El olor de un buen Ristretto me hizo recuperar la conciencia. En ese preciso instante, me percaté de que estaba perdido en medio de una ciudad llena de extranjeros.
Al mirar hacia la esquina de la calle donde me encontraba, vi una cafetería que desprendía ese buen olor a café que invitaba a entrar. Revisé los bolsillos por si tenía un par de monedas para pagar un ejemplar de ese buen café, pero lo único que encontré fue un pasaporte irlandés con una foto mía. Me preguntaba qué hacía ahí y por qué tenía mis datos. Era la primera vez que lo veía, pero no recordaba nada ni obtenía una respuesta clara.
Suspiré profundamente y empecé a caminar entre las abarrotadas calles de Italia. Supuse dónde estaba por el aroma que desprendían todas las cafeterías de estilo tradicional que encontraba por el camino. Las calles se volvían más alegres al paso del tiempo.
Me paré en seco al ver una pareja que se abrazaba a la orilla del río más cercano que observé. Sentí un aire de tristeza, como si hubiera perdido una relación duradera, pero no recordaba nada. Solo recordaba los muchos supuestos lugares que había visitado y que se contemplaban en el pasaporte, pero claro, seguía sin respuesta.
Volví a caminar sin rumbo, solo guiándome por el instinto.
—¿Discúlpame, chico, has visto a mi gato? —preguntó una señora mayor con abrigo de cuadros y mirada dulce.
Negué con la cabeza, cuestionándome qué hacía un gato solo por las calles abarrotadas de gente. Una brisa cálida hizo que me desconectara de la conversación inesperada que la señora mayor entabló conmigo.
—¿Chico, has perdido a alguien? —preguntó la señora con preocupación al verme con una mirada triste y perdida.
Volví a negar con la cabeza. Tenía el presentimiento de que había perdido algo, pero me irritaba no saber qué.
La señora se despidió con delicadeza y me dijo al oído:
—Si vas al Coliseo al atardecer, tendrás una pieza a tu respuesta —dijo mientras buscaba a su gato.
Todo volvía a ser como al principio, sin ninguna idea de mi destino. Tal vez yendo al amanecer tendría una respuesta clara, pero aún faltaban muchas horas por delante. Comencé con rumbo al Coliseo, pero me determiné a ir por otras calles para alargar más el camino y hacer tiempo. Las calles llenas de gente que hablaba y susurraba me hacían adentrarme más en mis simples, pero compuestos pensamientos sobre mi amnesia, si era lo que tenía o lo que se suponía que tenía, porque lamentablemente no tenía idea de nada. Esto me parecía curioso porque yo era el que se acordaba de todo. A causa de ello, me entró la risa y tropecé con mi pie. Al levantar la cabeza, contemplé una pastelería muy italiana, de lujosos pasteles y helados de fantasía que daban ganas de atracar la tienda para comer sin parar.
Una fuerza inexplicable me hizo entrar al lugar, y cuando lo hice, me enamoré a primera vista del sitio. Las paredes estaban pintadas de cerezos, pero sin perder la esencia de una cafetería típica italiana a través de sus cuadros de diferentes épocas.
Una de las dos dependientas, de cabello liso y negro, ojos marrones, alta y con aire asiático, estaba en el mostrador, mirando con una sonrisa placentera a toda persona que entraba, esperando con ansias otro nuevo cliente.
—Buongiorno —comentó la dependienta, haciendo una pequeña reverencia, pero sin que se notase la exageración de la misma.
Yo la miré sonriente.
—Posso aiutarla in qualcosa? Sembra che si sia persa? —me preguntó, mirándome más atentamente y haciendo gestos.
La seguía mirando dulcemente.
—¿Le puedo ayudar en algo? ¿Lo veo perdido? —me volvió a preguntar, pero esta vez en un idioma que entendiéramos los dos.
—¿Eres tú, Conor? —una voz al final de la pastelería resonó.
Volvió el silencio de hacía minutos. Salí de la tienda despacito, sin hacer ruido, pero otra vez la voz resonó más fuerte. Sabía con claridad quién era y me preguntaba si quedarme o salir corriendo.
—¡Conor, por favor, para! —la voz gritaba a todo pulmón.
