wereyes W. E. Reyes

Un accidente será el catalizador para encontrar la esencia de lo que importa. En este último día ¿cuál será el deseo de tu voluntad?


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El último día

Un zumbido crepitante penetró en mi oído izquierdo y quedó retumbando en mi cabeza un par de minutos. Vi una brillante luz al final de un largo camino, como un faro en la más oscura noche, era la luz del foco de mi motocicleta reflejado en la brillante cubierta de un camión volcado… Frené y sentí un chirrido de neumáticos detrás mío, luego un fuerte golpe que me dejó inconsciente.

“Ya no estás para motos… estás viejo”, recordaba lo que me dijo mi primo cuya opinión ignoré.

Desperté y solté un grito ronco como un cisne que da su canto de estertor. Permanecía atrapado a la altura de la cintura entre el automóvil y el camión. Vi al conductor, que me había chocado, al frente mío con su garganta cercenada en el parabrisas.

Supuse que era mi fin, y que agonizaba, porque me sentía mareado y conmocionado. No sentía mis piernas, estaba casi cortado en dos. Entonces lo vi aterrizar envuelto en un remolino de polvo negro. Se sentó al lado del accidente, me miraba con un ojo, giraba la cabeza y me volvía a mirar con el otro.

—¿Quién eres? —pregunté.

—¿Quién quieres qué sea? —respondió él.

«He estado volando desde que nacieron los hombres, mis alas están cansadas, sin embargo el apetito de la humanidad no tiene límites. Dónde haya aquel que desee, en su último momento, lo que la esencia de sí mismo quiera... estaré yo».

Escuchaba sus pensamientos, tal vez era mi imaginación o sólo un desvarío mental.

—En el momento de tu muerte ¿qué quieres? —preguntó la aparición.

Era un ave enorme, de tres metros y medio de altura, parecía cualquier cosa menos un ser espiritual o como se proclamaría más tarde un “ángel”. En vez de ángel parecía un buitre. Tenía el cogote pelado, pero su cabeza era de cuervo y su color era negro brillante, absoluto y necrótico. Las alas de albatros del ser se extendían por más de cinco metros. Un ave impresionante... sí, muy impresionante, pero olía a pollo mojado.

—Dime tu deseo.

Cavilé un instante, eran mis últimos momentos, no creo que la espera le importase.

—Eres el espectro del final. ¿Verdad?

—Si así lo quieres, sí. En verdad soy un ángel.

—¿Qué desearon, otros? —pregunté.

El extraño animal movió su cabeza en todas direcciones, al parecer se hallaba confuso.

«De los ciento nueve mil millones de su especie a los que he cuestionado, él es el primero que pregunta esto... después de tantos millones de años, me estarán poniendo a prueba... a mí... el hado eterno, que locura».

Volví a escucharlo en mi interior.

—Te daré los ejemplos más comunes —contestó, confundido aún.

El mitológico ser desplegó una esfera de luz, cuyo centro comenzaba a mostrar de forma paulatina imágenes que surgían de la niebla. En la visión salía un viejo con todos los años del mundo.

—Quiero juventud, quiero hermosas mujeres, mientras más jóvenes mejor —se le chorreaba la saliva por sus escasos y amarillos dientes al decir esto—, para poder hacerlas mías de todas las formas que me de la gana y que me den todo el placer posible por siempre —dijo, el anciano libidinoso.

—Es propio de ustedes. Sin embargo, no encuentro a ninguna mujer joven y hermosa que esté dispuesta a lo que tú quieres.

—No tendrás tu deseo completo. Vas a tu fin y sí, satisfarás tu quemante lascivia con cadáveres podridos con cuero seco por piel... por toda la eternidad.

La imagen se llenó de bruma y se refrescó.

—¡Quiero oro... mucho oro!, ¡quiero tener toda la riqueza del mundo! —exclamó una anciana de apellido Fuentebuena.

—Será tuyo todo el oro y la plata, toda creación artística será tuya, todo el dinero formará montañas a tus pies. Ante ti se rendirá todo lo creado por el hombre.

Los ojos de la anciana brillaron de ambición.

—Todo el mundo te pertenecerá... por un segundo. Luego morirás y, convertida en alma en pena, vagarás por la eternidad vestida con harapos persiguiendo una moneda de oro del tamaño del sol, la cual nunca alcanzarás.

