samuelpalmeira Samuel A. Palmeira

En "El Último Paso", Dario vive en un mundo donde el horizonte es una barrera impenetrable y los Anaquines, criaturas misteriosas, custodian el límite de la Tierra. Criado bajo el temor a lo desconocido, desafía la tradición y emprende un viaje solitario en busca de respuestas sobre lo que existe más allá de los confines de su mundo. Al enfrentarse al vacío y a las antiguas entidades, Dario entra en una crisis existencial, cuestionando su propia cordura y la realidad que lo rodea. Escrita para el desafío "Tierra Plana", la historia explora el terror cósmico y el descubrimiento personal, dejando al lector con más preguntas que respuestas.


Science fiction Tout public.

#latierraplana
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El horizonte era una línea recta e infinita. Desde niño, a Dario le habían enseñado que mirar más allá de él era como enfrentarse al vacío del alma. La Tierra era plana, decían, y más allá de las montañas del norte, al sur de las dunas, al este de las llanuras secas y al oeste del océano profundo, no había más que lo desconocido. Un abismo infinito, custodiado por criaturas de nombre antiguo: los Anaquines.


"— No pienses en cruzar los límites, Dario", susurraba su madre, su voz temblando con un miedo ancestral. "Ellos vigilan cada paso que damos, esperando a quien sea lo suficientemente tonto como para acercarse."


Dario nunca se atrevió a preguntar quiénes eran realmente los Anaquines. Nadie lo sabía con certeza, pero las historias eran suficientes para mantener a cualquiera dentro de los límites del pueblo. En la plaza del pueblo, los ancianos hablaban de ellos como si fueran dioses oscuros, figuras de una era perdida, gigantes con ojos de fuego que protegían los confines del mundo.


"— Están más allá del horizonte", decía uno de los ancianos con voz grave. "Los monstruos que devoran a los que desafían el orden."


Dario escuchaba esas palabras resonar mientras se sentaba en la cima de una colina cercana a su casa, mirando las montañas. El viento cortante traía una sensación de soledad. El aire era denso, con olor a polvo y a la sal de las colinas rocosas. Cada ráfaga le recordaba su pequeñez. Las rocas que rodeaban el pueblo eran frías al tacto, ásperas, como si el propio tiempo las hubiera maltratado, igual que a las almas de quienes vivían allí.


— ¿Tú crees que son reales? — la voz de Lena, su hermana menor, rompió el silencio. Ella se acercó con pasos ligeros, haciendo que las piedras se deslizaran bajo sus pies.


— ¿Quiénes? — respondió Dario, sin apartar la mirada del horizonte.


— Los Anaquines, — murmuró ella, como si pronunciar el nombre pudiera invocarlos. Sus ojos se entrecerraron, fijos en las montañas a lo lejos, donde el cielo siempre parecía más oscuro. — ¿Crees que realmente están ahí? ¿Que son monstruos?


Dario sacudió la cabeza lentamente. Nunca había podido creer completamente en las leyendas. Algo dentro de él anhelaba la verdad, una curiosidad que corroía silenciosamente sus dudas.


— No lo sé, — respondió finalmente, casi en un susurro. — Pero quiero saber qué hay más allá. No puedo pasar el resto de mi vida aquí, esperando... temiendo.


Lena lo miró con una mezcla de incredulidad y miedo.

— No estarás pensando en ir hasta allá... ¿o sí?


Dario guardó silencio. Había una creciente inquietud dentro de él, algo que no podía suprimir. Sus manos, sudorosas, apretaron los bordes ásperos de la roca debajo de él. La textura era irregular, cada fisura casi dolorosa contra sus dedos, como si el mundo físico intentara retenerlo, mantenerlo allí.


— ¿Crees que soy un tonto, Lena? — preguntó, con una leve sonrisa que no alcanzaba sus ojos. — ¿Un tonto que quiere ver qué hay más allá?


Ella dudó, mirando los ojos de su hermano mayor.

— Creo que... estás cansado de vivir con miedo, — admitió, con un tono que mezclaba tristeza y comprensión.


