preshea Preshea Stoberl

Un anodino matrimonio se halla a cargo de la reliquia de la familia: un arce palmeado. Pero un día, el marido de la mujer se percata del deplorable estado del arce, tan afectado queda que, cae enfermo. Sin embargo, una agradable presencia marca a este matrimonio de por vida.


Histoire courte Tout public.

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El gato

Como cada mañana, se levantó de su mullida y cálida cama. Antes de realizar cualquier acción, se dirigió hacia la ventana.

No importaba si debía acudir a un evento impostergable en su hogar; siempre caminaba hacia mencionado elemento de la fachada para vislumbrar el enorme arce rojo palmeado que se alzaba majestuoso en su jardín. 

El mundo se le cayó encima al apreciar la paupérrima cantidad de hojas en sus gruesas y retorcidas ramas, asimismo el color que presentaban dichas hojas. Apreciaba hasta límites insospechados ese árbol. Prácticamente era su vida. Abatido por el precario estado de la planta, abandonó su posición y procedió a extender las sábanas; la manta que le otorgaba calidez en las noches frías de invierno y la almohada para poner punto y final. No comprendía la causa, el otoño aún no inició su etapa. No hacía más que darle vueltas a una posible causa. No obstante, era incapaz de hallar una razón lógica. Una razón para convencerse a sí mismo.

Tras realizar su labor de recogida, salió de la estancia y anduvo por el pasillo, cabizbajo. Arrastraba los pies como si se tratase de lo más pesado del mundo. Como si dos enormes piedras se hallasen conectadas a sus tobillos mediante cadenas y grilletes al igual que un preso. Su camino finalizó en la salita de su hogar, encontrándose con su hermosa esposa, quien, al verlo tan apesadumbrado, instantáneamente se acercó a él.

—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó ella con preocupación.

—Sal al jardín.

La mujer, extrañada, dirigió sus pasos hacia el lugar indicado por su marido. Abrió titubeante la puerta de vidrio que conducía al jardín. No iba a mentir, tenía miedo. La angustia de no saber lo que podría encontrarse en ese lugar la carcomía por dentro. Finalmente se decidió a observar a su alrededor. La decadente imagen ofrecida por el árbol provocó que el corazón de la mujer diera un vuelco. Con lentitud, volvió a cerrar el ventanal. Tenía conocimiento de cuán importante era ese árbol para su marido y, sin mediar palabra, regresó a la posición de su hombre, el cual se hallaba sentado en una silla del salón con un aura de tristeza a su alrededor.

Otro vuelco atacó el corazón de la mujer.

—Lo siento mucho, amor mío —apesadumbrada, procedió a tratar de consolarlo, aunque de más sabía que iba a resultar imposible. Acomodó la mano en el hombro de su marido y la cerró en un apretón, como si así pudiera solucionar algo; mas pretendía ofrecerle la mayor fortaleza posible para superarlo—. Debes comprender que ese árbol es muy antiguo. ¿Cuántos años tiene? ¿Cien?

—Ciento treinta y ocho años —añadió.

—¿Ves? Es demasiado viejo. —Se sentó acto seguido en la silla contigua—. Has cuidado de ese árbol como si de un hijo se tratara, nadie lo pone en duda. Pero ya con esa edad es complicado que salga adelante, me duele decírtelo; no obstante, es la realidad de la situación.

El hombre no articuló palabra y sus ojos se anegaron en lágrimas, resbalando una por su rostro. La mujer se apresuró a enjugar éstas con el suave dorso de su mano, con suma delicadeza, y un beso fue depositado en la mejilla de su amado. El esposo apartó la mano con brusquedad, los vocablos pronunciados por su mujer lo hirieron, razón por la cual derramó su lágrima y un quejido en forma de suspiro salió de entre los labios de ésta.

—No entiendes nada… —Y se levantó el hombre acto seguido.

Anduvo con paso vacilante hacia el ventanal del salón. Sus temblorosas manos descansaron sobre el frío vidrio de las ventanas y sus cristalinos ojos se perdieron en las ramas de aquel árbol. Se le caía el alma al suelo cada vez que contemplaba esa imagen. Muy a su pesar, debía aceptar que era su fin.

 Completó su ciclo.

Sin más dilación, abrió la gran puerta y anduvo hasta la posición en la que se encontraba el árbol. Estiró su mano temblorosa y acarició la rugosidad de su tronco. La intromisión de su mano interrumpió el camino de doble sentido trazado por las hormigas y sacudió ésta ante la subida de unos pocos insectos. Le era imposible imaginarse lo ocurrido. ¿Cómo su árbol logró hallarse en aquel deplorable aspecto en tan corto lapso de tiempo? No lo comprendía. Tal vez enfermó, esa pudo ser la causa. Sin embargo, se negaba a aceptar esa posibilidad, sus cuidados —tal y como dijo su esposa—, se comparaban con los de un padre a un hijo, por lo que descartó tal acontecimiento. La enfermedad no tenía cabida en su mente.