La neblina borró la visión.

—Quiero las mejores comidas: langosta, ostras a la parmesana, centollas, trufas, salmón, caviar, filetes de cerdo y vacuno; pollos a la menta, carne de ballena, fritanga de sangre de pudú... Helados, muchos helados de chocolate, frambuesa, vainilla, sesos de mono... Pasteles de las más deliciosas cremas, aceite de palma... para devorarlos todos... Licores, sabrosos licores... —decía y babeaba la gorda de trescientos kilos.

—Muy bien. Tendrás todo al mismo tiempo. —La mujer explotó llena de comida y manjares.

Se nubló de nuevo la imagen.

—Yo quiero estar tranquilo no quiero moverme, el trabajo es para los tontos, tengo sueño perdóname. No quiero abrir un ojo porque tendría que abrir el otro.

—¿Así que ni siquiera te levantarás para morir? Entonces caminarás por siempre, sin parar, atado a la cadena del ancla de un transatlántico, que pesará más cada vez que des un paso. Si bajas el ritmo, al andar, pesará el doble.

La esfera mostró nuevas escenas.

—¡Quiero los territorios que nos han robado! ¡Deben morir! ¡Nadie puede abofetearme! ¡Uno me dijo imbécil!... ¡esos infieles, esa afrenta no se puede perdonar... los exterminaré! ¡Quiero que todos sean destruidos!

—La tierra estaba ahí antes que tu gente. Morir..., ¿por no ser iguales a ti? ¿Te abofetearon y quieres bombardearlos? ¿No es tu religión y quieres exterminarlos? No lo haré. Te convertirás en una espiga mecida por el viento.

La realidad se esfumó otra vez.

—Quiero esos ojos de color verde agua. Deseo esa cara de escultura griega de proporciones áureas. Necesito esos pechos perfectos y ese trasero enorme y deseable. Quiero ese pelo, rubio de trigo maduro, largo y sedoso. Quiero pesar cincuenta y siete kilos. Quiero esos labios llenos de color bermellón y esa mirada sensual. Esas piernas torneadas a mano. Quiero que todo el mundo me ame como a ella y ser estrella de Hollywood como ella. Quiero la fortuna de ella y ese hombre hermoso que tiene por novio. Quiero todo de ella. Quiero ser ella.

—Muy bien, serás ella. Morirás de un doloroso cáncer mañana.

El sino de las ondas del espacio-tiempo se interrumpió de nuevo.

—Deseo una estatua de doscientos metros de altura. Que la gente me recuerde por siempre. Que por siempre sepan que fui mejor que todos. Que el mundo no existiría sin mi presencia y que todo el mundo sepa que aunque no hayan podido amar a alguien, al menos me amaron a mí. Que el Universo gire en torno a mí. La estatua debe ser de oro puro y las personas deberán rendirme pleitesía.

—Eres temporal. Tu estatua será de estiércol y nadie te recordará.

La esfera del tiempo efímero se disolvió.

—¿Entonces, has pensado que quieres?

—Sí, lo único que quiero es... ver las sonrientes caras de mis hijas y de mi mujer antes que mis ojos se cierren. No quiero nada más.

El ser quedó perplejo y se sintió aliviado, en su pico mortuorio se dibujaba algo parecido a una sonrisa.

—¡Por fin! ¡Por fin! ¡Soy libre! Eres el único que ha deseado algo simple y puro. Las verás y tendrás tu descanso eterno y también yo descansaré por fin.

El charco de sangre bajo mis pies paró de crecer, cerré los ojos y vi mi deseo cumplido.

El ave lanzó un último graznido y extendió sus alas para desaparecer en la neblina de la noche... para siempre.

27 Mars 2019 00:50 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

A propos de l’auteur

W. E. Reyes Cuentacuentos compulsivo y escritor lavario. Destilando sueños para luego condensarlos en historias que valgan la pena ser escritas y así dar vida a los personajes que pueblan sus páginas al ser leídas. Fanático de la ciencia ficción - el chocolate, las aceitunas y el queso-, el Universo y sus secretos. Curioso por temas de: fantasía, humor, horror, romance sufrido... y admirador de los buenos cuentos. Con extraños desvaríos poéticos.

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