La brisa fría golpeó sus rostros de nuevo, trayendo consigo el sonido distante de los cuervos que sobrevolaban el pueblo. El sabor salado del viento seco se posó en sus labios, haciendo que el momento fuera aún más amargo. Lena miró las sombras de las montañas, pero Dario no apartaba los ojos de la línea del horizonte.


— Si no voy, Lena, — susurró, — nunca lo sabré. Y ese vacío dentro de mí... me consumirá.


Las palabras flotaron en el aire, tan pesadas como la atmósfera sombría que rodeaba el pueblo.

Dario miró una última vez al pueblo. Las casas de piedra se amontonaban a lo lejos, casi perdidas en la niebla que ya empezaba a formarse. El sonido del viento resonaba como un susurro, trayendo consigo el olor húmedo de la tierra. Respiró profundamente, sintiendo el aire frío quemar sus pulmones. El horizonte frente a él era un abismo de incertidumbre, pero sabía que no había vuelta atrás.


— ¿Estás seguro de esto? — la voz de Lena lo atormentaba, aun sin estar presente. — ¿Qué harás cuando ya no haya nada?


Cerró los ojos, intentando apartar la pregunta. Cada paso que daba parecía una lucha interna, como si algo invisible intentara retenerlo en el centro de ese mundo. Cada creencia que le habían inculcado, cada historia de terror sobre los Anaquines, todas surgían en su mente, gritándole que se detuviera. Pero había algo mayor dentro de él: una necesidad insaciable de saber, de ver con sus propios ojos.


La niebla a su alrededor era densa como un velo mojado, transformando su visión en una mancha gris. El toque húmedo en su rostro era desconcertante, una sensación fría y pegajosa que se adhería a su piel. Se limpió el sudor de la frente, pero el aire se volvía cada vez más denso, y la humedad hacía que sus pasos parecieran más pesados. El mundo a su alrededor parecía disminuir, como si estuviera siendo devorado por la neblina.


"— No puedes desafiar el destino". — Las palabras de su padre resonaban en su mente, un recuerdo distante de un hombre al que apenas conocía. "— Las historias son ciertas. Nunca regresarás."


Dario se detuvo por un momento, sus manos temblorosas rodeando la capa de lana a su alrededor. El viento aullaba a lo lejos. Se mordió los labios. El sabor de la incertidumbre. Pero, ¿qué era peor? ¿Vivir con miedo, sin saber jamás la verdad, o aventurarse hasta el límite y enfrentarse a lo desconocido, cara a cara?


— "Necesito saber," — susurró para sí mismo, como una oración que solo él podía oír.


La oscuridad comenzó a intensificarse. El día parecía estar siendo devorado por la noche, pero no había una explicación lógica para ello. A cada paso, las sombras frente a él se alargaban, y el silencio de la oscuridad era absoluto. El sonido de sus pasos en la hierba alta estaba amortiguado, como si el mundo a su alrededor desapareciera, y solo él permaneciera.


— "No hay vuelta después de esto, Dario," — murmuró para sí mismo, apretando la capa con más fuerza.


Sus manos comenzaron a hormiguear por el frío, y el viento trajo un lamento distante, como un susurro que parecía humano. ¿Los Anaquines? No, se negaba a creer en criaturas de cuentos de terror. Pero, ¿y si...? Sacudió la cabeza. No podía ceder. No ahora. Sus pies se hundían levemente en la tierra húmeda, y el olor a musgo y podredumbre se intensificaba, como si la tierra estuviera viva, exhalando el miedo del propio mundo.


De repente, se detuvo. El silencio a su alrededor se volvió pesado, aplastante. Cada respiración suya parecía resonar en la oscuridad, más fuerte, más desesperada. Miró a su alrededor, pero ya no había pueblo. No quedaba nada, solo un vacío sin fin. La niebla cubría el cielo, y el suelo se perdía en sombras espesas.


— Yo... seguiré, — dijo Dario en voz alta, tratando de alejar la creciente desesperación. Necesitaba escuchar su propia voz, necesitaba recordar que aún estaba allí, que aún era real.


Pero algo en el fondo de su mente luchaba contra él, una parte de sí que no quería continuar, que deseaba regresar al consuelo del desconocimiento. Cada historia que escuchó sobre los Anaquines, cada advertencia, parecían cobrar vida allí, en ese umbral. ¿Y si realmente estaban esperando?