Empecé a correr sin parar. El aire en mis pulmones se agotaba, la presión subía y la sangre fluía más rápido, mientras los pensamientos no podían fluir con normalidad. Cada vez corría más y más rápido, como si se me escapara el autobús, pero en este caso no había rumbo ni objetivo.
Después de un largo rato de correr, me di cuenta de que había llegado a un lindo parque lleno de gente: gente cantando típicas canciones italianas, niños bailando al son de las notas musicales, padres riendo. Todo poco a poco se llenaba de vida. Al parecer, yo era el único perdido, mirando y disfrutando al ver a la gente disfrutando de lo que quedaba de la tarde. Sentado frente a una plaza del "Parco del Colle Oppio", viendo todo ese panorama y todo lo que había pasado en el día, no acababa de asimilarlo bien. Al otro lado se veía el Coliseo, donde supuestamente vería mi destino. Un destino con dirección o con perdición, no se sabía.
—Perdona, chico, ¿me puedo sentar a tu lado? —preguntó una chica con capucha azul y pelo pelirrojo.
La miré y no respondí.
—Perdona por la espera, pero ¿por qué te cuesta aceptar hacia dónde vas? —me dijo mientras se sacaba la capucha y dejaba su melena al viento.
La cosa es que no sabía qué pasaba.
—¿Recuerdas que hace un par de años me salvaste la vida de esa catástrofe cuya vida no valía y me ayudaste? —volvió a hablar con gran determinación.
La verdad es que me sonaba lo que decía, pero no sabía a qué se refería. Al momento, me pareció ver un recuerdo donde estaba en Mallorca, en una montaña desde la que se veía el mar, y al lado una mujer cuyo rostro no recordaba, pero que me hablaba dulcemente. Entonces, todo el recuerdo se volvía frío y solitario, lleno de tristeza. Asumí que esa mujer y yo teníamos una relación especial, de pareja o de mejores amigos. Otro recuerdo aún más triste fue en ese mismo lugar, donde se iba sin mostrarme su rostro y se marchaba sin mirar atrás. Supuse que no la había vuelto a ver en años, que nunca supe de ella. El cuerpo empezó a reaccionar de otra manera: parecía ansioso pero triste, feliz pero preocupado, pensativo pero melancólico.
—Lamento la pérdida de Elna —dijo con tristeza.
La chica se puso cómoda, con las piernas cruzadas, mientras una multitud de turistas a lo lejos, con sus palos de selfie, se sacaban miles y miles de fotos en aquel lugar preciso.
—¿Quién soy y de dónde vengo? Solo sé que soy de Irlanda del Norte —le pregunté.
La chica empezó a reírse de la nada y a sonreír.
—¿No te acuerdas o te haces el despistado? —dijo entre carcajadas.
Yo no sabía qué decir para no quedar en ridículo frente a una mujer misteriosa.
—Mira, sé que parece raro, pero lo raro es especial, y tú mismo me lo dijiste —dijo.
—La cosa es que no recuerdo nada de nada —le dije.
—Ay, mi pequeña mariposa, que ya no se acuerda de volar —dijo en tono de burla.
El cielo se volvía más encantador, los pájaros hacían competencias con otros pájaros para ver quién volaba más alto, los gritos de los niños se sentían en todo el parque, pero yo no estaba como ellos, felices, sino con un aura de tristeza sumida en la preocupación.
—Elna, Elna, Elna... —murmuraba.
—Tu compañera de vida que murió en un accidente mientras tú intentabas salvarle la vida. Por lo que veo, no te acuerdas de nada, ni de mí. Tienes mucho trabajo por delante —dijo.
Yo la miré con cara de resignación, volviendo a repetir el nombre de Elna para ver si algo se me venía a la mente. Ella, con toda la determinación del mundo, se levantó y se fue.
—¿A dónde ha ido? Ni siquiera me ha contestado a las preguntas que tenía, solamente se ha burlado de mí —dije mientras suspiraba.
Otra vez me quedaba solo sin respuestas, solo con miles de preguntas más y perdido en un país que ni siquiera era el mío.