En su presencia, una hoja cayó.

Justo a sus pies.

El día transcurrió con insípida normalidad a excepción de la hora de cenar. En dicho momento de la jornada, el esposo comenzó a experimentar malestar en su cuerpo, empezando por un ligero episodio febril y seguido por un malestar estomacal. Debido a ello, apartó el plato y se levantó de la mesa, no sin antes pedir disculpas por ello. La mujer, preocupada por su esposo, realizó la misma acción y lo acompañó hasta la habitación; sostuvo su cintura con sus delgados brazos para así evitar cualquier posible caída a causa de su debilidad.

—Cariño, acuéstate —le indicó, apartando la ropa de cama para dejar paso a su esposo—. Voy por unas compresas frías para bajar esa fiebre, así como prepararé una infusión de manzanilla para a ver si así te encuentras mejor.

—No es necesario —se negó el hombre, pero aun así se acostó—. Seguro que con un poco de descanso mañana me encuentro mejor. —Y se tapó con la ropa de cama, dándole la espalda a la mujer.

Desafortunadamente, en mitad de la noche, su estado empeoró. Su respiración se aceleró a causa del tremendo calor que experimentaba su frágil cuerpo. Escalofríos no hacían más que recorrer su fisonomía, obligándolo a encogerse y adquirir una posición fetal. No pasó ni cinco minutos y la mujer ya se hallaba en la cocina buscando un medicamento que le permitiera eliminar ese estado febril. En cuestión de minutos, la mujer volvió a hacer acto de presencia en el habitáculo, provista de un vaso de agua y el comprimido adecuado para tratar a su marido. Sin pensarlo dos veces, el hombre ingirió el comprimido, esperanzado en su pronta mejoría.

La mañana llegó y, por suerte, al no experimentar ningún percance en lo restante de la noche, amaneció con relativa frescura. La fiebre parecía haber abandonado su cuerpo, convirtiéndose en una simple febrícula. A pesar de ello, no debían confiarse ni bajar la guardia, por tanto, continuaron con el tratamiento. Tras hallarse mejor, se levantó de la cama y, como siempre, observó por la ventana de su habitación el estado del árbol. Éste había perdido más hojas y de nuevo, el abatimiento se apoderó de su ser. No había mucho que hacer. Aquel árbol estaba sentenciado. Con todo su pesar, anduvo por el pasillo, poniendo rumbo hacia la sala y, posteriormente, hacia el ventanal para salir al jardín. Realizó la misma acción que el día anterior, apoyó su mano sobre el rugoso tronco y lo acarició con suma delicadeza; apreciando ese tacto en la yema de sus dedos. Sin embargo, ocurrió algo diferente. Sus ojos avistaron una protuberancia un tanto extraña tras el tronco, parecía presentar pelaje y, movido por la curiosidad, echó un vistazo.

Era un gato. Un gato blanco.

Juntó sus dientes y sopló, emitiendo un sonido con la firme intención de llamar la atención del felino. Éste, aún acurrucado, movió con firmeza su oreja en la dirección adecuada para captar el sonido emitido y alzó perezoso la cabeza. Como si quisiera comunicarse con el humano que se postraba frente a él, emitió un lánguido maullido. El hombre sonrió por tan tierna reacción y una calidez invadió su pecho. Amaba a los gatos y alegró su corazón con su simple presencia y maullido. Asegurando el fuerte agarre de sus ropas de abrigo, se apresuró hacia el interior de la casa en busca de su esposa.

—Cariño, ¿tenemos sardinas u otro pescado? —preguntó animado, hecho que extrañó a la mujer.

—¿Pescado? ¿Para qué quieres pescado tan temprano? —cuestionó sorprendida—. En cualquier caso, hay unas pocas sardinas que guardaba para el gato de la vecina, como tú me pediste.

—Resulta que tenemos un gato en el jardín, un precioso gato blanco. Estaba durmiendo justo debajo del arce —explicó mientras se dirigía hacia el frigorífico y tomaba el plato de sardinas.

—Ya veo… Ahora todo tiene sentido. Por eso estás así de contento. Pero no estés mucho tiempo… —No le dio tiempo a terminar la frase, su marido desapareció en un santiamén—. Este hombre me va a volver loca.

Una vez en el jardín, el hombre le mostró el plato de sardinas al peludo y rechoncho animal. Sin vacilación, el felino se enderezó y fijó su perlado mirar sobre el alimento. Conforme se acercó, se desperezó y mostró su fisonomía en su totalidad. En esta se podía avistar una única impureza en su blancura, tratándose de una mancha pelirroja. Pero no fue esto lo que llamó la atención del hombre, sino su forma. La forma de aquella impureza se asemejaba a una hoja de su tan preciado árbol. Quedó gratamente sorprendido ante ese hecho y la sonrisa que ahora adornaba su rostro, se amplió. Tenía más que claro que ayudaría a ese pequeño animal y quién sabe, quizás adoptarlo.