— "¿Crees que puedes escapar de nosotros?" — una voz suave, casi imperceptible, parecía venir de la niebla. No era real, lo sabía. Pero aún así, su corazón se aceleró.


La oscuridad a su alrededor se cerraba, y cada paso parecía un desafío a la propia naturaleza. La niebla envolvía su cuerpo, fría, húmeda, implacable. ¿Qué hay más allá? El miedo comenzó a corroer su determinación, pero respiró hondo de nuevo, cerrando los ojos por un segundo. No podía detenerse. No ahora.


— "Sea lo que sea," — dijo entre dientes apretados, "lo veré con mis propios ojos."


Dario siguió adelante, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho, cada latido resonando en la vastedad silenciosa. El peso de lo desconocido era abrumador, pero la necesidad de entender, de saber qué había en el límite, lo empujaba hacia adelante. Y el límite estaba cada vez más cerca.


Dario se detuvo. El suelo frente a él terminaba abruptamente, como si el propio mundo hubiera sido cortado con una hoja afilada. Más allá de allí, solo había el vacío, un abismo oscuro que se extendía hasta donde sus ojos podían ver. El aire parecía más denso, casi imposible de respirar, y el silencio era absoluto, sofocante. Era el fin.


La línea del horizonte que siempre lo había fascinado estaba allí, ante él, una frontera nítida entre el mundo conocido y lo desconocido. Dio un paso adelante, vacilante, sintiendo el viento helado azotar su rostro. Había algo mal en el aire, una presencia invisible que no podía identificar, pero que hacía que cada célula de su cuerpo gritara para que retrocediera.


— "Es aquí donde termina," — susurró, sus palabras perdiéndose en el viento.


Entonces, lo sintió. No era un sonido, sino una vibración, algo que parecía venir de las profundidades de la Tierra, como un tambor lento y rítmico. Sus pies se hundieron levemente en el suelo blando, que parecía palpitar bajo él, como si el propio suelo estuviera vivo.


— "Has venido hasta nosotros," — surgió una voz de la nada, reverberando en su mente como un trueno apagado.


Dario se congeló. No había nadie allí, solo el abismo. Miró frenéticamente a su alrededor, tratando de encontrar el origen de la voz, pero el vacío era todo lo que podía ver. ¿Los Anaquines? No lo sabía, pero el miedo apretó su pecho como una garra invisible.


— "¿Quién... está ahí?" — su voz temblaba, débil, casi inaudible.


La respuesta llegó, no como palabras, sino como visiones. La niebla a su alrededor comenzó a moverse, formando imágenes distorsionadas en el aire. Vio cuerpos gigantescos, siluetas indistintas con formas que desafiaban la lógica, como si sus figuras estuvieran dobladas sobre sí mismas, curvando la realidad a su alrededor.


— "Te atreviste a llegar al límite," — la voz continuaba, resonando en su mente como un coro de voces superpuestas. — "Buscaste lo que no debería ser encontrado."


El suelo comenzó a desintegrarse bajo sus pies. Dario retrocedió, su corazón desbocado. El abismo frente a él parecía expandirse, tirando de él hacia adentro, como si fuera un imán invisible. Intentó aferrarse a las rocas cercanas, pero sus dedos resbalaron. Las piedras estaban frías, casi heladas, y su piel ardía con el contacto.


— "¿Por qué?" — gritó, su miedo desbordándose en desesperación. — "¿Por qué vigilan el mundo? ¿Quiénes... qué son ustedes?"


Las figuras en la niebla comenzaron a moverse, sus cuerpos gigantescos ondulando como sombras líquidas. No eran humanos. Ni siquiera eran criaturas que su mente pudiera comprender. Los Anaquines estaban más allá de cualquier entendimiento mortal. Sus ojos, grandes como lunas, lo observaban, vacíos y llenos de una sabiduría antigua y terrible.


Dario sintió un dolor agudo en su cabeza. Pensamientos que no eran suyos comenzaron a invadir su mente. Imágenes de eras pasadas, de mundos destruidos, de galaxias desintegrándose en polvo cósmico. Vio ciudades enteras siendo devoradas por el vacío, civilizaciones que se atrevieron a desafiar a los Anaquines y fueron borradas de la existencia.


