentas de la luz con el abuso de Elenita cuando prendía el clima de la casa por horas y la imposibilidad de encontrar nigromantes serios como él, y que no solo estuvieran “experimentando” en la magia negra.
En la sala de su casa, Armida puso el cráneo con el parietal al suelo, y tomó un ciempiés negro y brillante: lo hizo puré entre sus dedos y embarró el interior. Luego soltó vinagre y bicarbonato, dejó caer saliva de su boca y removió la carne de una pierna de pollo cruda. Con el hueso de pollo molía todo, y mientras, agregaba ojos reventados de sapo y tierra del mausoleo. Ante el encantamiento comenzó a subir un humo espeso y esmeralda, y los nervios y tendones comenzaron a formarse lentamente alrededor del cráneo.
La puerta se abrió de par en par.
Elena estaba bajo el dintel, con un chico guapo y más alto de la mano. Antes de que sus ojos espantados pudieran reaccionar, Elenita le escupió en la frente y luego arrastró la saliva con sus dedos encima de sus párpados y sobre su cara. El muchacho quedó en trance.
- ¡Mamá!
Elena pateó el cráneo de líquido espumoso. La señora Armida corrió tras la cabeza de su esposo.
- ¡Elena! ¿qué te pasa? ¡No patees a tu papá!
La chica tomó por los hombros al chico y lo empujó dentro de la casa, saltando insectos secos y polvos vudú.
- ¡Osea, ya te había dicho que iba a tener visitas!
Armida recogía torpemente los frascos que ella pateaba.
- M’ijita, pensé que me habías dicho que ibas a salir, discúlpame.
- ¡Pues sí, pero salir salir, no salir de estar afuera! ¡Ya sabes que siempre los trai-
La puerta de su cuarto azotó. Armida se recogió el pelo con una lengua de sapo, viendo el pasillo vacío por donde hace tanto su niña corría, trayéndole a papá Raúl ampolletas de sangre coagulada y dedos podridos. Su Elenita, que le pedía consejo y amarres arcanos para el niño que le gustaba, ahora solo hablaba en dos volúmenes: grito enojado y monosílabos fastidiados. ¿Qué voy a hacer con ella, Raúl? conversó en su mente con la cabeza, a la que ya le crecía pelo sobre la piel gris y comenzaba a balbucear. Ese muchachito la trae como zombi pensó, recogiendo sus ingredientes.
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