La hábil y agraciada joven, dio un salto bajando de la camioneta de su padre, llevándose consigo dos pesadas maletas repletas con sus pertenencias. Las cuatro hermanas, esperaban por ella bajo el umbral de madera marrón brillante, con las puertas de aspecto pesado y tétrico abiertas de par en par.
Maldito fuese el momento en que todo había caído sobre sus hombros.
—Bienvenida, señorita Rusell —canturreó con real entusiasmo, la mayor y más antigua de las hermanas—. Hemos estado al tanto de su pequeño inconveniente. No se preocupe, aquí es el presente y el futuro lo que cuenta.
La sonrisa blanquecina y pequeña de la monja le inundó los sentidos con la mayor hipocresía que había presenciado jamás.
Pensó por un momento en cuanto dinero habría recibido como ''desinteresada donación'' la iglesia, para que ella pudiese haber sido aceptada.
—Adelante, señorita Rusell, acompáñenos. Es usted gustosamente bienvenida.
Las hermanas entraron, ayudando a la joven a cargar su equipaje dentro de la iglesia. Fuera, la hermana más antigua arreglaba los últimos detalles con sus padres. Con rabia, dejaban a su hija de 17 años a cargo del único castigo a su alcance. Jamás volvería a cometer un pecado. Jamás volvería a ensuciar el apellido de la familia.
Entrando con la cabeza gacha, tomando fuerza para arrastrar sus sueños rotos e ilusiones perdidas, consiguió encaminarse algunos pasos, tratando de no derramar las lágrimas que poco a poco nublaban su vista. Resignada.
Las hermanas entraron en una pequeña habitación a la derecha, a través de un estrecho corredor.
Suspiró en silencio oyendo las voces lejanas de sus padres, entonces, pronto sus brazos soltaron la maleta en un feroz estruendo contra el suelo de madera lisa. Sus ojos se toparon con un azul líquido, profundos, cual mar indómito, y cruzándose entre ellos en una danza de pasiones prohibidas, sus miradas se entrelazaron, olvidando por un segundo el colapso de sus cuerpos.
—Lo siento muchísimo, señorita...
—Rusell, Liddie Rusell... —murmuró, ruborizándose por primera vez bajo la mirada de un hombre, un hombre descomunal y prohibido, el sacerdote.
Él tomó su mano y la estrechó acunándola entre ambas palmas, y mirándola a los ojos, fijándose en aquellos ojos húmedos, habló rápidamente.
—Andrew Miller, soy el sacerdote de nuestra iglesia, bienvenida señorita Rusell.
Realmente, habría querido besar esa mano perfectamente suave. Por alguna extraña razón, la ternura en su delicado rostro le había calado hasta los huesos, aturdiéndolo.
Teniendo que contener la mirada en su rostro, parpadeó.
—Déjeme cargar su equipaje hasta la habitación principal. Por aquí, por favor —murmuró enseguida, dándole una pequeña sonrisa, tratando de alejar aquel pensamiento extraño.
Aquella no había sido la bienvenida que él, un hombre responsable de sus votos, habría planeado darle. Sin embargo, sus instintos le habían jugado una muy mala pasada. Se sentía aturdido, nervioso, por primera vez luego de muchos años.
—Claro... un placer, señor Miller —murmuró la muchacha, tensando los muslos y mordiendo el interior de su labio sin que él lo notase.
Siguiéndole a través del corredor, sintió una repentina oleada de ilusión. Se sentía maravillada, de un momento a otro.
¡Santo cielo!
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