— "Ustedes... ustedes lo destruyeron todo," — susurró, su voz débil, su mente al borde del colapso.


— "Preservamos el equilibrio," — respondió la voz. — "No lo entiendes. El límite no es solo el fin de la Tierra. Es el límite de la cordura, de la existencia. Y lo cruzaste."


Cayó de rodillas, sintiendo el peso del mundo presionarlo hacia abajo. El suelo temblaba bajo él, como si estuviera a punto de partirse en dos. El aire a su alrededor se volvió pesado, denso, casi sólido. Apenas podía respirar.


— "¿Qué... qué quieren de mí?" — murmuró, sus palabras casi inaudibles.


Un silencio absoluto cayó sobre el lugar. Las figuras en la niebla dejaron de moverse, y por un breve momento, el mundo pareció congelarse. Entonces, la voz respondió.


— "Nada. No eres diferente a los demás. Todos los que llegaron hasta aquí preguntaron lo mismo. Y todos cayeron."


Dario miró el abismo frente a él. La oscuridad lo llamaba, pulsando como un corazón vivo, una promesa de respuestas o de destrucción. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras luchaba por encontrar un último fragmento de fuerza.


— "Yo... no voy a caer," — susurró, su voz débil, pero decidida.


El viento a su alrededor rugió, y los Anaquines comenzaron a desvanecerse, sus formas gigantescas desintegrándose en la niebla. La voz, sin embargo, permaneció, reverberando en su mente como un eco distante.


— "Ya has caído, Dario. En el momento en que decidiste cruzar el límite."


Con un último suspiro, Dario cerró los ojos y dio un paso adelante, sintiendo el vacío engullir su conciencia. Ya no estaba en control.


La sensación de caer era suave, casi tranquila, como un abrazo frío que lo envolvía. Y luego, el silencio.


Dario abrió los ojos. El suelo era sólido bajo su cuerpo, frío y áspero, como si el mundo hubiera regresado a la normalidad. Pero algo dentro de él estaba diferente. Miró hacia el cielo; el horizonte ya no parecía tan distante, y la niebla se había disipado, revelando el vacío a su alrededor. El límite. Todavía estaba allí, pero el abismo ya no lo asustaba.


— "¿Entonces esto es todo?" — susurró para sí mismo, su voz resonando débilmente en el silencio. La sensación de caída que había experimentado no lo destruyó, pero algo se había roto dentro de él, algo que no podía nombrar.


El viento suave sopló, frío, pero ahora familiar. Dario se levantó lentamente, sus músculos doloridos, y miró a su alrededor. El mundo parecía el mismo, pero había una diferencia sutil: era como si hubiera cruzado un portal invisible, una puerta que solo él sabía que existía. Los Anaquines. Sabía que aún estaban presentes, en algún lugar más allá de la comprensión, pero ahora sus voces no resonaban en su mente. El silencio era absoluto.


— "No lo entiendo," — admitió en voz baja, su mirada fija en el horizonte. — "¿Qué vi? ¿Qué querían mostrarme?"


No hubo respuesta. Ninguna revelación clara. Estaba solo. Pero el miedo, el miedo que siempre lo había perseguido, ya no lo controlaba. ¿Esa era la respuesta? Se preguntaba si el verdadero descubrimiento no estaba en lo que vio, sino en lo que dejó de temer.


— "Tal vez el vacío... sea la respuesta," — dijo, sin saber si hablaba consigo mismo o con los Anaquines, ahora invisibles.


Con una última mirada al horizonte, Dario se dio la vuelta y comenzó a caminar de regreso. Jamás sería el mismo.

8 Septembre 2024 19:33 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

A propos de l’auteur

Samuel A. Palmeira "Navegar o mundo moderno é como tentar caminhar sobre águas inquietas, onde tudo é fluido, temporário e em constante movimento. As certezas se dissolvem, e a identidade, moldada por laços efêmeros e conexões voláteis, se reinventa a cada momento. Criar nesse cenário é um ato de equilíbrio entre a solidez dos sonhos e a fluidez das oportunidades, um reflexo da busca por significado em um oceano de incertezas." (Samuel Palmeira)

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