Empecé a recordar vagamente que yo odiaba los días tristes después de la muerte de Elna. No recordaba dónde descansaba ahora con toda la paz del mundo. Los odiaba porque, cada vez que pasaba algo triste y dejaba que invadiera mi mente y cuerpo, recordaba vagamente ese suceso. Pero si no lo hacía, seguía mejorando como persona. La cuestión no era pensar que un día de tormenta y desastres fuera un día triste, sino pensar que era un reto de la vida que nos prepara constantemente para las situaciones más difíciles y que debemos enfrentar con gran determinación y racionalidad.
— Lo siento por irme, es solo que me pones histérica. ¿Cómo no puedes acordarte de nada? ¿Te has dado un golpe en la cabeza? — dijo la chica que volvía hacia mí para sentarse de nuevo como al principio.
Le dije lo que había recordado y solo asintió con la cabeza sin decir nada. Los dos nos quedamos en silencio, sin pensar en nada, solo mirando atontados el cielo lleno de estrellas. A lo lejos se veía que habían montado una especie de concierto y se veía cómo la gente saltaba de alegría, sonreía, gritaba y, lo más importante, disfrutaba de la vida.
— Conor, Conor, Conor... — seguía repitiendo mi nombre, rompiendo el bonito silencio que teníamos.
— ¿Eres mi pieza que necesito para mis preguntas? -le pregunté.
— Tal vez sí, tal vez no, hay muchos "tal vez", ja, ja, ja — reía como una loca, pero no tan loca como para llevarla a un manicomio.
— Ven conmigo, vamos a entrar -me dijo para que la siguiera, y así lo hice.
Pasamos entre la multitud de turistas haciéndose fotos, gente vendiendo, otros comprando mercancías hechas por los mismos vendedores, otras falsificadas, pero no se veía que eran falsificaciones. Eran los típicos timos en los que la gente caía, en los que alguna vez hemos caído a lo largo de la vida. La noche era fría, casi no había viento. Las estrellas iluminaban cada rato como si estuvieran en un museo.
Entramos en el mismísimo Coliseo Romano. Empecé a sentir un ambiente hogareño, un ambiente que no en cualquier sitio se siente. Era un ambiente especial bajo ese hermoso cielo teñido con unas estrellas de todo tipo y de todas las constelaciones posibles.
Un hombre joven con gafas negras, pelo corto, sudadera negra, pantalones marrones y botas negras se nos acercó sonriendo.
— Puede ser que no me recuerdes, Conor. Los días que pasaste con Elna no eran reales, ella te odiaba en el fondo. Todos los recuerdos que tienes de ella son creados por ella, y la única verdad de todos los recuerdos ha sido su muerte -dijo el chico.
— Ese dato no lo sabía — comentó la chica.
El chico nuevamente empezó a reír felizmente mirándome, pero la verdad es que me sentía perdido en un mar de estrellas.
— Sé que esto parece extraño, pero eres Conor, licenciado en física, con un máster en matemáticas. Además, vives con tu madre, cuyo padre se fue por tener un hijo rarito llamado Conor. Y, lo más importante sin duda, somos nosotros, somos tu familia, tus amigos. Yo me llamo Alex y esta personita que te ha guiado se llama Luna. Hay días en que cuando ella te molesta, tú te metes con ella diciendo que los asteroides no hablan. Todo lo que te ha pasado no es tu culpa, sino la culpa de cómo está constituido neurológicamente el cerebro de los seres humanos y, por ello, la sociedad. Pero ten en cuenta que siempre en mil vidas puede que haya un centenar o más, de personas buenas. Todo lo que te ha hecho Elna no es justo ni para nadie, pero siempre nos tendrás a nosotros — dijo Alex, mientras se acercaba a mí para abrazarme, y así lo hizo.
Al oír eso, no sabía cómo reaccionar, sentía mucha adrenalina fluyendo por mis venas. Ahora todo tenía un poco más de sentido. Solo necesitaba tiempo para procesarlo y ver todo de otra manera. No pensar en lo malo, sino, sacar las partes de oro que valen la pena de las experiencias y sentimientos que he tenido a lo largo de la vida, que han hecho posibles estos recuerdos, y ordenarlos. No sabía qué iba a sacar de esos recuerdos, pero puede ser que nazca un nuevo yo.
Merci pour la lecture!
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