—Come, pequeño —animó al felino y se acuclilló frente al plato—. Son unas sardinas deliciosas, seguro que son de tu agrado.

En animal anduvo unos pasos, sin embargo, cuando se halló a unos pocos metros de él, se mostró reacio a aproximarse. El hombre insistió con un amago de sus manos, a lo que el animal respondió ladeando la cabeza unos treinta grados hacia la izquierda en un gesto de extrañeza. Ese gesto le infundió ternura, una ternura inimaginable.

—Te llamaré… —pensó durante unos segundos, rascándose la barbilla—. ¡Sei! Eso, tu nombre será Sei.

Y con ese nombre fue bautizado.

Tras vacilar por unos instantes, el animal finalmente se aproximó para alimentarse de las sardinas dejadas a su alcance. Desde la escasa distancia a la que se encontraban se pudo advertir el suave ronroneo emitido por el animal, el cual no pasó desapercibido para el hombre. Su amor hacia el felino fue correspondido. Se olvidó por completo de su malestar general, el gato parecía darle la fortaleza que precisaba en esos instantes. La sonrisa no desaparecía bajo ninguna circunstancia y no cesaba de observar al felino devorar su alimento; se veía tan adorable. Mientras tanto, la mujer observaba desde el umbral del ventanal, apoyando el hombro con desgana, pero con una calmada sonrisa. Si su marido era feliz con el felino, ella también lo era.

Como cabía esperar, el felino se convirtió en un miembro más de la familia. Dormitaba en el interior y en más de una ocasión lo hacía sobre la cama, justo al lado del hombre, quien le había permitido la entrada. No sucedieron más de dos días hasta que, finalmente, el hombre se recuperó en su totalidad del malestar. Lo más probable es que se hubiera tratado de un resfriado repentino, nada grave; sin embargo, si hubiera continuado por ese trayecto, quizás su condición hubiera empeorado. En cualquier caso, no lo hizo.

Gozando de una excelente salud, se aventuró a observar de nuevo el arce y, por supuesto, el felino seguía todos sus pasos. Con la presencia del animal, la preocupación por el arce se disipó del todo. Ya no prestaba atención al enorme legado familiar alzado en su jardín, su interés se había enfocado única y exclusivamente en ese ser peludo el cual conquistó su corazón.

Una vez se halló frente al poderoso árbol, alzó la vista, escudriñando con suma precaución sus retorcidas y aparentes muertas ramas. La extrema alegría invadió su ser al divisar en diversas ramas yemas indicando el crecimiento de nuevas hojas. No se lo podía creer. El arce por fin mostraba indicios de vida. Era todo un milagro.

—¡Cariño! ¡Corre! ¡Sal al jardín! —gritó sin poder contener la emoción por lo que sus ojos llenos de brillo apreciaban—. ¡Están creciendo nuevas hojas en el viejo arce!

—¿¡Qué!? ¡Eso es imposible! —incrédula, exclamó desde dentro de la vivienda—. ¡Te estás volviendo loco! Ese árbol ya está muerto, es del todo imposible que dé hojas de nuevo. —Y limpiándose las manos con un paño de cocina, salió al jardín con rapidez y quedó estupefacta al comprobar la veracidad de la noticia.

—¿Lo ves? Hay yemas en sus ramas —dijo con gran regocijo—. Sei, el árbol está vivo. ¿Sei?

El felino se frotó en las piernas del hombre y seguidamente en las de la mujer. Ambos lo observaron con extrañeza en sus rostros, sin saber qué quería indicarles. El animal, con la cola alzada y el extremo enroscado, caminó con paso sosegado hasta la base del árbol. Una vez allí, se sentó, encarando a sus dueños y recogiendo su cola alrededor de su cuerpo. Los miró con fijeza por unos instantes, justo un instante antes de manifestar un largo y agradecido maullido.

Desapareció. El felino se desvaneció delante de ellos.

—¡SEI! —exclamaron al unísono, precipitándose hacia la antigua posición del felino.

—Sei… Vuelve… —Lágrimas escaparon de los anegados ojos del hombre y se arrodilló frente al árbol—. Eres nuestro pequeño…

No comprendieron lo que sucedió, ambos permanecieron en estado de choque durante unos minutos y por derramar lágrimas frente al árbol, llorando por el felino que tanto había marcado en sus vidas en tan poco tiempo. ¿Qué era ese gato? ¿Por qué desapareció como una nube de humo? ¿Acaso era el espíritu del árbol y por esa razón poseía esa mancha en su lomo? Muchas preguntas y muy pocas respuestas. En suma, el árbol recuperó la vitalidad, así como su dueño.

A partir de ese fatídico día, tras levantarse cada mañana, el hombre depositaba un plato con sardinas en la base del árbol como ofrenda al felino.

10 Janvier 2019 14:36 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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À suivre…

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